sábado, 31 de octubre de 2020

CAPÍTULO 19 NUESTRA ACTITUD DURANTE LA SALMODIA

 

CAPÍTULO 19

NUESTRA ACTITUD DURANTE LA SALMODIA

Creemos que Dios está presente en todo lugar y que «los ojos del Señor están vigilando en todas partes a buenos y malos»; 2 pero esto debemos creerlo especialmente sin la menor vacilación cuando estamos en el oficio divino. 3 Por tanto, tengamos siempre presente lo que dice el profeta: «Servid al Señor con temor»; 4 y también: «Cantadle salmos sabiamente», 5 y: «En presencia de los ángeles te alabaré». 6Meditemos, pues, con C 27 Abr 30 Jul. 1 Nov 23 Ene.. 54 qué actitud debemos estar en la presencia de la divinidad y de sus ángeles, 7 y salmodiemos de tal manera, que nuestro pensamiento concuerde con lo que dice nuestra boca.

Para que nuestro pensamiento esté de acuerdo con nuestra voz, para servir al Señor con temor, para salmodiar con gusto debemos de creer siempre en la presencia del Señor, y considerar cómo debemos estar en su presencia y en la de los ángeles.

Se precisa una actitud, una predisposición, una conciencia de lo que hacemos y de su importancia. En la plegaria, en el Oficio Divino, no solo estamos cumpliendo una obligación que hemos aceptado, sino que estamos participando de la liturgia celestial, que nos hace estar en la presencia de Dios. Ubique maxime… Por tanto, recordémoslo siempre.

De esta presencia ya nos habla san Benito en el primer grado de la humildad, pero ahora nos la pone en práctica, y nos habla de su aplicación en una situación concreta, como es la plegaria. No es una plegaria cualquiera porque es nuestra plegaria en un doble sentido, ya que la protagonizamos nosotros en comunidad, y porque se apoya en un lenguaje muy  concreto. Nos habla de salmodiar, ya que los salmos son el lenguaje que utilizamos para alabar y comunicarnos con Dios, un Dios presente en todas partes, pero sobre todo en el Oficio Divino.

Nos contaban la anécdota del monje nervioso porque el Oficio se alargaba en exceso, y se decía a sí mismo: ¡“con los trabajos que tengo que realizar”!  Toda una muestra de que el pensamiento y la voz no siempre van de acuerdo. Algo que nos sucede a menudo. Con lo cual nuestra plegaria viene a ser deficiente, incompleta.

San Benito nos dice de no anteponer nada al Oficio Divino, lo cual no siempre resulta una tarea fácil. En primer lugar, porque nos puede surgir una incompatibilidad en nuestros horarios, o por el ritmo de nuestra jornada, u otros temas relacionados con el mundo exterior… Y en segundo lugar, porque nuestras preocupaciones comunitarias, o personales nos alejan y acaban por amenazar nuestra sintonía entre la voz y el pensamiento.

Siempre puede haber un imponderable que nos obligue a una ausencia, pero es prudente no buscarla de manera voluntaria, ni favorecerla, sino más bien gozar espiritualmente de cada hora del Oficio. Ir a la presencia de Dios de esta manera tan privilegiada y con una participación tan activa, debería suponer el Oficio Divino como lo que se dice del monje cartujo en relación a su celda: como el agua para el pez, o los pastos para la oveja.

Escribe Dom Guillermo, abad de Mont-des- Cats, que este capítulo le trae a la mente un compañero de estudios universitarios, antes de la entrada en el monasterio, que enamorado de una muchacha hacía todo lo posible por encontrarse con ella, y cuando esto sucedía su rostro se transformaba. Esto es lo que nos quiere decir san Benito:  la manera como debemos considerar siempre en presencia del amado, y mucho más cuando lo alabamos en el Oficio, le suplicamos, estamos en comunicación con el Padre, con el mismo lenguaje que su Hijo, el Cristo: con la salmodia.

No deberíamos olvidar estas consideraciones, a fin de estar concentrados en la plegaria de manera que haya sintonía voz y pensamientos, a fin de gozar de la presencia próxima,  evidente, de Dios. Puede haber momentos de sequedad espiritual, momentos más bajos, más o menos prolongados, durante los cuales la plegaria nos resulte pesada, ardua. Lo recordaba el Papa Francisco en su catequesis semanal:

“Si en una noche de plegaria nos sentimos débiles y vacíos, si nos parece que la vida es inútil, debemos, en este momento pedir para que la plegaria de Jesús sea también la nuestra. O puedo orar hoy, no sé qué hacer, no me viene de gusto, soy indigno. En este momento es necesario confiar en él, para que ore por nosotros. Él se encuentra delante del Padre para orar por nosotros, es el intercesor. Para que el Padre contemple nuestras heridas. ¡Debemos creer esto! Si nosotros tenemos fe, entonces sentiremos la voz, una voz del cielo, más fuerte que la que sale de nuestro interior, en nuestro interior sentiremos esta voz que dice palabras de ternura: Tú eres el amado de Dios, tú, eres el Hijo, tú eres la gloria del Padre del cielo. (Audiencia General 28 Octubre 2020)

La afirmación de este capítulo parece muy sencilla, pero es fundamentalmente teológica y espiritual. Dios está presente en todas partes y en todo momento. No hemos de ponernos en su presencia, lo estamos siempre. Lo que debemos hacer es ser conscientes de ello en todo momento, pero sobre todo en el Oficio Divino.

No solamente vivimos en la presencia de Dios, sino que vivimos bajo su mirada, siempre compasiva y misericordiosa, que nos pide conversión. De esta convicción san Benito saca tres conclusiones: El Señor debe servirse con temor, es decir con reverencia filial; hemos de salmodiar con gusto, y a la vez ser conscientes de que la liturgia terrena es una anticipación de la liturgia celestial.

 

 

 

domingo, 25 de octubre de 2020

CAPÍTULO 12 CÓMO SE HA DE CELEBRAR EL OFICIO DE LAUDES

 

CAPÍTULO 12

CÓMO SE HA DE CELEBRAR EL OFICIO DE LAUDES

En los laudes del domingo se ha de decir, en primer lugar, el salmo 66, sin antífona y todo seguido. 2Después, el salmo 50 con aleluya. 3A continuación, el 117 y el 62; 4 luego, el Benedicite y los Laudate, una lectura del Apocalipsis, de memoria, y el responsorio, el himno ambrosiano, el verso, el cántico evangélico, las preces litánicas, y de esta manera se concluye. Capítulo 12º: CÓMO SE HA DE CELEBRAR EL OFICIO DE LAUDES n los laudes del domingo se ha de decir, en primer lugar, el salmo 66, sin antífona y todo seguido. 2Después, el salmo 50 con aleluya. 3A continuación, el 117 y el 62; 4 luego, el Benedicite y los Laudate, una lectura del Apocalipsis, de memoria, y el responsorio, el himno ambrosiano, el verso, el cántico evangélico, las preces litánicas, y de esta manera se concluye.

San Benito al afirmar que no debemos de anteponer nada al Oficio Divino, deja bastante claro que es una parte muy importante de nuestra vida. Tanto es así que dedica doce capítulos para hablar de su estructura y de la actitud a tener.

Lo que es verdaderamente importante es santificar nuestra jornada al ritmo de la liturgia de las horas. A lo largo del año hacemos memoria del misterio de la salvación. De alguna manera esta memoria la hacemos cada semana, ocupando el domingo el lugar central. También cada día viene a ser otra forma de celebrar esta memoria, santificando toda la jornada, que tiene como centro referencia la Eucaristía, que viene a completarse con la plegaria del Oficio Divino que acabamos cada día con el Oficio de Completas.

En este capítulo, san Benito nos habla del Oficio de Laudes, la plegaria a la salida del sol, del nuevo día, hora apropiada para hacer memoria de la Resurrección del Señor. Es un momento importante de nuestra plegaria, un momento fuerte de cada día de la semana.

No se trata, por tanto, de celebrar el inicio del día, sino de celebrarlo como un signo del inicio de una vida nueva, la vida en Cristo resucitado, que es la verdadera luz, el sol que ilumina a los hombres. Un momento también para recordar la creación, aquel momento que Dios crea la luz, como comienzo de la vida; o para recordar, también, aquel primer domingo en que la luz disipó la oscuridad de aquellas mujeres que iban camino del sepulcro donde se encuentran con la novedad de la Vida nueva; o la luz que cambió el miedo de los apóstoles por la esperanza.

Nos habla san Benito del salmo 66, que es una invitación a alabar a Dios, y participar de sus bendiciones; del salmo 50, como una invitación a pedir perdón de nuestros pecados y acogernos a la misericordia de Dios. O el salmo 117, himno triunfal de acción de gracias con aclamación de gratitud. El salmo 62, que expresa el deseo de volver al santuario del  Señor, con confianza y alegría.

Todos ellos nos invitan a dar gracias y mantener la confianza en el Señor, que da comienzo para nosotros a un nuevo día, y signo de la nueva vida ofrecida por la resurrección. Al hablarnos del Oficio de Laudes del domingo, que es la pascua semanal, y al evocar del primer día de la creación, pongamos la esperanza en el último día cuando Cristo vendrá en su gloria.

El domingo, escribía san Juan Pablo II en su Carta Apostólica Dies Domini, es el Día del Señor, el día de Cristo, el día de la Iglesia y el día del hombre, por lo tanto el día de los días en que el tiempo llega a ser una dimensión de Dios.

Debemos de tener presente en los Laudes del domingo todo lo que representa, y gozar de la riqueza y particularidad de cada hora del Oficio Divino, lo cual nos ayudará a vivirlo con más intensidad. A menudo caemos en la trampa de lo inmediato, de la anécdota, no

 

prestamos atención a lo que estamos haciendo, a lo que estamos orando y sintiendo porque nos asaltan pensamientos inoportunos. Es preciso vivir con profunda radicalidad cada momento de nuestra jornada, centrándonos con toda nuestra conciencia en lo que llevamos a cabo.

San Benito nos habla de la actitud en la salmodia, como una conclusión de todos los capítulos dedicados al Oficio Divino. Una actitud interior, pero también exterior, pues el exterior es reflejo de nuestro interior. Si estamos verdaderamente centrados en lo que oramos, recitamos o cantamos, no nos debe ser difícil que nuestro pensamiento esté de acuerdo con la voz. Si no es así, quizás nos puede asaltar la curiosidad por ver si ha venido a nuestra plegaria comunitaria esta o aquella persona; o buscar, a la vez, las antífonas del día siguiente… y tantas otras distracciones. Hay un momento para cada cosa, un momento para prepararnos los libros, otro para guardarlos y un momento para orar poniendo en ello los cinco sentidos.

Como dice san Benito, creemos que Dios está presente en todo lugar, pero sobre todo cuando estamos en el Oficio Divino. Vivamos el sentido del Domingo como nos sugiere san Juan Pablo II:

Está claro, sin ninguna duda, que el Dia del Señor tiene sus raíces en la obra misma de la creación, y más directamente en el misterio del “descanso” bíblico de Dios, no obstante esto, debe hacerse referencia específica a la resurrección de Dios, para comprender plenamente su significado. Es lo que sucede con el domingo cristiano que cada semana propone a la consideración y vida de los fieles el acontecimiento pascual, de donde brota la salvación del mundo” (Dies Domini, 19)

domingo, 18 de octubre de 2020

CAPITULO 7,59 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO 7,59

LA HUMILDAD

59El décimo grado de humildad es que el monje no se ría fácilmente y en seguida, porque está escrito: «El necio se ríe estrepitosamente».

Entre el grado 9 de la humildad, que nos habla de reprimir la lengua para evitar el pecado y el 11 que dice de hablar suavemente sin reír, nos encontramos con el 10 que nos habla de no reír fácilmente, de no tener un reír necio o ruidoso.

San Benito, en estos últimos grados de la escala de la humildad se preocupa de la apariencia, o de que nuestro interior se ha de reflejar en el exterior. Una cosa es estar gozoso y otra reír neciamente, cuando la motivación de nuestra alegría debe estar de acuerdo con nuestra vida.

Reír es fácil, pero con frecuencia lo hacemos para reírnos de los otros y entonces la motivación no es la mejor, pues se puede faltar a la caridad. Y puede suceder que la motivación de nuestra alegría sea la falta de caridad, nuestra autosuficiencia y nuestro orgullo.

Reprimir el reír cuando alguno cae o tropieza, sea físicamente o de otra manera, no siempre es fácil, cuando, sin embargo, pueden ser tropiezos en los que caemos también nosotros. O también podemos reírnos haciendo acepción de personas, motivados por una dependencia afectiva fuera de lugar. Todos cometemos errores, por lo cual hacer escarnio de una situación concreta de un hermano, en liturgia, un servicio o trabajo… estaría en este reír necio del que nos habla san Benito.

Nosotros somos afortunados porque vivimos una vida que hemos elegido, pero hay mucha gente que padece situaciones no queridas. Lo podemos ver en medio de esta situación de pandemia que estamos viviendo, que provoca una seria crisis económica y laboral que afecta a muchas familias que ven el futuro amenazado. No podemos, no debemos estropear esta situación privilegiada que se refuerza con la razón fundamental de ella que es la llamada de Dios, con una risa necia u otros comportamientos que están fuera de lugar.

San Benito nos dice de no ser fáciles y rápidos en la risa. Quizás él no era inclinado a reír, o quizás algún miembro de su comunidad abusaba de ello, pero, en general, el texto de la Regla lo presenta como un monje gozoso de serlo, pero con una alegría humilde, contenida. Él quiere que haya en el corazón de los monjes una alegría, según dice la Escritura: “Dios ama al que da con alegría” (2Cor 9,7), porque la alegría es un signo de caridad, un fruto del Espíritu. Lo que reprueba es la ligereza y superficialidad, que se opone a la alegría interior.

La misma Escritura opone la risa a la alegría, ya que ésta es espiritual, un don de Dios que nace de la paz del corazón. El reír necio tiene un sentido peyorativo. San Benito nos habla de un reír sereno que nace de un corazón puro y alegre. Y de esta alegría es de la que tenemos que dar testimonio, que es la alegría de Cristo resucitado, que nadie nos puede arrebatar.

El mundo, con todas sus consecuencias de sufrimientos, tiene necesidad de esta alegría tranquila y profunda que no tiene nada que ver con la risa necia, que con frecuencia es despectiva, como la que sufre Jesús en el pretorio o en la cruz por parte de sus verdugos.

La conversión de corazón, parece sugerir san Benito en estos últimos grados, es preciso desplegarla a todo el cuerpo. El lenguaje del cuerpo puede expresar si estamos abiertos o no a Dios, y si nos ponemos por completo en sus manos. Esta conversión del corazón, trasladada a una determinada actitud externa se relaciona también con nuestra manera de hablar…

Hay una risa liberadora, sana, alegre y sincera junto a aquella risa necia, cínica, que quiere mostrar un complejo de superioridad cuando tratamos con los demás, y que es cuando san Benito nos propone tener siempre presente al Señor, que haga posible en nosotros una manifestación humilde en el cuerpo, en los gestos y en la moderación de la risa. Así todo el hombre, alma y cuerpo estará impregnado del Espíritu de Dios.

Escribe san Basilio en su Regla que “entregarse a una risa ruidosa e inmoderada es un signo de intemperancia, y la prueba de que uno no se sabe mantener en calma, ni reprimir la frivolidad del alma por una razón santa. No hay ningún inconveniente en mostrar con una risa alegre el interior de nuestra alma. Como dice un proverbio de la Escritura: “El hombre contento hace buena cara, el hombre abatido está afligido (Prov 15,13), pero reír con estrépito y ser sacudido a pesar de uno mismo no está hecho para un alma tranquila, probada por si misma. Este tipo de risa Cohelet la reprueba como el gran adversario de la estabilidad del alma: las risas me parecían una estupidez, la alegría una cosa sin sentido (Coh 2,2) y añade “como chisporroteo de la aliaga quemando bajo la olla, así son las risas de los necios. También, todo esto es vanidad” (Coh 7,6) (Regla de san Basilio 8, 26-28) 

 

 

 

 

 

 

sábado, 10 de octubre de 2020

CAPITULO 7,34 LA HUMILDAD

 

CAPITULO 7,34

LA HUMILDAD

 

7El tercer grado de humildad es que el monje se someta al superior con toda obediencia por amor a Dios, imitando al Señor, de quien dice el Apóstol: «Se hizo obediente hasta la muerte».

Una lectura en diagonal de este tercer grado de la humildad nos puede espantar, o llevarnos a decir que es políticamente incorrecto, puesto que someterse a una total obediencia a alguien no suena bien y atenta contra una serie de derechos. Pero debemos considerar que no se trata de una obediencia humana la que nos presenta este grado, sino que viene a poner el fundamento de un amor a Dios, a imitación de la obediencia a Cristo. O dicho de otra manera de una obediencia por amor a Dios.

El Decreto Perfectae Caritatis del Concilio Vaticano II presenta la obediencia ligada al compromiso de seguir a Cristo, pobre y obediente. La obediencia es la ofrenda de la propia voluntad, como un sacrificio. Realmente, dejar nuestra voluntad viene a ser un sacrificio, puesto que tendemos a pensar que estamos en la recta doctrina haciendo nuestra voluntad. Y no se trata de aniquilar nuestra voluntad, sino de asimilarla a la voluntad de Dios. El nexo no puede ser otro que el amor, lazo de unión de nuestro deseo con el deseo de Dios.

Parece imposible, inabarcable, pero hay un precedente, hay un ser humano, tan humano como nosotros, excepto en el pecado, que lo ha vivido, Es Cristo, nuestro modelo que, identificando su voluntad con la del Padre, vino a servir y no a ser servido, a liberar, y no a ser liberado, a amar, corriendo el riesgo de no ser correspondido. Es el sentido de la frase de san Agustín: “Ama y haz lo que quieras”, porque si amamos verdaderamente estamos haciendo la voluntad del Señor.

El Papa Francisco en su última encíclica escribe: “decía santo Tomás de Aquino -citando a san Agustín- que la templanza de una persona con avaricia ni tan solo es virtuosa. San Buenaventura, con otras palabras, explicaba que las otras virtudes sin la caridad estricta, no cumplen los mandamientos “como Dios los entiende” (Fratelli Tutti 91)

San Benito concreta como el mismo Decreto Perfectae Caritatis, en seguir la voluntad del superior, partiendo desde el principio que la voluntad de aquel no debe ser otra que la de Dios. A menudo tenemos una obediencia selectiva, que depende de quién nos lo manda, de cómo nos lo manda, cuándo nos lo manda, y qué nos manda. No se trata de hacer sacrificios estériles, y menos de humillaciones, ni atentar contra la libertad personal y la dignidad intrínseca de todo ser humano creado como hijo de Dios y amado por Dios. Nos ha creado libres y nos quiere libres, por lo cual nuestro sacrificio, nuestra obediencia debe ser libremente aceptada y ejecutada.

No serviría de nada obedecer por miedo, sería fraudulenta, porque la obediencia no debe conllevar la dimisión de nuestra responsabilidad respecto a nuestra vida y a las acciones que estamos llamados a desarrollar. Obedeciendo seguimos siendo totalmente responsables de nuestros actos en todo momento y ocasión; no es de recibo en la vida del cristiano, estar exento de la obediencia debida que nos que llevaría a una cierta impunidad.

Es difícil establecer paralelismos, pero en la sociedad las leyes son establecidas, en principio, para favorecer el buen desarrollo de la convivencia, y tienen un aspecto punitivo para quien las inflige, pero su sentido último debe ser el bien común. La sociedad se da a sí misma las leyes libremente a través de sus legítimos representantes, y de esta manera todos se obligan a su cumplimiento, Ciertamente, son textos escritos y elaborados con un procedimiento más o menos largo, mientras que interpretar la voluntad de Dios a menudo no es tan fácil. Por esto es tan importante el elemento clave de este tercer grado de la humildad: el amor de Dios. Ésta debe ser la clave de la lectura de nuestra obediencia. Podemos optar libremente por la plaza de criticón, que siempre esta libre en toda comunidad. Pero debemos plantearnos si nos mueve el amor de Dios, y si imitamos, entonces, al Señor, pero asumiendo el papel de protestón no podrá ser.

Como escribe el Papa Francisco: “la altura espiritual de una vida humana está marcada por el amor, que es el criterio para una decisión definitiva sobre la valoración positiva o negativa de una vida humana” (Fratelli Tutti, 92)

 

 

domingo, 4 de octubre de 2020

CAPÍTULO 3 COMO SE HAN DE CONVOCAR LOS HERMANOS A CONSEJO

 

CAPÍTULO 3

COMO SE HAN DE CONVOCAR LOS HERMANOS A CONSEJO

Siempre que en el monasterio hayan de tratarse asuntos de importancia, el abad convocará toda la comunidad y expondrá él personalmente de qué se trata. 2Una vez S oído el consejo de los hermanos, reflexione a 30 Mar 2 Jul 4 Oct. 6 Ene. 19 solas y haga lo que juzgue más conveniente. 3Y hemos dicho intencionadamente que sean todos convocados a consejo, porque muchas veces el Señor revela al mis joven lo que es mejor. 4 Por lo demás, expongan los hermanos su criterio con toda sumisión, y humildad y no tengan la osadía de defender con arrogancia su propio parecer, 5 sino que, por quedar reservada la cuestión a la decisión del abad, todos le obedecerán en lo que él disponga como más conveniente. 6 Sin embargo, así como lo que corresponde a los discípulos es obedecer al maestro, de la misma manera conviene que éste decida todas las cosas con prudencia y sentido de la justicia. 7 Por tanto, sigan todos la regla como maestra en todo y nadie se desvíe de ella temerariamente. 8Nadie se deje conducir en el monasterio por la voluntad de su propio corazón, 9 ni nadie se atreva a discutir con su abad desvergonzadamente o fuera del monasterio. 10Y, si alguien se tomara esa libertad, sea sometido a la disciplina regular. 11 El abad, por su parte, actuará siempre movido por el temor de Dios y ateniéndose a la observancia de la regla, con una conciencia muy clara de que deberá rendir cuentas a Dios, juez rectísimo, de todas sus determinaciones. 12 Pero, cuando se trate de asuntos menos transcendentes, será suficiente que consulte solamente a los monjes más ancianos, 13 conforme está escrito: «Hazlo todo con consejo, y, después de hecho, no te arrepentirás».

Pensar lo que es preciso hacer, hacer lo más conveniente y realizarlo con sentido y justicia con temor de Dios y la observancia de la Regla.

Antes de tomar una decisión san Benito nos ofrece todo un protocolo que va desde plantear el tema o el problema hasta tomar la decisión, pasando por escuchar los consejos adecuados, y acabar, finalmente, con el juicio del Señor. No se muestra san Benito partidario de decisiones precipitadas, y menos guiadas por el deseo de nuestro propio corazón; más bien pide discernir siempre la voluntad de Dios.

Esto nos obliga a todos, en una primera fase, al que pide consejo y a quien lo da, y en una segunda fase a quien decide y a quien toca obedecer. Discernimiento, obediencia, sentido común y justicia, son elementos fundamentales. San Benito nos habla de no decidir “en caliente”, sino con amor y meditándolo bien.

El consejo, que puede venir de cualquier monje, debe darse con humildad y sumisión, y no defenderlo con arrogancia. Un consejo debe situarse en unos parámetros determinados, por ser un consejo y no expresión de la propia voluntad o deseo. Debemos intentar ponernos en el lugar del que pide consejo. Esto implica adoptar cierta distancia y analizar el tema sobre el que se pide consejo desde una óptica más amplia que la personal. Analizar los diversos factores que intervienen en el tema, para buscar la solución más viable, guiada siempre por el temor de Dios.

No nos podemos dejar llevar por antipatía o simpatía, lo cual no es fácil ante la diversidad o similitud de situaciones. Superar estos condicionamientos es esencial para abrirnos a la aceptación de una buena respuesta. Por esto san Benito habla de no seguir el deseo propio, sino de una búsqueda de lo mejor.

La decisión final queda en manos del abad. No de manera arbitraria, sino apoyada en dos principios fundamentales: el temor de Dios y la observancia de la Regla. Una vez tomada la decisión es preciso obedecer, considerando que se ha hecho una opción por lo mejor. Una decisión o un acuerdo, por ejemplo, comunitario une a toda la comunidad. Y una vez tomada la decisión ya no importa si estábamos a favor o en contra, si hemos aportado un matiz u otro; es una decisión de todos y a todos afecta. San Benito advierte acerca de la discrepancia, para no caer en una discrepancia descarada que nos haría daño, personal y comunitariamente.

Escribe san Bernardo respecto al tema que “no suele haber ecuanimidad en las cuestiones humanas. Las motivaciones de quienes mandan fluctúan en un vaivén continuo, en dependencia de las múltiples necesidades prácticas. A veces se cataloga como lo más adecuado y conveniente lo que más se desea, y se impone como obligación… Hay preceptos que no se pueden relegar sin culpa, y menos menospreciarlos sin caer en un delito. Si hay descuidos culpables sus menosprecios están sometidos a censura. Pero hay una diferencia: el descuido es atonía de indolencia; el menosprecio tumor de soberbia (El precepto y la dispensa”, 15 y 18)

En el fondo hay un juez rectísimo que tiene en cuenta nuestras decisiones, y que tiene la última palabra, y que conoce la motivación más profunda de todo. Como escribe el Papa Francisco en su última encíclica Fratelli Tutti:

“El asunto es la fragilidad humana, la tendencia constante al egoísmo que forma parte de lo que la tradición cristiana llama “concupiscencia”: La inclinación del ser humano a cerrarse en la inmanencia del propio yo, de su grupo, de sus intereses mezquinos. Esta concupiscencia no es un defecto de esta época. Existe desde que el hombre es hombre, y simplemente se transforma, adquiere modalidades en cada siglo, y finalmente utiliza los instrumentos que el momento histórico pone a su disposición. Pero es posible dominarla con la ayuda de Dios” (nº 166)

En el trasfondo de este capítulo están los principios fundamentales que inspiran toda la Regla: la mesura y la moderación. San Benito no escribe la Regla como un libro derivado de la voluntad de Dios directamente, sino como una ayuda, como “un inicio” nos dice, para orientar la vida humana teniendo a Dios como centro. Si lo tenemos como centro, el sentido común y la justicia nos vendrán con un don de su gracia inefable.