domingo, 23 de febrero de 2020

CAPÍTULO 48,14-25 EL TRABAJO MANUAL DE CADA DIA: LOS DIAS DE CUARESMA

CAPÍTULO 48, 14-25
EL TRABAJO MANUAL DE CADA DIA:
LOS DIAS DE CUARESMA

 Durante la cuaresma dedíquense a la lectura desde por la mañana hasta finalizar la hora tercera, y después trabajarán en lo que se les mandare hasta el final de la hora décima. 15 En esos días de cuaresma recibirá cada uno su códice de la Biblia, que leerán por su orden y enteramente; 16 estos códices se entregarán al principio de la cuaresma. 17 Y es muy necesario designar a uno o dos ancianos que recorran el monasterio durante las horas en que los hermanos están en la lectura. 18 Su misión es observar si algún hermano, llevado de la acedía, en vez de entregarse a la lectura, se da al ocio y a la charlatanería, con lo cual no sólo se perjudica a sí mismo, sino que distrae a los demás. 19 Si a alguien se le encuentra de esta manera, lo que ojalá no suceda, sea reprendido una y dos veces; 20 y, si no se enmienda, será sometido a la corrección que es de regla, para que los demás escarmienten. 21 Ningún hermano trate de nada con otro a horas indebidas. 22 Los domingos se ocuparán todos en la lectura, menos los que estén designados para algún servicio. 23 Pero a quien sea tan negligente y perezoso que no quiera o no pueda dedicarse a la meditatio o a la lectura, se le asignará alguna labor para que no esté desocupado. 24 A los hermanos enfermos o delicados se les encomendará una clase de trabajo mediante el cual ni estén ociosos ni el esfuerzo les agote o les haga desistir. 25 El abad tendrá en cuenta su debilidad. 

Nuestra vida se fundamenta en tres pilares: la plegaria, comunitaria o personal, el trabajo y la lectura, bien de la Palabra, bien de los Padres. De este tercer pilar nos habla hoy san Benito.

No debemos menospreciarlo, pues forma parte fundamental de nuestra vida y de nuestra formación permanente, de nuestro camino hacia la vida eterna. El conocimiento de las letras y la búsqueda de Dios son dos aspectos intrínsecamente unidos en la misma vida de san Benito. Una de las principales preocupaciones del monje es la Lectio Divina. Tanto que hoy, en este capítulo ya presupone que cada monasterio disponía de los suficientes volúmenes, para que esta lectura fuera amplia y rica en contenido y extensión. Entonces, no era fácil; pero desde sus orígenes la vida monástica está muy unida a la formación intelectual teológica de los monjes. Los monjes, en la época de san Benito, no adquieren la formación por línea académica, sino en el mismo monasterio, manteniendo el equilibrio entre las diversas actividades de su vida. Esto ha dado lugar al concepto de teología monástica en contraste, no en oposición, a la teología escolástica, que se daba en el ámbito de las catedrales de la época,

Es un tema muy relacionado con la figura de san Benito, en su formación muchas más experiencial que académica en el aspecto teológico. En el mismo texto de la Regla esta doble vertiente, conocimiento de las letras y búsqueda de Dios está presente. Ciertamente, en la época de san Benito no se habla de la lectura personal, en el sentido de hacerlo en silencio, puesto que siempre se trataba de la lectura en la doble vertiente de leer y escuchar; de aquí que se recomiende de hacerlo en silencio durante las horas de descanso para no molestar a quienes están en reposo. Esto explica que cuando Pedro el Venerable estaba resfriado no podía ni expresarse en público ni hacer su Lectio, pues no estaba en disposición d llevar a cabo su lectura.

Las cosas de antes han pasado de alguna manera; ahora ya no es un problema leer en privado, sin articular palabra; en este aspecto las cosas han cambiado, pero no en el de la importancia de la lectura en nuestra vida, en nuestra autoformación. Dedicamos una hora a la mañana, otra a la tarde, al contacto con la Palabra, o al magisterio de los Padres de la Iglesia. Escuchamos la lectura en el refectorio en la comida y en la cena; también tenemos la oportunidad de la lectura de la Colación, además de las que podemos escoger de acuerdos a nuestras necesidades, o si hemos de estudiar o preparar algún escrito… El hecho es que a lo largo del año dedicamos una parte importante de nuestro tiempo a la lectura, lo cual es algo muy importante y de provecho para todos y cada uno de nosotros.

San Benito nos invita a no menospreciar esta lectura, incluso a vigilar que nadie la descuide, y lo hace con su habitual contundencia al añadir la frase “Dios no lo quiera”, cuando se refiere a los perezosos, negligentes, distracción… No es un capricho, una predilección personal de san Benito, sino que está en la línea del convencimiento de que nuestra vida está en camino hacia la vida eterna, y para su recorrido necesitamos un alimento espiritual, lo cual llevamos a cabo con la plegaria y la lectura, sea de la Palabra de Dios, sea de la lectura de quienes la han estudiado y reflexionado previamente. Estemos atentos, imitemos el ejemplo de quienes nos han precedido y que llevaron a cabo todo esto con una constancia admirable, recorriendo una y mil veces las páginas de la Sagrada Escritura, descubriendo siempre algo nuevo, dejándose sorprender por la Palabra, que se dirige a nuestro corazón y nuestra mente.

Como escribe el Papa Benedicto XVI en la Exhortación post-sinodal Verbum Domini, sobre la Palabra de Dios en la vida y la misión de la Iglesia:

“En cuanto se refiere a la vida consagrada, el Sínodo ha recordado, sobre todo, que nace de la escucha de la Palabra y de la acogida del Evangelio como su norma de vida. En este sentido, vivir siguiendo a Cristo casto y pobre y obediente, se convierte en exégesis viva de la Palabra de Dios. El Espíritu Santo, en virtud del cual se ha escrito la Biblia, es el mismo que ha iluminado con la luz de la Palabra a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser expresión cada regla, dando origen a itinerarios de vida cristiana marcados por la docilidad evangélica” (VD, 83)



domingo, 16 de febrero de 2020

CAPÍTULO 43 LOS QUE LLEGAN TARDE AL OFICIO DIVINO Y A LA MESA

CAPÍTULO  43
LOS QUE LLEGAN TARDE AL OFICIO DIVINO Y A LA MESA

A  la hora del oficio divino, tan pronto como se haya oído la señal, dejando todo cuanto tengan entre manos, acudan con toda prisa, 2 pero con gravedad, para no dar pie a la disipación. 3 Nada se anteponga, por tanto, a la obra de Dios. 4 El que llegue a las vigilias nocturnas después del gloria del salmo 94, que por esa razón queremos que se recite con gran lentitud y demorándolo, no ocupe el lugar que le corresponde en el coro, 5 sino el último de todos o el sitio especial que el abad haya designado para los negligentes, con el fin de que esté a su vista y ante todos los demás, 6 hasta que, al terminar la obra de Dios, haga penitencia con una satisfacción pública. 7 Y nos ha parecido que deben ponerse en el último lugar o aparte para que, vistos por todos, se enmienden al menos ante el bochorno que han de sentir. 8 Porque, si se quedan fuera del oratorio, tal vez habrá quien vuelva a acostarse y dormir, o quien, sentándose fuera, pase el tiempo charlando, y dé así ocasión de ser tentado por el maligno. 9 Es mejor que entren en el oratorio, para que no pierdan todo y en adelante se corrijan. 10 El que en los oficios diurnos llegue tarde a la obra de Dios, esto es, después del verso y del gloria del primer salmo que se dice después del verso, ha de colocarse en el último lugar, según la regla establecida, 11 y no tenga el atrevimiento de asociarse al coro de los que salmodian mientras no haya dado satisfacción, a no ser que el abad se lo autorice con su perdón, 12 pero con tal de que satisfaga como culpable esta falta. 13 Y el que no llegue a la mesa antes del verso, de manera que lo puedan decir todos a la vez, rezar las preces y sentarse todos juntos a la mesa, 14 si su tardanza es debida a negligencia o a una mala costumbre, sea corregido por esta falta hasta dos veces. 15 Si en adelante no se enmendare, no se le permitirá participar de la mesa común, 16 sino que, separado de la compañía de todos, comerá a solas, privándosele de su ración de vino hasta que haga satisfacción y se enmiende. 17 Se le impondrá el mismo castigo al que no se halle presente al recitar el verso que se dice después de comer. 18 Y nadie se atreva a tomar nada para comer o beber antes o después de las horas señaladas. Mas si el superior ofreciere alguna cosa a alguien y no quiere aceptarla, cuando luego él desee lo que antes rehusó o cualquier otra cosa, no recibirá absolutamente nada hasta que no haya dado la conveniente satisfacción.

De tardite veniendi ad Ecclesiam  (relativo a llegar tarde a la iglesia)

Esta era la fórmula empleada para acusarse en el capítulo de culpas de las faltas relacionadas con llegar tarde al Oficio Divino.

O sea que el peligro de llegar tarde no es algo extraño a la vida monástica; es una falta y no pequeña. El motivo nos lo dice este capítulo que contiene una de las frases mas emblemáticas de la Regla: “que no se anteponga nada al Oficio Divino”. San Benito hace servir esta expresión, que es fuerte, también en el capítulo IV: “no anteponer nada al amor de Cristo”. Equipara, pues, el Oficio Divino con el amor de Cristo, y resalta así la presencia de Cristo en la plegaria comunitaria.

Esta es la razón de fondo, la razón fundamental y verdadera por la cual no debemos hacer tarde al Oficio, porque el Amado nos espera, y no conviene hacerle esperar; nuestra delicia es ir a su encuentro. La plegaria, el Oficio Divino, así como la Lectio y la Eucaristía, no debemos verlos como un trabajo, una obligación, que la tenemos, ciertamente, sino más bien como la ocasión privilegiada del encuentro con el Señor, y en este sentido debemos ir con gusto y a tiempo.

Reflexiones, más o menos poéticas aparte, san Benito sabe bien como fruto de su propia experiencia, que podemos tener la tentación y caer, al hacer tarde al Oficio Divino. Y nos propone diversos remedios: el primero y más eficaz es que nada más escuchar la señal de la campana que nos convoca, dejemos todo con rapidez, pero con la gravedad que pide el encuentro a donde nos dirigimos, apresurarnos a ir. Esto, a veces, ya nos cuesta: una faena a punto de acabar, una visita que se alarga un poco, y otras cosas que deberíamos vigilar para no caer. A veces lo hacemos con la mejor intención, para no dejar a alguien con la palabra en la boca, sea con motivo de su presencia, sea por teléfono; pero si intentamos  decirles que nos convoca la campana al Oficio  Divino y al encuentro con el Señor con toda seguridad que lo entenderá, y le ayuda a comprender un poco más nuestra vida, y quien es el centro.

Pero a pesar de que san Benito nos exhorte a no hacer tarde, y consciente de nuestros previsibles fallos, como así viene a ser, ya nos dice lo que debemos hacer: no quedarnos fuera del templo, ni menos volvernos al lecho, si se trata de Maitines. Acudir igualmente al templo i dar la satisfacción debida, es decir, mostrar, de alguna manera, nuestro arrepentimiento por el retraso. Por esto san Benito indica de quedarse en el último lugar, haciendo penitencia por la falta cometida. La Regla es muy práctica, y san Benito sabe que si nos quedamos afuera acabaremos por entretenernos en algún otro asunto y será peor el remedio que la enfermedad.

Este capítulo todavía nos dice algo más, al hablarnos del refectorio; de estar todos en el refectorio en el momento de bendecir la mesa, que no es un momento menor, hasta el punto de que si faltamos podemos ser excluidos de la mesa común y ser privados del vino, bebida de la cual dice san Benito que le resulta difícil al monje renunciar, y que tolera en consideración a los débiles (RB 40,3).

En resumen, san Benito nos indica que no debemos hacer tarde a ningún acto comunitario, sea a la iglesia, sea al refectorio, sea donde sea. Hay que decir que a veces nos viene de un minuto o de segundos el hacer tarde, lo que demuestra que no es tan difícil llegar a tiempo después de dejar aquello que tenemos entre manos e ir con presteza al acto comunitario, y además, de este modo, evitamos también molestias y distracciones al resto de la comunidad.

El centro de este capítulo no es otro que la presencia de Cristo en nuestra vida, no una presencia puntual o parcial, sino en cada uno de los momentos de nuestra jornada. Por eso san Benito ya nos dice que “el primer grad
o de la humildad es mantener siempre ante los ojos el temor de Dios y evitar de olvidarlo” (RB 7,10)
Nos dice san Elredo: “imaginemos ahora a alguno que, considerando la Regla como un buen instrumento para desarraigar con más facilidad los vicios y cumplir mejor los preceptos evangélicos, no arranca los vicios y adquiere las virtudes. ¿No podremos afirmar que está abusando de este óptimo instrumento para su utilidad, y que teniendo como remedio la Regla, no cumple los preceptos de Cristo? (Speculum Caritatis, 93).

Para arrancar los vicios, como es el de la no puntualidad, y adquirir las virtudes debemos utilizar bien la Regla, este instrumento, no anteponiendo nada a Cristo y al Oficio Divino.


domingo, 9 de febrero de 2020

CAPÍTULO 36 LOS HERMANOS ENFERMOS

CAPÍTULO 36
LOS HERMANOS ENFERMOS

 Ante todo y por encima de todo lo demás, ha de cuidarse de los enfermos, de tal manera que se les sirva como a Cristo en persona, 2 porque él mismo dijo: «Estuve enfermo, y me visitasteis»; 3 y: «Lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis». 4 Pero piensen también los enfermos, por su parte, que se les sirve así en honor a Dios, y no sean impertinentes por sus exigencias caprichosas con los hermanos que les asisten. 5 Aunque también a éstos deben soportarles con paciencia, porque con ellos se consigue un premio mayor. 6 Por eso ha de tener el abad suma atención, para que no padezcan negligencia alguna. 7 Se destinará un lugar especial para los hermanos enfermos, y un enfermero temeroso de Dios, diligente y solícito. 8 Cuantas veces sea necesario, se les concederá la posibilidad de bañarse; pero a los que están sanos, y particularmente a los jóvenes, se les permitirá más raramente. 9 Asimismo, los enfermos muy débiles podrán tomar carne, para que se repongan; pero, cuando ya hayan convalecido, todos deben abstenerse de comer carne, como es costumbre. 10 Ponga el abad sumo empeño en que los enfermos no queden desatendidos por los mayordomos y enfermeros, pues sobre él recae la responsabilidad de toda falta cometida por sus discípulos. 
    

La salud y la enfermedad, la juventud y la vejez, la vida y la muerte, no son conceptos antitéticos como nos puede parecer a primera vista, sino que ellos conforman nuestra existencia. La sociedad actual, que tanto valora las ideas de éxito, de belleza de poder y de tantas otras semejantes en su carácter temporal, tiene la tendencia a esconder o a obviar todo aquello que nos enturbié una imagen pensada como idílica de nuestra vida, cuando de hecho no lo es, ya sea irreal e incompleta. El joven de hoy es el viejo de mañana, el sano de hoy es el enfermo de mañana, y no hay nada tan cierto como que si hemos nacido, hemos de morir.

Esto sirve para toda la humanidad. En cuanto se refiere a nosotros como monjes, debemos vivirlo de una manera determinada, porque Cristo, que muriendo y resucitando ha vencido a la muerte, es el centro de nuestra vida y punto referente, lo cual debemos tenerlo presente en todas las etapas de nuestra vida: en la que calificamos de buenas y en las adjetivamos como malas. Mientras nuestra sociedad busca esconder ciertas realidades que no le agradan, nosotros convivimos con nuestros ancianos, y cuando nos llega la muerte no la escondemos, al contrario, la tenemos como algo que es para todo creyente: el paso de la vida terrena a la vida plena y verdadera, la que nos ofrece el mismo Cristo.

Ante la enfermedad, la vejez o la muerte ya hemos visto a muchos hermanos nuestros, seguramente también a familiares o amigos. Hay actitudes diferentes, como diversas son nuestras vidas. La serenidad confiada de unos nos sirve de modelo; la angustia no disimilada de otros debe ser para nosotros causa de compasión y de comunión fraterna con el que sufre. A lo largo de nuestra vida podemos elegir ciertas cosas, pero ante la enfermedad, la vejez o la muerte, es Dios quien dispone, nosotros no escogemos.

Esta semana la prensa recogía la celebración mundial contra el cáncer, una de las enfermedades más extendidas en nuestra sociedad. Algunos de los testimonios hablaban de las preguntas que surgían ante la noticia de esta enfermedad, cuando el paciente escucha de boca del médico el diagnóstico y el anuncio del proceso médico subsiguiente. Es un momento clave, que marca un antes y un después en la vida del protagonista. Y esto es solo un ejemplo porque lo mismo puede servir para otras circunstancias similares, sea la enfermedad que sea, o la degeneración que nos lleva a la vejez.

No es fácil controlar las reacciones ni los sentimientos, pero no deberíamos olvidar que en nuestra vida el centro es Cristo, y esto por un lado nos ha de dar una confianza, lo que no quiere decir resignados, y, sobre todo, ser esperanzados. Parece que san Benito ya lo tenía presente todo esto, pues en este capítulo nos habla de los enfermos y de los hermanos que nos rodean, de toda la comunidad, pero de manera especial de quienes tienen necesidad de un cuidado especial. Recomienda servirlos como al mismo Cristo, con paciencia; y al enfermo les pide también ser pacientes, no ser exigentes, no contristar, y esto tanto para quienes tienen enfermedades físicas, como psicológicas o espirituales.

San Benito nos pone en el lugar de los enfermos y de quienes tiene el cuidado de ellos, directa o indirectamente, pues sabe bien que los papeles son intercambiables y pueden ir de uno a otro sin anuncios previos. La enfermedad vivida desde la fe, vivida en comunidad, debería ser una referencia, un toque de atención acerca de como vive estas situaciones el resto de la sociedad; bien con familiares o amigos volcados en una atención y soporte, bien dejando al anciano o enfermo en un abandono deseado o inconsciente.

En nuestra comunidad contemplamos a quien se esfuerza por superar sus limitaciones físicas, propias de la edad o de la enfermedad, para no abandonar la vida comunitaria en la medida de sus posibilidades. Todos tenemos presentes a hermanos nuestros, hoy o ayer, asistiendo a la totalidad del Oficio Divino, incluso siendo los primeros en llegar a coro, trabajando tanto como dan de sí las fuerzas, y siendo todo un ejemplo. Porque tentados a menudo de despreciar un aspecto u otro de nuestra vida diaria, en razón de una enfermedad, que puede ser en parte de aspecto psicosomático, la tentación procura apartarnos de nuestra vida plena. Cada uno sabe, si eso tiene una fuerza determinante, o si podría hacer algo más para rechazar la tentación: pero siempre es enriquecedor ver como, por ejemplo, algunos hermanos nuestros mayores, son fieles en la asistencia a Maitines; para ellos es como acudir a la fuente de donde brota la energía que les permite sostener su vida espiritual a un buen ritmo.

La enfermedad, la vejez, la pérdida de fuerzas, por la edad u otros motivos, viene, de este modo, a ser una parte de la riqueza de la vida monástica, y en este capítulo vemos como san Benito nos habla de todo esto. Aquí sí que el paso de la teoría a la práctica es fácil: servir o acompañar a los hermanos enfermos, a nuestros mismos familiares… Dios nos lo tiene reservado para un momento u otro de nuestra vida, porque en este tema no hay excepciones; cualquiera de nosotros puede tener necesidad de atención o de atender; de estar en la cama de un hospital, o de estar atendiendo a quien sufre la enfermedad.

En cualquiera situación, miremos a Cristo, pues él, siervo sufriente, sabe estar al lado de los enfermos, con paciencia, con compasión, y sobre todo con amor. Es preciso dar las gracias a nuestros hermanos que tienen cuidado de los enfermos, con eficacia y paciencia, diligentes, solícitos y temerosos de Dios; y también de darlas a los hermanos que en medio de limitaciones propias de la edad o de la enfermedad, son capaces de no entristecer-nos, de ser, para nosotros un modelo y un estímulo para superar cualquier tentación que nos pueda asaltar. 

Como nos dice san Clemente en su Carta a los cristianos de Corinto, cortando de raíz todo resentimiento y envidia: “la necesidad de agradar a Dios omnipotente, viviendo piadosamente en la justicia, en la verdad, en la generosidad, manteniendo la concordia con el perdón de las ofensas, la caridad, la paz y una equidad asidua… con espíritu de humildad hacia Dios, Padre y Creador, y hacia todos los hombres”.