domingo, 26 de diciembre de 2021

CAPÍTULO 72, DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES

 

CAPÍTULO 72

DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES

Si hay un celo malo y amargo que separa de Dios y con. doce al infierno, 2 hay también un celo bueno que aparta de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. 3 Este es el celo que los monjes deben practicar con el amor más ardiente; es decir: 4 «Se anticiparán unos a otros en las señales de honor»: 5 Se tolerarán con suma paciencia sus debilidades tanto físicas como morales. 6 Se emularán en obedecerse unos a otros. 7 Nadie buscará lo que juzgue útil para sí, sino, más bien, para los otros. 8 Se entregarán desinteresadamente al amor fraterno. 9 Temerán a Dios con amor. 10 Amarán a su abad con amor sincero y sumiso. 11 Nada absolutamente antepondrán a Cristo; 12 y que él nos lleve a todos juntos a la vida eterna.

Vuestro celo ha estimulado a muchos de ellos” escribe san Pablo a los cristianos de Corinto (2Cor 9,2)

Hay un celo que nace de la amargura y que, alejando de Dios, acaba por llevar al infierno; es aquel celo que nace de afectos impropios de la vida de un monje, crea dependencias interpersonales que están fuera de lugar en una vida comunitaria. Pero el celo, por sí mismo, no es malo intrínsecamente, pues hay un celo bueno que aleja de los vicios y lleva a Dios, como vemos en la comunicación de san Pablo a los corintios. Todo depende de lo que motiva este celo; así mismo, san Pablo, declara a los filipenses que el celo por su religión le había llevado a él a perseguir a la Iglesia, pero este no era agradable a los ojos de Dios, no se centraba en Cristo.

En los textos que nos propone la liturgia en la solemnidad del Nacimiento de nuestro Señor, aparecen dos figuras como ejemplo de buen celo: José y María, llamados de distinta manera al seguimiento de Cristo, a hacer la voluntad del Padre. Pero es Cristo mismo el modelo de buen celo y de obediencia al hacerse hombre para salvar a los hombres. El buen celo, como el de José y María, no cae en excesos, no se deriva del afán de imponer a lo otros el que puede entenderse por perfección, partiendo desde la falsa sensación de seguridad de creernos haber cumplido todo deber, ni de ímpetus inconsiderados o violentos, sino del amor de Dios, que es puro y humilde. San Benito los reduce a tres formas el buen celo del monje en relación con los hermanos: respeto, paciencia y prontitud en el servicio.

La primera manera de practicar el buen celo es el mutuo respeto; ”que se avancen a honorarse unos a otros” (72,4) en referencia directa a Rom 12,10: Amaos con afecto, como hermanos, avanzaos a honraros unos a otros”. Si creemos que el respeto se opone a la libre expansión de los afectos no sabemos ver que el respeto es la salvaguardia del amor.

Escribe Dom Columbano Marmión en su obra “Jesucristo ideal del monje”: somos personas consagradas a Dios; es la primera fuente del mutuo amor. Hemos de amar como Jesucristo amaba a sus discípulos, que cuanto más próximos a Él más lo estaban con respecto al Padre”

La caridad fraterna no debe degenerar en amistades particulares, porque la familiaridad excesiva lejos de reforzar los lazos de afecto, los destruye, lejos de unir a la comunidad, la divide, pues en lugar de reforzar lazos los destruye. Hemos de amarnos como dice san Benito:  “con un amor ferventísimo” (RB,2,3). Tenemos un reflejo formal en la manera de llamarse: “que no se permita llamar al otro solamente por su nombre” (Rb 63,11), sino que los jóvenes respetarán a los ancianos por su edad y determina las palabras a utilizar en el trato (RB 63,12-13). Nunca un afecto particular nos debe apartar de la centralidad del amor de Cristo. Esto no supone amarse de una manera abstracta, sino siendo Jesucristo, siempre, nuestro modelo, el cual también tenía sus amistades: sus amigos de Betania…Ante la tumba de Lázaro no pudo contener las lágrimas, haciendo exclamar: “Mirad como le amaba” (Jn 11,36)

La segunda manera del celo es la paciencia recíproca: “que se soporten unos a otros sus debilidades, tanto físicas como morales” (72,5). Nadie está exento de defectos. Extrañarse de las debilidades de los otros demuestra poca madurez espiritual, e inquietarse por ésta nos muestra nuestra propia imperfección. Nuestras debilidades pueden acentuarse por hábitos inadecuados, o con la misma vejez, y pueden dar lugar a antipatías, incluso, en ocasiones, con la mera presencia. ¿Cómo superar estos obstáculos?, ¿cómo impedir que se manifieste este disgusto incluso exteriormente?  Sólo el amor y la caridad ardiente puede hacer posible el vencer nuestra limitada naturaleza y amar a nuestros hermanos como son. Así Dios nos ama a nosotros. Tal como somos, con nuestras cualidades particulares, como con nuestras debilidades y defectos de fábrica. San Benito nos da ejemplo de esta paciencia cuando dice que el abad “no debe dejar crecer los vicios, sino desterrarlos prudentemente y con caridad según conviene a cada uno” (64,14)

La tercera manera es la consecuencia directa del respeto y la paciencia, cuando san Benito añade “que ninguno busque aquello que le parece útil para él, sino más bien el que lo sea para los demás, y que practiquen desinteresadamente la caridad fraterna”  (72,7-9)

Es una referencia directa al consejo del Apóstol a los gálatas: “por amor haceos siervos unos de los otros (5,13), y a los cristianos de Roma les dice: “Más bien que cada uno mire de complacer a los demás y procurar el bien de ellos, para edificar la comunidad” (15,2).

No se trata aquí de dar o recibir órdenes, propiamente dichas, ni de atender peticiones contrarias a la Regla o anteponer mandamientos particulares, como dice san Benito en el capítulo precedente (71,3), sino de aquellos pequeños servicios de los que tenga necesidad el otro o el conjunto de la comunidad. Es lo que dice el Apóstol a los filipenses: “que cada uno no mire por él sino que procure por los demás. (2,4). Pensar, primero en el otro es una señal clara de caridad, pues para obrar así, y no una vez, sino siempre y en todas las circunstancias, sin distinción de personas es amar verdaderamente a Dios.

Para san Benito el verdadero celo nace del amor a Cristo. Cuando nos dice la manera como el buen celo debe manifestarse a los hermanos, como resumiendo viene a decir: “que teman a Dios con amor, que amen a su abad con afecto sincero y humilde; que no antepongan nada, absolutamente, al Cristo, el cual nos lleve todos juntos a la vida eterna”.

El amor a cristo es la fuente del buen celo. Decía el Papa Benedicto XVI: “De este padre del monacato occidental -san Benito- conocemos el consejo dejado a los monjes en su Regla: no anteponer nada al amor de Cristo (4,21). Al inicio de mi servicio como sucesor de Pedro pido a san Benito que me ayude a mantener con firmeza a Cristo en el centro de mi existencia. Que en nuestros pensamientos y en todas las actividades siempre se halle Cristo en el primer lugar”  (Audiencia General 27 Abril de 2005).

 

  

domingo, 19 de diciembre de 2021

CAPÍTULO 65, EL PRIOR DEL MONASTERIO

 

CAPÍTULO 65

EL PRIOR DEL MONASTERIO

 

Ocurre con frecuencia que por la institución del prior se originan graves escándalos en los monasterios. 2 Porque hay algunos que se hinchan de un maligno espíritu de soberbia, y, creyéndose segundos abades, usurpan el poder, fomentan conflictos y crean la disensión en las comunidades, 2 especialmente en aquellos monasterios en los que el prior ha sido ordenado por el mismo obispo y por los mismos abades que ordenan al abad. 4 Fácilmente se puede comprender lo absurdo que resulta todo esto cuando desde el comienzo su misma institución como prior es la causa de su engreimiento, 5 porque le sugiere el pensamiento de que está exento de la autoridad del abad, 6 diciéndose a sí mismo: «Tú también has sido ordenado por los mismos que ordenaron al abad». 7 De aquí nacen envidias, altercados, calumnias, rivalidades, discordias desórdenes. 8 Y así, mientras el abad y el prior sostienen criterios opuestos, es inevitable que peligren las almas por semejante discordia 9 y que sus subordinados vayan hacia su perdición, adulando a una parte o a la otra. 10 La responsabilidad de esta peligrosa desgracia recae, en primer término, sobre los que la provocaron, como autores de tan gran desorden. 11 Por eso, nosotros hemos creído oportuno, para mantener la paz y la caridad, que el abad determine con su criterio la organización de su propio monasterio. 12 Y, si es posible, organice por medio de los decanos, como anteriormente lo hemos establecido, todos los servicios del monasterio, 13 pues, siendo varios los encargados, ninguno se engreirá. 14 Si el lugar exige, y la comunidad lo pide razonablemente con humildad, y el abad lo cree conveniente, el mismo abad instituirá a su prior con el consejo de los hermanos temerosos de Dios. 16 Este prior, sin embargo, ejecutará respetuosamente lo que el abad le ordene, y nunca hará nada contra la voluntad o el mandato del abad, 17 pues cuanto más encumbrado esté sobre los demás, con mayor celo debe observar las prescripciones de la regla. 18 Si el prior resulta ser un relajado, o se ensoberbece alucinado por su propia hinchazón, o se comprueba que menosprecia la regla, será amonestado verbalmente hasta cuatro veces. 19 Si no se enmendare, se le aplicarán las sanciones que establece la regla. 20 Y, si no se corrige, se le destituirá de su cargo de prior y en su lugar se pondrá a otro que sea digno. 21 Pero, si después no se mantiene dentro de la comunidad tranquilo en la obediencia, sea incluso expulsado del monasterio. 22 Mas piense el abad que rendirá cuentas a Dios de todas sus disposiciones, no sea que deje abrasar su alma por la pasión de la envidia o de los celos.

 

Envidias, riñas, calumnias, celos, discordias, no parecen propio de monjes, ni de cristianos, y pueden hacer peligrar las almas y llevar hacia la perdición. La raíz está en el vicio, en el orgullo, el menosprecio de la Regla. San Benito sabe de las debilidades humanas, y que todo esto puede ser posible si no cuidamos nuestra salud espiritual. Y para esto debemos seguir el ritmo diario que nos marca san Benito: plegaria, trabajo, lectura, descanso. Casa cosa en su momento, pues cada una tiene su espacio y su tiempo en la jornada monástica. Si menospreciamos alguno de estos aspectos podemos acabar en el vicio de la murmuración que está al servicio de la discordia. Es un peligro en toda comunidad, por lo que debemos ser conscientes y no bajar la guardia. Porque ya no es que el prior se considere un segundo abad, sino que podemos caer en la tentación de creernos unos segundos cocinemos, u hospederos, o liturgistas…

Siempre tenemos la tentación de criticar, o quizás de murmurar sobre lo que hacen los otros, y como lo hacen, y lo hacemos faltando a la caridad. Para alejarnos de este peligro debemos mantener el ritmo que nos marca cada día la Regla, y hacer cada cosa en su momento, hacerlo poniendo nuestros cinco sentidos, o, como dice san Benito, cumpliendo con respeto lo que se nos encomienda, no sea que mirando a quien lo hace mal, acabemos por descuidar o hacer mal lo que tenemos encomendado.

Es lo que la Regla establece al hablar de los decanos del monasterio, pues de este modo si encomienda a cada uno una tarea, ninguno puede enorgullecerse, y todos tienen su responsabilidad. Esta corresponsabilidad se ha de basar en la disponibilidad y la subsidiaridad que es uno de los principios básicos de la doctrina social de la Iglesia. Esto no quiere decir que nada del monasterio nos sea ajeno, sino que tenemos en una parte una responsabilidad más grande que los demás.

En tiempos de san Benito la relación Abad y Prior venía viciada por el mismo origen, por esto hace culpables a los responsables de semejante desorden. Hoy las circunstancias son diferentes, pero es bien cierto que cualquiera de nosotros puede caer en la tentación del orgullo y la vanagloria.

“No olvidemos que el verdadero poder es el servicio”, afirmaba el Papa Francesc el 19 de Marzo de 2013, en la Misa inaugural de su Pontificado. Y no olvidemos tampoco, como nos dice san Benito, refiriéndose al abad, que hemos de dar cuenta a Dios de nuestras determinaciones, y que debemos evitar que nuestra alma se queme por la envidia o los celos.

El don de la unidad es un don precioso en una comunidad y en toda la Iglesia. Lo expresa muy bien san Pablo:

“Vosotros formáis el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro. En la Iglesia, Dios ha puesto en primer lugar, apóstoles; en segundo, profetes; en tercer lugar, maestros; después lo que tienen poder de hacer milagros, después quienes tienen el don de curar de ayudar a otros, de guiarlos, de hablar en lenguas. ¿Son todos apóstoles?, ¿o todos profetas?, ¿o todos maestros?, ¿todos hacen milagros?, ¿tienen todos el don de curación?, ¿todos hablan en lenguas?, o ¿todos las saben interpretar?”  (1Cor 12,27-30)

Si todos nos creemos apóstoles, o profetas o maestros, entonces actúa en nosotros la soberbia, porque también la comunidad es como un cuerpo humano, en donde el pie no puede ir en dirección contraria al otro, o la mano sentirse ajenas al resto del cuerpo; cada elemento está al servicio del otro, y cada uno es servido por los otros.

Querer hacer lo nuestro puede llevar a paralizar el resto del cuerpo. Recordemos que san Benito nos dice en el capítulo que habla del buen celo que no antepongamos absolutamente nada a Cristo, que nos ha de llevar juntos a la vida eterna. (cf. RB 72, 11-12)

Estos son los dos grandes principios de la vida de monje: Cristo como centro y la vida eterna como objetivo. Si Cristo es el modelo y la vida eterna es la meta, no debe haber lugar para las discordias; pero no podremos avanzar hacia esa vida eterna cargados con las piedras de la envidia, calumnia, celos o desorden…

El seguimiento de Cristo no es un viaje cómodo a recorrer por un camino plano. Surgen momentos de desánimo, pues también muchos discípulos suyos se volvieron atrás y dejaron a Jesús, hasta el punto que preguntó a los Doce: ¿También vosotros queréis marchar? (cf. Jn 6,67)

En palabras de san Juan Pablo II:

“La meta última del seguimiento es la gloria. El camino consiste en la imitación de Cristo, que vivió en el amor y murió por amor en la Cruz. El discípulo “ha de entrar en Cristo con todo su ser, ha de apropiarse y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la redención para encontrarse a sí mismo” (Redemptor hominis) Cristo ha de entrar en el yo para liberarlo del egoísmo y del orgullo. Como dice san Ambrosio: que Cristo entre en tu alma y Jesús habite en tus pensamientos, para cerrar todos los espacios al pecado y en tienda sagrada de la virtud (Coment. al Sal 118,26)”  (Audiencia General 6 de Septiembre de 2000)

En esta escuela del servicio de la caridad que ha de ser el monasterio, es preciso priorizar la voluntad de Dios por encima de la nuestra, y que la única luz que ilumine nuestro camino sea la que enciende la Palabra de Dios en nuestros corazones.

 






 





 
 
 
 
  

 
   
 


  

 
 
 


 

 

 
$
 


 
 
 

 
 
 




 



 
 



 + !
 
 

 

 
 
&
&

 

 

 
 
 


  

 
 

 

 
 


 
 

 

 
!

 
 
!


 

 
 
 
 

 

 

domingo, 12 de diciembre de 2021

CAPÍTULO 58, LA ADMISIÓN DE LOS HERMANOS

 

CAPÍTULO 58

LA ADMISIÓN DE LOS HERMANOS

Cuando alguien llega por primera vez para abrazar la vida monástica, no debe ser admitido fácilmente. 2 Porque dice el apóstol: «Someted a prueba los espíritus, para ver si vienen de Dios». 3 Por eso, cuando el que ha llegado persevera llamando y después de cuatro o cinco días parece que soporta con paciencia las injurias que se le hacen y las dificultades que se ]e ponen para entrar y sigue insistiendo en su petición, 4 debe concedérsele el ingreso, y pasará unos pocos días en la hospedería. 5 Luego se le llevará al lugar de los novicios, donde han de estudiar, comer y dormir. 6 Se les asignará un anciano apto para ganar las almas, que velará por ellos con la máxima atención. 7 Se observará cuidadosamente si de veras busca a Dios, si pone todo su celo en la obra de Dios, en la obediencia y en las humillaciones. 8 Díganle de antemano todas las cosas duras y ásperas a través de las cuales se llega a Dios. 9 Si promete perseverar, al cabo de dos meses, se le debe leer esta regla íntegramente 10 y decirle: «Esta es la ley bajo la cual pretendes servir; si eres capaz de observarla, entra; pero, si no, márchate libremente». 11 Si todavía se mantiene firme, llévenle al noviciado y sigan probando hasta dónde llega su paciencia. Al cabo de seis meses léanle otra vez la regla, para que se entere bien a qué entra en el monasterio. 13 Si aún se mantiene firme, pasados otros cuatro meses, vuélvase a leerle de nuevo la regla. 14 Y si, después de haberlo deliberado consigo mismo, promete cumplirlo todo y observar cuanto se le mande, sea entonces admitido en el seno de la comunidad; 15 pero sepa que, conforme lo establece la regla, a partir de ese día ya no le es licito salir del monasterio, 16 ni liberarse del yugo de una regla que, después de tan prolongada deliberación, pudo rehusar o aceptar. 17 El que va a ser admitido, prometa delante de todos en el oratorio perseverancia, conversión de costumbres y obediencia 18 ante Dios y sus santos, para que, si alguna vez cambiara de conducta, sepa que ha de ser juzgado por Aquel de quien se burla. 19 De esta promesa redactará un documento en nombre de los santos cuyas reliquias se encuentran allí y del abad que está presente. 20 Este documento lo escribirá de su mano, y, si no sabe escribir, pedirá a otro que lo haga por él, trazando el novicio una señal, y la depositará con sus propias manos sobre el altar. 21 Una vez depositado, el mismo novicio entonará a continuación este verso: «Recíbeme, Señor, según tu palabra, y viviré; no permitas que vea frustrada mi esperanza». 22 Este verso lo repetirá tres veces toda la comunidad, añadiendo Gloria Patri. 23 Póstrese entonces el hermano a los pies de cada uno para que oren por él; y ya desde ese día debe ser considerado como miembro de la comunidad. 24 Si posee bienes, antes ha debido distribuirlos a los pobres o, haciendo una donación en la debida forma, cederlos al monasterio, sin reservarse nada para sí mismo. 25 Porque sabe muy bien que, a partir de ese momento, no ha de tener potestad alguna ni siquiera sobre su propio cuerpo. 26 Inmediatamente después le despojarán en el oratorio de las propias prendas que vestía y le pondrán las del monasterio. 27 La ropa que le quitaron se guardará en la ropería, 28 para que, si algún día por sugestión del demonio con- 113 sintiere en salir del monasterio, Dios no lo permita, entonces, despojado de las ropas del monasterio, sea despedido. 29 Pero no le entreguen el documento que el abad tomó de encima del altar, porque debe conservarse en el monasterio.

 

El capítulo 58 es un texto que tenemos muy presente en los primeros años de vida monástica, especialmente durante el postulantado y el noviciado, en el periodo en que se nos dice de antemano las cosas duras y ásperas por las cuales se va a Dios. Pero quizás lo olvidamos después de la profesión solemne, lo que no debería ser así, porque perder el fervor primero, o pensar que una vez firmada la cédula de la profesión solemne ya hemos obtenido una especie de título o diploma de monje, sería erróneo. La verdadera profesión solemne la hacemos cuando llegamos delante del Padre, pues antes es avanzar hacia el Señor de acuerdo a su voluntad o debería ser así. Al final del camino está la vida eterna, lo cual no debe ser motivo de angustia, sino lo contrario de alegría, en la certeza de que al final nos espera el Padre de la misericordia.

Nosotros proponemos, pero es Dios quien dispone; nosotros hacemos planes, pero es Dios quien decide de acuerdo a su conveniencia, pero si pensamos que Dios es amor no debemos inquietarnos. Quizás nos planteamos el monasterio como un camino de paz y la paz que encontramos es muy diferente; o encontrar en el monasterio un determinado camino o servicio, y la realidad viene a ser diferente… pues la voluntad de Dios va por otros caminos. El Señor espera que nos dejemos en sus manos con plena confianza. Esta es la realidad, lo que debería llevarnos a dejarnos en las manos del Señor, no eludiendo dificultades o responsabilidades, pues no somos nosotros quienes debemos señalar a Dios lo que tiene que hacer.

Obrar de otra manera es venir a ser como el rico del Evangelio: “Insensato, esta noche te reclamarán la vida, y lo acumulado ¿de quién será? Así pasa a quien reúne tesoros para sí y no para Dios”. (Lc 12,20) O como el fariseo que oraba: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los oros hombres, ni como este publicano… (Lc 18,11), pues entonces será cierto que no somos como el publicano, sino mucho peores.

Este capítulo 58 y toda la Regla nos invita a acercarnos al Señor con el espíritu del publicano en el templo, y diciendo: “Dios mío se propicio que soy un pecador”. (Lc 18,13) Es este el sentido último de la expresión “vivir como monje”, es decir vivir para Cristo. Nunca desaparecen las tentaciones de desear otras cosas, de hacer lo nuestro; pero la Regla es el instrumento que nos debe ayudar a vencer la tentación y ser la ley bajo la cual queremos militar.

Nuestra salud monástica nos la sugiere san Benito al explicitar lo que muestra si buscamos a Dios de verdad, si tenemos un celo por el Oficio Divino, la obediencia y las humillaciones.

El celo por el Oficio Divino se mide en la asistencia y puntualidad, si estamos con los cinco sentidos en el Oficio, si caer en tentaciones de mirar quien entra… Explican de san Bernardo que no sabía cuantas ventanas tenía el refectorio de Claravall, pues estaba absorto en la lectura. La obediencia y las humillaciones no son tan fáciles de cuantificar, pues podemos tomar por humillación cualquier cosa que altere nuestros planes, que dificulta la imposición de nuestra voluntad.

Paciencia y perseverancia no son solamente los elementos a tener presente durante el postulantado o noviciado, sino a lo largo de nuestra vida de monjes. “La paciencia todo lo alcanza” escribía santa Teresa, lo cual es cierto, como lo comprobamos con las impaciencias que nos consumen cuando un hermano u hoste no ocupa su lugar en refectorio, o el silencio en el Oficio se hace largo…. Ya dice san Benito que participamos en la paciencia de Cristo con los sufrimientos.

Como dice la Declaración del Capítulo del Orden Cisterciense del año 2000; “ejercitarnos en la paciencia nos ayuda a soportar las enfermedades del cuerpo y del alma, las debilidades de nuestras facultades y el peso de la vida comunitaria. (nº 66)

 

domingo, 28 de noviembre de 2021

CAPÍTULO 46, LOS QUE INCURREN EN OTRAS FALTAS

 

CAPÍTULO 46

LOS QUE INCURREN EN OTRAS FALTAS

Si alguien, mientras está trabajando en cualquier ocupación en la cocina, en la despensa, en el servicio, en la panadería, en la huerta, en un oficio personal o donde sea, comete alguna falta, 2 o rompe o pierde algo, o cae en alguna otra falta, 3 y no se presenta en seguida ante el abad y la comunidad para hacer él mismo espontáneamente una satisfacción y confesar su falta, 4 si la cosa se sabe por otro, será sometido a una penitencia más severa. 5 Pero, si se trata de un pecado oculto del alma, lo manifestará solamente al abad o a los ancianos espirituales 6 que son capaces de curar sus propias heridas y las ajenas, pero no descubrirlas y publicarlas.

Leemos en san León Magno: “entiende bien cuál debe ser tu conducta y el premio que se te promete. El que es la misericordia quiere que seas misericordioso; el que es la justicia que seas justo, porque el Creador quiere verse reflejado en su criatura, y Dios quiere ver reproducida su imagen en el espejo del corazón humano, mediante la imitación que tú llevas a cabo de las obras divinas” (Sermón sobre las Bienaventuranzas).

Esta imagen de Dios que llevamos dentro la desfiguramos cuando pecamos, dejando de ser justos y misericordiosos.

Parece que san Benito establece una graduación de nuestras culpas, que son siempre fruto de nuestras debilidades físicas o morales, y aunque hay fallos muy graves y graves, lo más habitual es que caigamos en faltas leves, pequeñas cosas, que de alguna manera nos alejan de Dios.

Este sentirse siempre en presencia de Dios, de lo que nos habla san Benito, es preciso mantenerlo en todo lugar y estar atentos a no cometer ninguna falta. Inevitablemente las cometemos, y entonces es importante reconocerlo y dar satisfacción; no se trata de una especie de humillación pública, como el ser conscientes de la falta, paso ineludible e imprescindible para un propósito de enmienda y seguir avanzado hacia Cristo. San Benito destaca la espontaneidad del reconocimiento de la falta, superando la tentación de esconderla, o de atribuirla a otro.

Errar es humano, reconocerlo es profundamente cristiano. Pero es positivo reconocerlo para rectificar, para no caer en la tentación de preocuparnos por mantener nuestra imagen idealizada y acabar por ser intolerables a cualquier crítica o desaprobación. La clave es reconocer nuestro fallo y no esperar a que lo descubra otro, pues así mostramos que no desesperamos de la misericordia de Dios.

San Benito hace distinciones, pues hay faltas y faltas; algunas afectan al secreto del alma, que nos provocan heridas que no se curan haciéndolas públicas, sino con una ayuda espiritual. Es preciso ser prudentes en cuanto a descubrir las faltas de otros, no sea que nos lleve a sentirnos superiores, a la vez que nos negamos a hacernos responsables de nuestros propios errores.

No debemos perder de vista que lo que buscamos reconociendo una falta propia, o descubriendo la del hermano puede ser un buscarnos a nosotros mismos: destacar nuestras cualidades, una visión idealizada de nuestra persona, pensando en merecer un trato especial que nos hacemos a nuestra medida, y que en la práctica nos lleva a censurar, difundir, las faltas de los otros, y a disimular las propias.

Lo que debemos buscar es avanzar más y más hacia Dios, mirar de recuperar la imagen divina que hay en nosotros, y que olvidamos de cuidar. No podemos descansar de Dios si queremos que nuestra vida de cristianos, de seguidores de Cristo, sea auténtica. Es lo que nos sugiere san Benito. Siempre somos seguidores imperfectos de Cristo, nos debemos mirar en él, y siempre atentos a curar tanto las heridas propias como las de los otros.

Iniciamos hoy el tiempo litúrgico de Adviento como preparación a la celebración del Nacimiento del Hijo de Dios. El hecho de la Encarnación de Dios que se hace hombre nos muestra el realismo del amor de Dios. El obrar de Dios, en efecto, no se limita a las palabras, sino que se sumerge en nuestra historia y asume la limitación y el peso de la vida humana.

El Hijo de Dios se hizo verdaderamente, nació de la Virgen María en un tiempo y espacio determinado, creció en una familia concreta, formó un grupo de discípulos para continuar su misión, y acabó su camino aquí en la Tierra en la cruz. Esta manera de obrar de Dios es el modelo para preguntarnos sobre la realidad de nuestra fe, que no debe limitarse al ámbito del pensamiento, de las emociones, de las palabras, sino que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia, tocar nuestra vida diaria y orientarla en la práctica; no podemos vivir una fe de fachada. Dios no se quedó en palabras, sino que nos indicó como vivirla. La fe es un aspecto fundamental que afecto no solos a la mente y al corazón sino a toda nuestra vida. (cfr, Benito XVI, Audiencia General 9, Enero 2013)

Nuestro obrar si somos, si queremos ser realmente imitadores de Cristo, no se ha de limitar a las palabas se ha de concretar en cada momento de nuestra vida. No es fácil, la tentación de ser cristianos en el horario laboral, en hacer vacaciones, descansar de Cristo… Si realmente Cristo es el centro y el objetivo de nuestra vida, si estamos enamorados de Él, lo tendremos siempre presente. Parece una tarea imposible, pero solamente con la ayuda del Espíritu lo podemos hacer posible, en cada momento de nuestra vida, allá donde Dios nos llama en cada etapa del camino hacia Él.

domingo, 21 de noviembre de 2021

CAPÍTULO 39, LA RACIÓN DE COMIDA

 

CAPÍTULO 39

LA RACIÓN DE COMIDA

Creemos que es suficiente en todas las mesas para la comida de cada día, tanto si es a la hora de sexta como a la de nona, con dos manjares cocidos, en atención a la salud de cada uno, 2 para que, si alguien no puede tomar uno, coma del otro. 3 Por lo tanto, todos los hermanos tendrán suficiente con dos manjares cocidos, y, si hubiese allí fruta o legumbres tiernas, añádase un tercero. 4 Bastará para toda la jornada con una libra larga de pan, haya una sola refección, o también comida y cena, 5 Porque, si han de cenar, guardará el mayordomo la tercera parte de esa libra para ponerla en la cena. 6 Cuando el trabajo sea más duro, el abad, si lo juzga conveniente, podrá añadir algo más, 7 con tal de que, ante todo, se excluya cualquier exceso y nunca se indigeste algún monje, 8 porque nada hay tan opuesto a todo cristiano como la glotonería, 9 como dice nuestro Señor: «Andad con cuidado para que no se embote el espíritu con los excesos».10 A los niños pequeños no se les ha de dar la misma cantidad, sino menos que a los mayores, guardando en todo la sobriedad. 11 Por lo demás, todos han de abstenerse. absolutamente de la carne de cuadrúpedos, menos los enfermos muy débiles.

 

Explican que en Tarragona, el Julio de 1936, el primer convento que se quemó fue el de las Clarisas, del paseo Las Palmeras, donde hoy existe un importante hotel. La voz popular explica que una de las monjas, afortunadamente todas salvaron la vida, dijo en plan de queja: “justo, hoy queman el convento, cuando teníamos bacalao en agua para hacerlo mañana”.

Una anécdota que no quiere decir que estas religiosas eran golosas, sino que nos muestra que, a veces, en una comunidad damos importancia a cosas que realmente no la tienen tanto; y quizás es consecuencia de que el ritmo de la vida diaria se torna monótono, y perdemos el horizonte de lo primario, que, en nuestro caso, es seguir a Cristo, y descubrirlo cada día en su Palabra, en la Eucaristía y en los demás.

El tema de las comidas no es primordial, pero, no obstante, san Benito le presta una atención; concretamente, seis capítulos, en los cuales se reflejan también otras ideas fundamentales de la Regla: moderación, igualitarismo asimétrico, alergia a la ociosidad…

San Benito se preocupa que en la mesa se sirva con caridad, que los enfermos, los ancianos y los niños sean atendidos con bondadosa condescendencia, que no falte la lectura, que no se hable en el refectorio, que no se caiga en el exceso de comida o en la embriaguez, que se haga todo a la hora indicada, y con moderación.

El sentido de todo esto en la mente de san Benito no ha cambiado: la lectura, el silencio, la sobriedad… todo continua tan vigente como siempre. No son valores monásticos de ayer, sino de siempre, pues vienen a ser la plasmación de unos valores fundamentales de la Regla como la humildad, la obediencia, el silencio…; en definitiva, la conversión de costumbres.

Venimos al monasterio, siguiendo la llamada de Quien nos ha llamado, por tanto, motivados para hacer su voluntad plasmada en la Regla. No podemos improvisar la norma, queriendo hacer nuestra voluntad. No vivimos nuestra vida obligados, como si viviéramos en una institución penitenciaria, educacional o militar; hemos elegido voluntariamente seguir al Señor en esta comunidad que sigue una Regla, y aquí es donde tenemos nosotros que convertirnos.

Las comidas no son un punto menos de la vida comunitaria; nos lo muestra claramente el elemento arquitectónico: el refectorio. Este marco de las comidas comunitarias, en los monasterios que siguen la regla de san Benito, y todavía más en los cistercienses, deja patente la trascendencia del acto. Y no solo el refectorio, puesto que la estructura del claustro dedica un ala al tema de la comida, pues también encontramos aquí la cocina. Una escenificación de la importancia que san Benito da al mantenimiento del cuerpo, sin excesos, de manera conveniente, como un regalo del Señor que conviene tener en cuenta.

Los orígenes de todo esto lo tenemos expuesto en las Instituciones de Juan Casiano. Asimismo, aparece en sus Colaciones, donde podemos leer:

“Por un lado, debemos tener en cuenta no resbalar por la pendiente de una apetencia voluptuosa en la comida hasta llegar a una relajación que podría ser fatal, Ni anticipar la hora fijada, ni abandonarnos al placer de las comidas extralimitándonos. Pero conviene, por otro lado, tomar alimento y tener el sueño debido en el tiempo establecido, más allá de toda repugnancia que podemos tener. No olvidemos que otro extremo son las tentaciones del enemigo. Pero la caída suele ser más grave por un ayuno inmoderado que por un apetito satisfecho. Porque éste nos puede llevar, con la ayuda de la compunción, a una vida austera, con lo otro es imposible” (Colación XVII)   

Moderación contra el exceso, contención contra la sin medida, como escribe también el mismo Casiano: “En realidad, y apurando un poco las cosas, la naturaleza no exige para la subsistencia nada más que la comida y la bebida cotidianas. Todo lo demás, por mucho que hagamos para obtenerlo y conservarlo, siempre será ajeno a la necesidad, como lo prueba la experiencia de la vida. Pero como eso no es indispensable sino superfluo, tan solo preocupa a los monjes tibios y vacilantes en su vocación; mientras que lo que es verdaderamente natural no deja de ser motivo de tentación, incluso para los monjes más perfectos, aunque su vida transcurra en la soledad del desierto” (Colaciones, VIII)  

 

domingo, 14 de noviembre de 2021

CAPÍTULO 32, LAS HERRAMIENTAS Y OBJETOS DEL MONASTERIO

 

CAPÍTULO 32

LAS HERRAMIENTAS Y OBJETOS DEL MONASTERIO

El abad elegirá a hermanos de cuya vida y costumbres esté seguro para encargarles de los bienes del monasterio en herramientas, vestidos y todos los demás enseres, 2 y se los asignará como él lo juzgue oportuno para guardarlos y recogerlos. 3 Tenga el abad un inventario de todos estos objetos. Porque así, cuando los hermanos se sucedan unos a otros en sus cargos, sabrá qué es lo que entrega y lo que recibe. 4Y, si alguien trata las cosas del monasterio suciamente o con descuido, sea reprendido. 5 Pero, si no se corrige, se le someterá a sanción de regla.

Son una parte de la Regla formada por cuatro capítulos que hacen referencia a temas un poco más mundanos; pero esta impresión es solo una apariencia, porque en todos los aspectos de nuestra vida debe notarse que somos monjes, que seguimos la llamada del Señor. Si se mira desde un aspecto meramente material, nuestra vida es afortunada, pues no nos falta nada necesario, y todo está siempre a punto. Individualmente, es cierto, pero debemos contemplarlo también comunitariamente.

En un monasterio debe haber todo lo necesario, sin necesidad de recurrir al exterior, aunque es difícil de conseguir. Lo tenemos en aquello que es lo más ordinario de la vida de cada día: comida. ropa, huerto, sacristía, cocina, administración…. Cada uno tiene su responsabilidad concreta, y entre todos cubrimos todos los aspectos de la vida a tener en cuenta (cf RB 2,20). Podríamos decir que son herramientas en manos del Señor, de la comunidad.

Todo, siempre, sin hacer acepción de personas, pues sería inconcebible un hospedero que acogiera a sus amigos, un servidor de mesa que atendiese a los preferidos, …

El nexo que debe unir todas estas tareas es la responsabilidad, una responsabilidad compartida y atenta. Lo decía un monje de la comunidad en un reportaje: si lo que hacemos es porque amamos a los otros, no es una carga, sino un servicio elevado, pues en esta línea servimos al Señor.

Como nos enseña san Pablo: “Que cada uno dé lo que ha decidido, no de mala gana ni por fuerza, porque Dios ama al que da con alegría” (2Cor 9,7)

Por esto, es preciso no olvidar el valor que tiene todo esto, la riqueza que significa que entre todos hacemos todo. Tan acostumbrados estamos que, a veces, podemos olvidarlo, lo cual no debería ser motivo de olvido, tampoco para recordarlo y decirlo permanentemente, pero sí para recordarlo en nuestra plegaria, dando gracias por quienes tienen cuidado de nosotros, como lo hacemos en los Laudes de cada domingo, al cambiar los servicios comunitarios.

De tan bien servidos, tenemos el peligro de volvernos exigentes, de devenir, como decía un monje que ya no está entre nosotros, “unos solterones malcriados”. Si lo que  sale para comer no es de mi agrado, pongo mala; si el cantor o el salmista se equivoca se procura hacerlo evidente, con gestos o comentarios… Existe siempre el peligro de caer en lo que Henri de Lubac definía como mundanidad espiritual, ceder al espíritu del mundo, que lleva a actuar para una realización particular, propia, y no para la gloria de Dios (Meditaciones sobre la Iglesia), que viene a ser un ceder a una especie de burguesía del espíritu y de la vida que nos lleva a acomodarnos, pero siendo exigentes para con los otros.

También podemos practicar la queja al revés: si somos nosotros los responsables de proveer, podemos tener la tentación de sentirnos más importantes y con poder. En este sentido podríamos recordar Mt 21,31, que nos habla de los dos hijos enviados a una tarea: uno dice que sí va, pero acaba haciendo el trabajo el otro; el otro dice no para acabar haciendo el trabajo. Y lo que Jesús comenta: “Os aseguro que los publicanos y prostitutas os pasan delante en el camino del Reino”.

Orígenes comenta que el Señor habla en esta parábola a favor de aquellos que ofrecen poco o nada, pero que lo manifiestan con sus actos, y en contra de aquellos que ofrecen mucho y que no hacen nada de lo que ofrecen. (cf Homilía 18 in Mattaeum)

Todos sabemos que en cada comunidad hay gente diversa que ha vivido diversas experiencias en otras situaciones:  unas veces teniendo todo resuelto, otras sufriendo penurias, pero, a veces, unos y otros, en el monasterio pueden ser exigentes o bien agradecidos, pues todo depende de la generosidad del corazón.

Hoy San Benito, en este capítulo nos pide no solo un reconocimiento por todo lo que recibimos, sino una responsabilidad, es decir, practicar unas costumbres que significan que los otros pueden fiarse de nosotros, que sabemos usar y compartir las herramientas, guardarlas y recogerlas; y que si no lo hacemos así merecemos ser castigados. A veces cuesta poco tener cuidado de las cosas, y nos pide más esfuerzo el desatenderlas o utilizarlas deficientemente: una puerta si cerrar, una luz innecesariamente abierta, un coche que utilizamos sin justificación…

Ciertamente no entra todo ello en el capítulo 68, pues no son cosas imposibles de realizar, sino fáciles para llevarlas a cabo, pero tenemos la tentación de demostrar nuestra singularidad, nuestra libertad de modo infantil. Es caer en la debilidad de que habla san Agustín cuando nos dice que el débil es aquel de quien se teme que pueda sucumbir cuando llega la tentación, pues la fortaleza cristiana no es solo hacer el bien, sino resistir al mal (Sermón 46,13)

Todo es de todos, y todos estamos al servicio de todos (RB 33,6)

Esto lo debemos vivir sin turbarnos ni contristarnos, practicando aquel buen celo del que habla en el capítulo 72: avanzando a honrarnos los unos a los otros; soportándonos las debilidades con paciencia, tanto físicas como morales; obedeciendo con emulación los unos a los otros; sin buscar lo que le parece útil a él, sino más bien el que lo sea para los otros, practicando desinteresadamente la caridad fraterna, y no anteponiendo nada, absolutamente, a Cristo. (cf RB 72,4-11)

 

domingo, 7 de noviembre de 2021

CAPÍTULO 25, LAS CULPAS GRAVES

 

CAPÍTULO 25

LAS CULPAS GRAVES

El hermano que haya cometido una falta grave será excluido de la mesa común y también del oratorio. 2Y ningún hermano se acercará a él para hacerle compañía o entablar conversación. 3Que esté completamente solo mientras realiza los trabajos que se le hayan asignado, perseverando en su llanto penitencial y meditando en aquella terrible sentencia del Apóstol que dice: 4 «Este hombre ha sido entregado a la perdición de su cuerpo para que su espíritu se salve el día del Señor». 5Comerá a solas su comida, según la cantidad y a la hora que el abad juzgue convenientes. 6Nadie que se encuentre con él debe bendecirle, ni se bendecirá tampoco la comida que se le da.

La Ley orgánica 10/1995, que recoge el Código Penal del Estado español dice que el Código “ocupa un lugar preeminente en el conjunto del ordenamiento, hasta el punto que no sin razón se ha considerado como una especie de “Constitución negativa”. El Código Penal ha de tutelar los valores y principios básicos de la convivencia social. Un código penal sirve, pues, desde su concepción moderna, para proteger los principios básicos y la convivencia. Hay en la Regla, por asimilación a la idea moderna, un código penal.

San Benito sabe que no somos perfectos, y de ahí sus advertencias a lo largo de la Regla con el Código penal, para evitar los efectos negativos sobre la comunidad.

El Código penal establece que hay culpas graves, menos graves y leves Esto es un hecho tan antiguo como la misma naturaleza humana. En este capítulo nos habla de las faltas graves que obligan a excluir de la vida comunitaria.

¿Cuándo somos culpables?  Nos lo dice el Canon 1321 del Código Canónico:

“Queda sujeto a la pena establecida por una ley o precepto quien la infringe deliberadamente”.

Nosotros para saber cual es nuestra obligación tenemos el Evangelio y la Regla como guías, y de estos textos no podemos argumentar desconocimiento, pues como dice la Regla en el cap. 58, acerca de quien ingresa para ser monje: “Se le ha de leer la Regla entera, y decirle: “Aquí tienes la ley bajo la cual quieres militar; si puedes observarla entra, y si no puedes marcha libremente”  Y también dice el capítulo 56: “queremos que esta Regla se lea a menudo en comunidad, para que ningún hermano pueda alegar desconocerla”.

No podemos decir, pues, que no sabemos a qué nos comprometemos, no podemos alegar ignorancia a las normas que regulan nuestra vida, pues el principio del derecho universal establece que la ignorancia de la ley no es un pretexto para su incumplimiento, pues las normas jurídicas se crean para ser cumplidas, según el principio del derecho romano. Aquí podemos notar la formación jurídica de san Benito en la antigua Roma, una Roma decadente, pero que mantenía los principios jurídicos, que son raíz, hoy, de los nuestros.

La pena por la culpa grave está clara: la excomunión, el apartamento de la vida comunitaria. Ciertamente, somos nosotros quienes nos apartamos en ocasiones, y la razón no es otra que la pereza que nace de nuestro orgullo de sentirnos superiores a los demás.

Todos fallamos, con faltas más o menos graves. Pero en nuestra fragilidad nos erigimos con frecuencia en jueces de nuestros hermanos, con esa arma tan peligrosa de la murmuración. En el fondo detrás de la murmuración se halla nuestra cobardía, al no atrevernos a decir al hermano algo a la cara, por el miedo a ser convencidos de lo contrario, y así optamos por la murmuración y la mentira.

¿Cuántas veces nos alerta san Benito del peligro de la murmuración? Hace servir esta palabra 13 veces a lo largo de la Regla, tres veces más que la palabra “pecado”, o que la palabra “falta”. La murmuración es una falta muy grave, y no por lo habitual de su empleo debemos menospreciarla en su importancia. En la Regla se equipara a la desobediencia, al orgullo y la contumacia, de aquí la importancia de la frase en la Regla: “sobre todo advertimos que se eviten las murmuraciones”

Afirma el Papa Francisco en su catequesis de la Audiencia general:

De hecho, cuando tenemos la tentación de juzgar mal a los demás, debemos reflexionar sobe nuestra fragilidad. ¡Qué fácil es criticar a los otros! Hay gente que parece tener licenciatura en chafardeo. Cada día criticando a los otros. Pero, ¡mírate a ti mismo! Esta bien preguntarnos qué nos impulsa a corregir a un hermano, y si no somos, quizás, corresponsables de su error.

El Espíritu Santo además de darnos la mansedumbre, nos convida a la solidaridad, a llevar el peso de los otros. ¡Cuántos pesos están presentes en la vida de una persona!:  la enfermedad, la falta de trabajo, la soledad, el dolor… ¡Cuántas pruebas que requieren la proximidad y el amor de los hermanos!

Nos pueden ayudar las palabras de san Agustín que comenta este mismo pasaje. ·Por tanto, hermanos, si un hombre está implicado en una falta, corregirlo con espíritu de mansedumbre, y si levantas la voz que hay un amor interior. Tanto si animas, como si te muestras paternal, como si corriges, ama” (Sermón 263/B3) Ama siempre. La regla suprema de la corrección fraterna es el amor, querer el bien de los hermanos. Se trata de tolerar los problemas de los otros, los defectos de los otros, en el silencio, en la plegaria, para, después, encontrar el camino adecuado para ayudarlo a corregirse. Y esto no es fácil. El camino más fácil es la crítica. Descuartizar al otro, como si yo fuera perfecto. No debe ser así. Mansedumbre, paciencia, plegaria proximidad” (Audiencia General, miércoles 3 Noviembre 2021)

Esta parte de la Regla nos puede parecer negativa, hostil, pero es evidente que toda legislación esta condenada al fracaso si no hay sanciones que estimulan a su observancia. San Benito las establece de manera precisa y humana. Necesitamos estar vigilantes para no caer procurando ya huir de las pequeñas faltas: impuntualidad, ausencia del Oficio Divino… que nos pueden llevar a faltas más graves.

A san Benito el Señor le podría decir como al profeta Ezequiel: “Si tu adviertes y ellos no se convierten de su maldad, ni se parta del mal camino, morirá por culpa suya (Ez 3,19). La Regla no hace sino advertirnos, luego está nuestra decisión de escuchar o no. San Benito no nos propone sus ideas. Él, como san Agustín, con nosotros es débil, como nosotros fue de carne, mortal, comía dormía… era simplemente un hombre, pero no buscaba sus intereses personales a través de la Regla, sino los de Jesucristo, y eso mismo es lo que nos pide, eso es l que quiere de nosotros. (Cfr. San Agustín,  Sermón sobre los pastores 46.6-7)

 

domingo, 31 de octubre de 2021

CAPÍTULO 18, ORDENACIÓN DE LA SALMODIA

 

CAPÍTULO 18

ORDENACIÓN DE LA SALMODIA

En primer lugar se ha de comenzar con el verso «Dios mío, ven en mi auxilio; Señor, date prisa en socorrerme», gloria y el himno de cada hora. 2 El domingo a prima se recitarán cuatro secciones del salmo 118. 3 En las restantes horas, es decir, en tercia, sexta y nona, otras tres secciones del mismo salmo 118. 4 En prima del lunes se dirán otros tres salmos: el primero, el segundo y el sexto. 5 Y así, cada día, hasta el domingo, se dicen en prima tres salmos, por su orden, hasta el 19; de suerte que el 9 y el 17 se dividan en dos glorias. 6 De este modo E 26 Abr 29 Jul. 31 Oct. 52 coincidirá que el domingo en las vigilias se comienza siempre por el salmo 20. 7 En tercia, sexta y nona del lunes se dirán las nueve secciones restantes del salmo 118; tres en cada hora. 8 Terminado así el salmo 118 en dos días, o sea, entre el domingo y el lunes, 9 a partir del martes, a tercia, sexta y nona se dicen tres salmos en cada hora, desde el 119 hasta el 127, que son nueve salmos; 10 los cuales se repiten siempre a las mismas horas hasta el domingo, manteniendo todos los días una disposición uniforme de himnos, lecturas y versos. 11 De esta manera, el domingo se comenzará siempre con el salmo 118. 12 Las vísperas se celebrarán cada día cantando cuatro salmos. 13 Los cuales han de comenzar por el 109 hasta el 147, 14 a excepción de los que han de tomarse para otras horas, que son desde el 117 hasta el 127 y desde el 133 hasta el 142. 15 Los restantes se dirán en vísperas. 16Y como así faltan tres salmos, se dividirán los más largos, o sea, el 138, el 143 y el 144. 17 En cambio, el 116, por ser muy corto, se unirá al 115. 18Distribuido así el orden de la salmodia vespertina, todo lo demás, esto es, la lectura, el responsorio, el himno, el verso y el cántico evangélico, se hará tal como antes ha quedado dispuesto. 19 En completas se repetirán todos los días los mismos salmos: el 4, el 90 y el 133. 20Dispuesto el orden de la salmodia para los oficios diurnos, todos los salmos restantes se distribuirán proporcionalmente a lo largo de las siete vigilias nocturnas, 21 dividiéndose los más largos de tal forma, que para cada noche se reserven doce salmos. 22 Pero especialmente queremos dejar claro que, si a alguien no le agradare quizá esta distribución del salterio, puede distribuirlo de otra manera, si así le pareciere mejor, 23 con tal de que en cualquier caso observe la norma de recitar íntegro el salterio de 150 salmos durante cada una de las semanas, de modo que se empiece siempre en las vigilias del domingo por 53 el mismo salmo. 24 Porque los monjes que en el curso de una semana reciten menos de un salterio con los cánticos acostumbrados, mostrarán muy poco fervor en el servicio a que están dedicados 25 cuando podemos leer que nuestros Padres tenían el coraje de hacer en un solo día lo que ojalá nosotros, por nuestra tibieza, realicemos en toda una semana.

 

Del capitulo 18 al 20, la regla trata de la plegaria y la liturgia, inmediatamente después de los capítulos dedicados al fundamento espiritual de la vida del monje: la humildad, el silencio, las buenas obras o la obediencia. Como si éstas fuesen una preparación para la plegaria. San Benito no deja la plegaria al azar, y tampoco establece un esquema cerrado al decirnos: “sobre todo advertimos que si a alguno no le agrada esta distribución de los salmos, lo ordene, si lo cree mejor, de otra forma”. Pero viene a recalcar que “en todo caso observe esto: Que cada semana se recite el Salterio con sus ciento cincuenta salmos, y en las vigilias del domingo se retome siempre por donde se ha comenzado.

Esta no es una idea nueva en el monaquismo. San Pacomio ya lo proponía en monasterios de Egipto, donde se rezaban 24 salmos diarios; distribuidos 12 por la mañana, 12 a la tarde, para llegar a los 150 en una semana. San Benito es más preciso y organiza un esquema para las comunidades, con su habitual sensibilidad, repartiendo los salmos más largos en diversos días, o reuniendo los más cortos.

Este esquema es seguido mayoritariamente en los monasterios durante siglos, y no se ha abandonado por una relajación de costumbres, sino que influyeron factores como las reformas eclesiales del Oficio Divino.

Citamos dos. A inicios del siglo XX, a partir de la Constitución Apostólica Divino Aflatu, sobre el Salterio de san Pio X se propone un nuevo esquema. Para San Pio X es un hecho demostrado que los Salmos, compuestos por inspiración divina, desde los orígenes de la Iglesia, sirvieron admirablemente para fomentar la piedad de los fieles, que ofrecían continuamente a Dios un sacrificio de alabanza. Los Salmos, además tienen una eficacia especial parea suscitar en las almas el deseo de todas las virtudes. En esta distribución establecida en 1911, cada día ya tenía sus propios Salmos, dispuestos en un nuevo Salterio, común para todo el año a excepción de ciertos días de fiesta.

Una nueva reforma del Concilio Vaticano II, a partir de la Constitución Apostólica Laudis Canticum de San Pablo VI, que promulga el Oficio Divino reformado por mandato del Vaticano II, con un esquema que acabará imponiéndose en muchas comunidades, y también en monasterios, en detrimento de la tradición monástica. El Vaticano II, supone todo un impulso considerable para establecer el Oficio Divino como plegaria de toda la Iglesia, como escribe San Pablo VI:

“El Oficio es oración de todo el pueblo de Dios, ha sido dispuesto y preparado de manera que puedan participar no solamente los clérigos, sino también los religiosos y los mismos laicos. (Laudis Canticum, 1)

Si “sobre todo la oración de los Salmos que proclama la acción de Dios en la historia de la salvación, ha de ser recibida con renovado amor por el pueblo de Dios (Laudis Canticum 8), tanto más debe ser para los monjes, un instrumento privilegiado de plegaria.

Nos podríamos preguntar, qué representan los Salmos para cada uno de nosotros, cómo los rezamos o los cantamos… En ocasiones, parece que los salmistas leen palabras sueltas de lo que resulta que quienes escuchan difícilmente captan el sentido de la salmodia. Los Salmos no son para nosotros desconocidos, pues si prestamos atención percibimos que están en las manifestaciones de nuestra vida diaria, en nuestro interior. Son un reflejo de toda la problemática humana.

El Oficio Divino no puede ser un hablar por hablar, sino un hablar con Dios, con el mismo vocabulario que utilizó Cristo, con las mismas palabras que utilizan otras religiones y sobre todo nuestros “hermanos mayores” en palabras de san Juan Pablo II (cfr. Discurso en la Sinagoga de Roma, 13 Abril 1986)

Siempre estamos llamados a profundizar en los Salmos. O estudiando su estructura literaria, o sus autores, su formación o el contexto en que nacieron. También considerando los diferentes sentimientos que manifiestan del espíritu humano: alegría, acción de gracias, amor, ternura, sufrimiento….

Los Salmos, a pesar de haber sido escritos hace muchos siglos, y por creyentes judíos, son asumidos en la plegaria de los discípulos de Cristo. Por ello, los Padres de la Iglesia, convencidos de que en ellos nos habla Cristo, se interesaron de manera especial. No pensaban solo en la persona individual de Jesús, sino en el Cristo total, es decir la Iglesia. Es preciso orar el salterio a la luz del misterio de Cristo; de esta lectura nace su dimensión eclesial, que se pone de manifiesto cuando oramos con los salmos en comunidad, como oración del Pueblo de Dios. Entonces, es imposible dirigirse a Dios, que habita en los cielos sin una auténtica comunión de vida con los hermanos que viven en la tierra. Por todo ello, el Salterio es la fuente y la cima de toda la oración cristiana.

En palabras de san Pablo VI: “la oración cristiana es, sobre todo, oración de toda la familia humana que se asocia en Cristo. En esta plegaria participa cada uno, pero es propia de todo el cuerpo, por eso expresa la voz de la amada Esposa de Cristo, los deseos y votos de todo el pueblo cristiano, las súplicas y peticiones por las necesidades de todos los hombres” (Laudis Canticum, 8)

 

 

 

 

domingo, 24 de octubre de 2021

CAPÍTULO 11, CÓMO HAN DE CELEBRARSE LAS VIGILIAS LOS DOMINGOS

 

CAPÍTULO 11

                CÓMO HAN DE CELEBRARSE LAS VIGILIAS LOS DOMINGOS

Los domingos levántense más temprano para las vigilias. 2 En estas vigilias se mantendrá íntegramente la misma medida; es decir, cantados seis salmos y el verso, tal como quedó dispuesto, sentados todos convenientemente y por orden en los escaños, se leen en el libro, como ya está dicho, cuatro lecciones con sus responsorios. 3 Pero solamente en el cuarto responsorio dirá gloria el que lo cante; y cuando lo comience se levantarán todos con reverencia. 4Después de las lecturas seguirán por orden otros seis salmos con antífonas, como los anteriores, y el verso. 5 A continuación se leen de nuevo otras cuatro lecciones con sus responsorios, de la manera como hemos dicho. 6 Después se dirán tres cánticos de los libros proféticos, los que el abad determine, salmodiándose con aleluya. 7 Dicho también el verso, y después de la bendición del abad, léanse otras cuatro lecturas del Nuevo Testamento de la manera ya establecida. 8 Acabado el cuarto responsorio, el abad entona el himno Te Deum laudamus. 9 Y, al terminarse, lea el mismo abad una lectura del libro de los evangelios, estando todos de pie con respeto y reverencia. 10 Cuando la concluye, respondan todos «Amén», e inmediatamente entonará el abad el himno Te decet laus. Y, una vez dada la bendición, comienzan el oficio de laudes. 11 Esta distribución de las vigilias del domingo debe mantenerse en todo tiempo, sea de invierno o de verano, 12 a no ser que, ¡ojalá no ocurra!, se levanten más tarde, y en ese caso se acortarán algo las lecturas o los responsorios. 13 Pero se pondrá sumo cuidado en que esto no suceda. Y, cuando así fuere, el causante de esta negligencia dará digna satisfacción a Dios en el oratorio.

Escribe san Juan Clímaco en el 19 grado de su Escala espiritual:

Cuando la campana da la señal para la plegaria, el monje que ama a Dios dice: “Bien, bien”.  Y el perezoso, en cambio, suspira: Ay de mí, ay de mí”.

La campana nos convoca cada día para celebrar las vigilias cuando todavía domina la noche, “Mediae noctis tempus est” cantamos en un himno de maitines. Esta plegaria nocturna ha tenido siempre un lugar importante en la liturgia. Fundamentalmente, expresa la espera del Señor que ya vino, que murió en la cruz, fue sepultado y resucitó, que subió al cielo, y que ahora esperamos su vuelta.

Esta hora litúrgica representa la última etapa de la plegaria, que tenía lugar durante la oscuridad, siguiendo el ejemplo del mismo Jesús que se retiraba en la noche para orar, como nos dice san Lucas: “Jesús se fue a la montaña para orar, y pasó toda la noche orando a Dios (Lc 6,12); o san Mateo: “después de despedirlos, subió solo a la montaña para orar” (Mt 14,23

No se sabe bien como está hora litúrgica se configuró en los primeros tiempos del cristianismo, la frecuencia que tenía, o si era una oración privada o comunitaria. Sí, que en la Edad Media, en el mundo monástico viene a ser un momento fuerte del día, en las Iglesias de Roma, Jerusalén, Milán  (López Martín, Julián), La oración de las Horas, p. 185-199).

Poco a poco, se situó en la hora antes del alba, en latín “matuta”, de donde viene el nombre de maitines. Las mismas palabras que han ido definiendo esta plegaria indican una cierta diversidad en su ubicación horaria. Parece que en la tradición benedictina la palabra latina “matutinum” significa un oficio de la mañana o del amanecer, mientras que, en general, en la Iglesia se utiliza más la palabra ·Vigilias”, en relación con la Vigilia Pascual, o las celebradas para iniciar las solemnidades de Navidad o Pentecostés, o en las catedrales, presididas por el obispo, y teniendo como modelo la liturgia de Jerusalén. Los Padres nos exhortan a la plegaria nocturna cuotidiana, estructurada a partir de los monasterios, a medianoche o al canto del gallo. Es lo nos dice el Sal 119: “A media noche me levanto para alabaros, porque sois justo en vuestros juicios (Sal 119,62)

La Constitución Sacrosanctum Concilium del Vaticano II nos dice que “la Hora llamada Maitines, aunque conserve su carácter de alabanza nocturna puede rezarse a cualquier hora del día” (SC 89c)

Lo ideal es mantener esta plegaria cuando todavía es noche. “Son dignos de alabanza los que mantienen el carácter nocturno del Oficio de Lectura” dice la Institutió Generalis Liturgiae Horarum. En cualquier caso, la Iglesia quiere que esta Hora conserve su importancia espiritual con lecturas; incluso el Vaticano II pide que “tenga menos salmos y lecturas más largas” (SC 89c). Esta Hora ya había sido objeto de diferentes cambios en las reformas del Oficio Divino y en el Vaticano II, ante aquellos que pedían incluso la desaparición de esta Hora, o su conversión en una lectura libre de la Escritura. Pero ha acabado por mantenerse como una plegaria eclesial pública, oficial.

Durante el Sínodo de Obispos de a967, un grupo de obispos insistió en la reconversión, eliminando salmos, y dando libertad en las lecturas. Quizás de aquí viene la denominación de Oficio de Lectura. Nos lo dice la misma Institutio Generalis Liturgiae Horarum: “La plegaria ha de acompañar la lectura bíblica, para que sea un verdadero coloquio entre Dios y el hombre, ya que “cuando oramos hablamos a Dios, y cuando leemos la Escritura escuchamos a Dios (DV 25). Este Oficio de Lectura no busca ser un estudio intelectual sino una meditación orante de la Escritura o del Magisterio de los Padres en un ciclo bianual.

Escribe San Juan Clímaco en su Escala Espiritual (grado 19):

“El mal monje está siempre despierto para una conversación; pero cuando llega la hora de la plegaria, entonces se le cierran los ojos. El monje relajado sobresale en charlar; pero cuando es la hora de la lectura es incapaz de tener los ojos abiertos”.

San Benito nos habla de lo importancia de los Maitines, que aumenta cuando los celebramos en domingo. Es preciso estar despiertos para empezar el Día del Señor, que iniciamos con las primeras Vísperas.

“Primo dierum Omnium” cantamos en la semana 1ª. En la tradición judía era el primer día de la semana, pero con la Resurrección de Cristo viene a ser “el día del Señor” (Apoc 1,10). En este día, además de la celebración de la Eucaristía, el oficio mas antiguo es la Vigilia, por esto san Benito nos propone un formulario más desarrollado, para los que desean celebrar la fiesta dominical de manera más intensa.

Escribe san Juan Pablo II: “Una aguda intuición pastoral va sugerir a la Iglesia cristianizar, para el domingo, el “día del sol”, expresión con la que los romanos llamaban a este día, y que todavía hoy aparece en algunas lenguas contemporáneas, apartando a los fieles de la seducción de los cultos que divinizaban el sol y orientando la celebración de este día hacia Cristo, verdadero sol de la humanidad”  (Dies Domini, 27)

¿Qué mejor manera de celebrar este Día del Señor que con los salmos y las lecturas que nos ofrece el oficio de Maitines? San Benito nos pide, incluso, de levantarnos más temprano, pero por lo menos no sea más tarde y tengamos que recortar el oficio.

Nos dice san Eusebio de Alejandría: “El sagrado día del Domingo es la conmemoración del Señor. Por esto se llama Domingo, que es como decir el primero de los días. De hecho, antes de la Pasión del Señor no se decía Domingo, sino el día primero. Este día primero el Señor se inicia con la Resurrección del Señor, es decir con la creación del mundo; este dio al mundo las primicias de la Resurrección; y también manda que celebremos los misterios sagrados. Por lo tanto, este día nos lleva al comienzo de toda gracia; el inicio de la creación del mundo, el inicio de la resurrección, el inicio de la semana. Al contemplar en este día tres comienzos, nos muestra el primado de la Santísima Trinidad”. (Sermón 6, 1-3)