jueves, 29 de febrero de 2024

Alocución del P. Abad Octavi Vilà en la Sala Capitular el jueves, 29 de febrero de 2024 con motivo de su nombramiento como obispo de Girona

 

 

Alocución Sala Capitular

Jueves 29 de febrero de 2024

 

Queridos hermanos de comunidad. En primer lugar disculpad la urgencia de convocaros ahora y aquí, pero se debe a circunstancias que escapan a mi voluntad y dependen de otras dinámicas eclesiales. Os he convocado aquí en la Sala Capitular por el fuerte simbolismo que tiene para nosotros este sitio. Aquí vestimos el hábito, aquí hacemos la profesión temporal y si es el caso la renovamos, aquí hacemos la promesa de obediencia previa a la profesión solemne y aquí escuchamos día tras día la Regla de nuestro Padre san Benito y semanalmente los comentarios del abad. Aquí también hemos velado hace todavía pocos días el cuerpo de nuestro querido P. Abad Josep, porque este lugar está muy vinculado a la figura del abad, aquí son elegidos los abades como yo lo fui el 3 de diciembre de 2015. Por eso hoy nos encontramos aquí reunidos, porque lo que debo comunicaros es también solemne e importante para mí y creo que también para todos y cada uno de vosotros y para la comunidad en general.

El Señor nos llama, estamos seguros; nos ha llamado a todos a seguirle por el camino estrecho de la vida monástica y quién sabe si nos resistimos a seguirlo o si necesitamos ayuda de alguien para discernir qué es lo que el Señor quería de nosotros. Recuerdo mi proceso de discernimiento, que duró un tiempo. Yo, que conocía desde pequeño esta comunidad y este lugar, que había tratado con profundidad con muchos de los monjes que hoy ya no nos acompañan y de manera muy especial con el P. Abad Maur Esteve, de hecho empecé a oír la llamada a incorporarme a esta comunidad de la mano del abad Josep, con él y como secretario de la Hermandad descubrí la Lectio divina y fue él quien me ayudó a discernir qué quería el Señor de mí. No fue una decisión fácil, ya que las presiones familiares, laborales y sociales o del entorno más cercano a mí intentaban tentarme y alejarme de la llamada. Pero Dios lo puede todo y si Él quiere y alguien nos ayuda a discernir su voluntad, la fuerza necesaria para salir adelante nos viene sobreañadida, es la gracia de Dios que actúa si le dejamos el espacio necesario. Los inicios de mi vida monástica se vieron pronto afectados por una enfermedad, felizmente superada pero que ha quedado ya para siempre como un momento también fuerte de relación con el Señor y muy especialmente con la comunidad, desde el abad Josep hasta los compañeros de noviciado sentí proximidad, cariño y calidez, y eso me ayudó y mucho a superar esta prueba no sólo física sino también moral y espiritual, y nunca os podré agradecer suficientemente vuestra calidez. Casi acabados los estudios de teología me elegisteis abad y me confirmasteis como tal seis años después. Fueron también momentos para discernir qué quería Dios de mí, a pesar de la escasez de mis fuerzas, de mis debilidades tanto físicas como morales y de mis defectos de fábrica, como los definía el abad Maur Esteve. En aquellos momentos también tuve quien me ayudara, y lo concreto en tres monjes: El P. Abad Josep, el P. Lluc y el propio P. Abad General Mauro-Giuseppe, ellos me ayudaron a vencer miedos y a reconocer la voluntad de Dios en vuestra decisión.

Ahora tengo que deciros que hace pocos días recibí una comunicación que primero me conmocionó, han sido unos primeros días de lucha, de agonía, en el sentido original del término. Como en el relato de la vocación de Samuel (Cf. 1Sa, 3) creí oír primero una voz humana y veía en quien me comunicaba la novedad no al Señor sino a un nuevo Elí. La oración ha sido un elemento decisivo para discernir, y de nuevo alguien, el único al que se me había autorizado a comunicar la noticia, me ayudó a discernir y me hizo reconocer de nuevo la voz del Señor en aquella proposición y que la respuesta no podían ser excusas o pretextos, la única respuesta tenía que ser: «Habla, que tu siervo escucha.» (1Sa 3,10).

Nos lo dicen nuestras Constituciones y lo hemos escuchado hace pocos días aquí mismo, así el artículo 24 dice: «El voto de obediencia que profesamos con espíritu de fe y de amor para seguir a Cristo, obediente hasta la muerte, nos obliga a someter nuestra voluntad a los legítimos Superiores, que actúan en lugar de Dios cuando mandan de acuerdo con nuestras Constituciones. La obediencia significa, ante todo, un corazón abierto para recibir los estímulos del Espíritu Santo, ya que Él sopla donde quiere y nos hace saber la voluntad de Dios de muchas formas. Su voz nos la transmiten en primer lugar la voz de la Iglesia y la del propio Abad, a quienes por el voto queremos prestar humildemente obediencia de acuerdo con la Regla y estas Constituciones, uniendo las fuerzas de la inteligencia y los dones de la voluntad y de la gracia en la ejecución de las cosas que nos mande y en el cumplimiento de las tareas que nos encomiende. Pero hay que tener en cuenta, siempre y donde sea, la dignidad de la persona humana.» Y el artículo 25 § 2 añade: «Todos los monjes están obligados a obedecer al Sumo Pontífice, como su supremo Superior, también en virtud del vínculo sagrado de obediencia (c. 590, § 2).» Y es este último caso el que ahora me hace dirigirme a vosotros.

El pasado 5 de febrero recibí una comunicación del Nuncio del Santo Padre en España en la que me comunicaba que el Papa Francisco, habiéndole llegado el parecer de aquellos a quienes había pedido la opinión, había pensado en mí como obispo. La primera reacción fue de incredulidad y prevención, la segunda de miedo y rechazo. Habiendo pedido tiempo para discernir y orar y habiéndome autorizado a poder consultarlo con alguien, comenzaron unos días de intensa agonía, hasta que con la ayuda de la oración y del consejo he visto de nuevo la voluntad de Dios. No es fácil para mí dar este paso, vine al monasterio el año 2005 con la sensación de haber encontrado una estabilidad que duraría hasta el final de mi vida y poco a poco ha habido nuevos llamamientos y la necesidad de discernir sobre ellos y de buscar cuál era la voluntad de Dios en cada momento concreto.

Ahora es el momento de pediros perdón por todas mis carencias como abad, de pensamiento, palabra, obra y omisión. Perdón por si os he hecho sufrir, si os he exigido más de lo que era necesario o podíais, perdón por si no os habéis sentido suficientemente escuchados. Son mis carencias que ojalá me hicieran exclamar como el Apóstol «cuando soy débil es cuando soy realmente fuerte». (2Co 12,10). Ahora entre vosotros hay hermanos preparados, más de uno, y con las cualidades suficientes para sucederme, confiad en el Señor y Él de nuevo os llevará a hacer lo que hay que hacer tal y como establecen las Constituciones de nuestra Congregación en estos casos.

Hoy a las doce del mediodía la Santa Sede anunciará públicamente mi nombramiento como obispo de Girona. Lo comunicará la Santa Sede y en el mismo momento lo comunicará en Girona el administrador diocesano y aquí mismo en Poblet el señor Arzobispo y yo mismo. Entrarán en ese momento por tanto en vigor los artículos 90 y 91 de nuestras Constituciones que dicen: «Art. 90 El Prior claustral ejercerá la función de Abad en las cosas espirituales y temporales; pero cuando la sede está vacante no se puede hacer ninguna provisión de oficios y nada será cambiado, salvo que se tengan que tomar decisiones importantes o que haya una causa, declarada urgente por el Capítulo conventual con la mayoría absoluta de los votos, que lo exija.» y «Art. 91 No se puede decir que constituya un cambio, sin embargo, la admisión al noviciado y a la profesión, y dar letras dimisorias para las órdenes sagradas, que son cosas que se pueden hacer igualmente cuando la sede abacial está vacante, observando por otra parte todo lo que de acuerdo con el derecho debe cumplirse.» Y también el artículo 78 establece: «Art. 78 § 1. Cuando la sede abacial está vacante por cualquier causa legítima, el Prior, lo antes posible, que avise al Padre Inmediato (...) Corresponde al Padre Inmediato determinar el día de la elección, oído el parecer del Capítulo conventual de ese monasterio. – Y § 4. Al quedar vacante, por cualquier causa, la sede del monasterio del Abad Presidente, que el primer Asistente avise al Abad General, el cual hará lo que sea necesario de acuerdo con las normas que se exponen en los párrafos precedentes.» El procedimiento, pues, está previsto y el P. Abad General espera la comunicación oficial, ya que de hecho está enterado por mí mismo.

Ahora puedo decir como el cardenal Basil Hume en una ocasión similar: «Necesito vuestras plegarias y vuestra amistad. La brecha que existe entre lo que se piensa y lo que se espera de mí y lo que yo sé que soy es considerable y espantosa. Hay momentos en la vida en los que un hombre se siente muy pequeño y, en toda mi vida, este es uno de esos momentos. – Y añadía: Es bueno sentirse pequeño porque entonces sabemos que cualquier cosa que hacemos es Dios quien la lleva a cabo y no nosotros.» (22 de abril de 1974).

Dos últimos ruegos, el primero es que a las doce suenen las campanas para pedir la ayuda de Dios en mi nueva tarea, y el segundo, que me acompañéis el domingo 21 de abril a las 5 de la tarde en mi ordenación episcopal e inicio de ministerio en la catedral de Girona. Ahora os digo dos palabras: gracias y perdón. Gracias a todos por vuestra ayuda durante estos más de ocho años, y permitidme que las dé de manera muy especial y concreta al P. Prior, el P. Rafel, en quien he tenido el primero de los colaboradores y que siempre ha realizado su labor con diligencia, lealtad y honradez. Gracias por todo lo que me habéis dado. Perdón por todas mis imperfecciones, que son muchas, y me tenéis a vuestra disposición y lo estoy a la del nuevo abad para todo lo que vosotros y él necesitéis. Seguiremos unidos en Cristo a pesar de la distancia. Que el Señor os bendiga y acompañe, y a mí me ayude y ampare. No os olvidéis de rezar por mí, como yo lo haré por vosotros.

Bendigamos al Señor.

domingo, 25 de febrero de 2024

CAPÍTULO 50 LOS HERMANOS QUE TRABAJAN LEJOS DEL ORATORIO O ESTÁN DE VIAJE

 

CAPÍTULO L

LOS HERMANOS QUE TRABAJAN LEJOS DEL ORATORIO O ESTÁN DE VIAJE

1 Los hermanos que trabajan muy lejos y no pueden acudir al oratorio a la hora debida, 2 y el abad reconoce que es así, 3 hagan la Obra de Dios allí mismo donde trabajan, doblando las rodillas con temor de Dios. 4 Del mismo modo, los que han salido de viaje, no dejen pasar las horas establecidas, sino récenlas por su cuenta como puedan, y no descuiden pagar la prestación de su servicio.

El lugar donde el monje desarrolla su vida es el recinto del monasterio. Así el monasterio se convierte para nosotros como el que Guillermo de Saint-Thierry describía para los cartujos de Mont-Dieu, en este caso hablándoles de la celda: «La celda no debe ser, en ningún caso, un lugar de reclusión forzada sino una morada de paz. La puerta cerrada no significa escondrijo sino retiro. Aquél que tiene a Dios por compañero nunca está menos solo que cuando está solo. Porque entonces puede disfrutar libremente de su alegría; entonces dispone de sí mismo para disfrutar de Dios en sí y de sí mismo en Dios.» (Carta de Oro, 29-30). Pero todos sabemos por experiencia que en determinados momentos o períodos de nuestra vida como monjes, por motivos de estudio, de enfermedad, por cuidar a un familiar o por alguna tarea concreta, podemos estar un tiempo más o menos largo fuera del monasterio. ¿Qué queda entonces de nuestra vida de monjes? ¿La abandonamos por estar fuera de la clausura? Aquí, en este capítulo de la Regla, san Benito nos viene a decir que no dejamos de ser monjes por estar lejos del monasterio y no poder asistir al oratorio a la hora debida, que aunque estemos de viaje seguimos manteniendo nuestra obligación de orar, de ser fieles al Oficio Divino. Ciertamente, a veces se nos puede hacer más difícil o mucho más difícil en algunas ocasiones ser fieles, porque el ambiente que nos rodea no facilita el recogimiento. En este aspecto podemos citar tan sólo un ejemplo muy cercano en el tiempo: nuestro querido P. Abat Josep nada más ingresar en el hospital lo primero que pidió fue el breviario para poder seguir rezando el Oficio Divino, y también es cierto que se quejaba de que el ritmo del hospital no favorecía un clima de recogimiento y que lo que echaba de menos especialmente era el silencio. Requiere pues un esfuerzo suplementario, cuando no estamos en el monasterio, mantener este ritmo de oración; seguramente no podemos vivirlo a las mismas horas que cuando estamos con la comunidad, pero es necesario esforzarnos por no perder ese elemento que es constitutivo, básico para nuestra vida, podríamos decir que fundamental para nuestra supervivencia como monjes y creyentes.

San Benito nos invita a no descuidar este aspecto, a priorizarlo frente a otros, a no creernos que porque estamos fuera del monasterio estamos exentos de esta obligación. Pero de hecho vivirla como una obligación no es la mejor forma de vivirla. La oración, el Divino Divino, es ciertamente obligatorio, así lo establece la Iglesia, para todos los consagrados, y de todos modos para todos los ministros ordenados. La Constitución Sacrosantum Concilium sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II nos dice: «Por una antigua tradición cristiana, el Oficio Divino está estructurado de tal manera que la alabanza de Dios consagra el curso entero del día y de la noche, y cuando los sacerdotes y todos aquellos que han sido destinados a esta función por institución de la Iglesia cumplen debidamente ese admirable cántico de alabanza, o cuando los fieles oran junto con el sacerdote en la forma establecida, entonces es en verdad la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre.» (SC, 84). Y también el Código de Derecho Canónico, el texto normativo de la Iglesia por excelencia, nos dice: «Los sacerdotes, y los diáconos que desean recibir el presbiterado, tienen la obligación de celebrar todos los días la liturgia de las horas según los libros litúrgicos propios y aprobados; y los diáconos permanentes deben rezar aquella parte que determine la Conferencia Episcopal.» (C. 276, § 2,3). Nuestras mismas Constituciones nos dicen: «Todos los monjes tienen obligación de asistir al coro, y los profesos solemnes de rezar el oficio privadamente, cuando no pueden asistir.» (Artículo 27, § 1).

Pero teniendo claro que estamos obligados a ello, no debemos vivirlo como una imposición, de hacerlo así rezaremos mal, no de buen grado y no nos será de demasiado provecho espiritual, que es de lo que se trata por encima de todo. Si aparte de las circunstancias que nos rodean, que pueden no ser del todo favorables a un clima de recogimiento, añadimos que rezamos no de buen grado sino por obligación y con pocas ganas de cumplirla, de hecho ni siquiera cumpliremos con nuestro deber. Debemos poder aplicar al Oficio Divino lo mismo que san Benito nos dice sobre la obediencia: «Pero esta misma obediencia será entonces agradable a Dios y dulce a los hombres, si la orden se ejecuta sin vacilación, sin tardanza, sin tibieza, sin murmuración o sin negarse a obedecer.» (RB 5,14).

Siempre debemos plantearnos la cuestión: ¿por qué oramos? Si respondiéramos que por obligación estaríamos reconociendo que no lo hacemos de buen grado, sino de mala gana. Es ésta una pregunta que nos podemos hacer cada día, cuando suena la campana por la mañana, o de madrugada mejor dicho, si nos apetece ir al Oficio Divino o bien intentamos buscar una excusa para no ir. Seguro que siempre podremos decirnos que estamos cansados, que hemos dormido mal o que nos duele esto o aquello o que nos viene a la cabeza que ese otro hermano hace días o semanas que con una excusa o pretexto o justificación similar está ausente del Oficio. Entonces, si, Dios no lo quiera, caemos de manera injustificada en esta tentación y estamos ausentes del Oficio Divino se nos puede ocurrir suplirlo con alguna otra oración que siempre buscaremos más breve que larga. Nos lo dice san Bernardo en el quinto escalón de la soberbia cuando habla de la singularidad y escribe que al monje que busca ser singular «le parece más provechosa una breve oración particular que toda la salmodia de una noche». Es la tentación que siempre nos ronda, que nunca acabamos de quitarnos de encima, ser nuestra propia medida,  hacernos una regla a medida y añadir además el desprecio a los demás hermanos. Cuando de hecho poder alabar al Señor en comunidad es un regalo, un privilegio, y esto se nos hace bien presente cuando debemos hacerlo de manera individual si trabajamos lejos del oratorio o nos encontramos en camino. ¿Qué sentimos entonces? ¿Liberación por ahorrarnos la obligación de ir al coro? ¿O nostalgia por no poder participar? En palabras de san Pablo VI: «Al celebrar el Oficio Divino, aquéllos que por el orden sagrado recibido están destinados a ser de manera particular la señal de Cristo sacerdote, y aquéllos que con los votos de la profesión religiosa se han consagrado al servicio de Dios y de la Iglesia de manera especial, no se sientan obligados únicamente por una ley a observar, sino más bien por la reconocida e intrínseca importancia de la oración y de su utilidad pastoral y ascética.» (Laudis Canticum).

Vivamos la oración como algo vital para nosotros, como un elemento de lo que no podemos prescindir, como lo que es, un verdadero alimento espiritual para nosotros, sin el cual nos sentimos faltos de algo que nos es fundamental para vivir como creyentes y como monjes. Vivámoslo como un verdadero regalo de Dios cuando podemos participar en comunidad y cuando, por la circunstancia que sea, nos vemos obligados a rezar el Oficio Divino allí donde nos encontramos, hagámoslo con respeto ante Dios. Como escribe san Benito: «Ya no por miedo al infierno, sino por amor de Cristo, por la costumbre del bien y por el gusto de las virtudes.» (RB 7,69). Es decir no por obligación o por imposición que generan siempre un irrefrenable deseo de descuidarlo, sino por amor a ese momento privilegiado y fuerte de contacto con el Señor. ¿No es a Él a quien hemos venido a buscar en el monasterio? Pues si es así, ¿cómo podemos desear esquivar el encuentro con Él en el Oficio Divino o en el contacto con su Palabra? Como se dice en Sacrosantum Concilium, que siempre al rezarlo, la mente concuerde con la voz, y para conseguirlo mejor adquirimos una instrucción litúrgica y bíblica más rica, principalmente sobre los salmos, que no es otra que la Lectio Divina (Cf. SC, 90).

domingo, 18 de febrero de 2024

CAPÍTULO 48 EL TRABAJO MANUAL DE CADA DÍA: LOS DÍAS DE CUARESMA CAPÍTULO XLIX LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA

 

CAPÍTULO XLVIII

EL TRABAJO MANUAL DE CADA DÍA: LOS DÍAS DE CUARESMA

CAPÍTULO XLIX

LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA

 

14 En los días de Cuaresma, desde la mañana hasta el fin de la hora tercera, ocúpense en sus lecturas, y luego trabajen en lo que se les mande, hasta la hora décima. 15 En estos días de Cuaresma, reciban todos un libro de la biblioteca que deberán leer ordenada e íntegramente. 16 Estos libros se han de distribuir al principio de Cuaresma. 17 Ante todo desígnense uno o dos ancianos, para que recorran el monasterio durante las horas en que los hermanos se dedican a la lectura. 18 Vean si acaso no hay algún hermano perezoso que se entrega al ocio y a la charla, que no atiende a la lectura, y que no sólo no saca ningún provecho para sí, sino que aun distrae a los demás. 19 Si se halla a alguien así, lo que ojalá no suceda, repréndaselo una y otra vez, 20 y si no se enmienda, aplíquesele el castigo de la Regla, de modo que los demás teman. 21 Y no se comunique un hermano con otro en las horas indebidas. 22 El domingo dedíquense también todos a la lectura, salvo los que están ocupados en los distintos oficios. 23 A aquel que sea tan negligente o perezoso que no quiera o no pueda meditar o leer, encárguesele un trabajo, para que no esté ocioso. 24 A los hermanos enfermos o débiles encárgueseles un trabajo o una labor tal que, ni estén ociosos, ni se sientan agobiados por el peso del trabajo o se vean obligados a abandonarlo. 25 El abad debe considerar la debilidad de éstos. 1 Aunque la vida del monje debería tener en todo tiempo una observancia cuaresmal, 2 sin embargo, como son pocos los que tienen semejante fortaleza, los exhortamos a que en estos días de Cuaresma guarden su vida con suma pureza, 3 y a que borren también en estos días santos todas las negligencias de otros tiempos. 4 Lo cual haremos convenientemente, si nos apartamos de todo vicio y nos entregamos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón y a la abstinencia. 5 Por eso, añadamos en estos días algo a la tarea habitual de nuestro servicio, como oraciones particulares o abstinencia de comida y bebida, 6 de modo que cada uno, con gozo del Espíritu Santo, ofrezca voluntariamente a Dios algo sobre la medida establecida, 7 esto es, que prive a su cuerpo de algo de alimento, de bebida, de sueño, de conversación y de bromas, y espere la Pascua con la alegría del deseo espiritual. 8 Lo que cada uno ofrece propóngaselo a su abad, y hágalo con su oración y consentimiento, 9 porque lo que se hace sin permiso del padre espiritual, hay que considerarlo más como presunción y vanagloria que como algo meritorio. 10 Así, pues, todas las cosas hay que hacerlas con la aprobación del abad.

«Impongámonos estos días algo de más» es la recomendación de san Benito para que los monjes vivamos la Cuaresma como verdadero camino de conversión. Parece ser que para san Benito no haría falta más si viviéramos realmente y con plenitud nuestra vida de monjes, pero lejos de vivir en todo tiempo una observancia cuaresmal, necesitamos aprovechar estos tiempos para borrar todas las negligencias de otros tiempos y tratar de recuperar en nuestra vida toda la pureza que se le debe. ¿Y cómo podemos hacer esto de recuperar nuestra vida de pureza? Pues san Benito no nos propone nada extraordinario, al contrario, nos habla de cosas que quizás deberíamos hacer habitualmente: quitar una parte de la comida, de la bebida, del dormir, del hablar mucho o del bromear. ¿Quiere decir todo esto que san Benito quiere unos monjes con caras largas y ceñudas? No, porque todo debemos hacerlo con una alegría llena de anhelo espiritual en espera de la santa Pascua.

San Benito no nos dice nada nuevo, de hecho concreta lo que el mismo Jesús nos dice en el Evangelio según san Mateo que inicia cada año la Cuaresma en la celebración de la Eucaristía del Miércoles de Ceniza, cuando nos dice que debemos ayunar, hacer limosna y orar pero no con un ademán triste, sino procurando que los demás no se den cuenta de nuestra oración, de nuestra limosna y de nuestro ayuno por una cara reflejo de un falso ascetismo, sino por el gozo de quien hace algo verdaderamente consciente de hacerlo por Cristo, y todo lo que nos acerca a Cristo no debe llevarnos a la tristeza, sino siempre hacia el gozo; porque ofrecemos algo a Dios por propia voluntad con el gozo del Espíritu Santo, como nos dice San Benito. Debemos alejarnos también en esta práctica cuaresmal, en este ofrecer algo de más, de la vanagloria y de la presunción. La sinceridad espiritual debe prevalecer en todo momento de nuestra vida, en cualquier tiempo del año, también durante la Cuaresma.

Que nuestra vida deba responder en todo tiempo a una observancia cuaresmal puede parecernos triste, duro, excesivamente exigente; pero nada mejor que acercarnos a la Pascua, a ese momento en que celebrando la pasión y muerte de Jesucristo, celebramos sobre todo y por encima de todo su resurrección. Y su resurrección es el anticipo de nuestra propia resurrección, no hay domingo de Pascua si antes no hay un Viernes Santo; no hay sepulcro vacío, si antes no hay un Getsemaní, un pretorio, un camino con la cruz a cuestas y un calvario donde todo parece oscuridad, soledad y desprecio. He aquí la vida del monje y su perenne camino cuaresmal, un camino hacia la alegría plena y eterna, pero que necesariamente pasa por momentos de dureza, de oscuridad, de duda, de soledad; pasa por la noche oscura para poder disfrutar del alba de la luz de Dios con plenitud.

¿Y qué puede ayudarnos en este camino cuaresmal? ¿Cuál puede ser un buen compañero de viaje? Pues nada mejor que una lectura que nos ayude a profundizar en el misterio pascual, que nos transmita lo que los Padres de la Iglesia, autores espirituales o teólogos han experimentado por sí mismos y han querido compartir con nosotros mediante un relato, una reflexión, una tesis. En ningún momento del año deberíamos descuidar la lectura; en primer lugar la de la Palabra de Dios, que debe ser siempre para nosotros como el agua para los sembrados; la fe que por el bautismo tenemos sembrada en nuestro interior, sin regarla se puede secar, y nada mejor para regarla y alimentarla que el contacto con la Palabra, que es un contacto directo y privilegiado con Dios mismo, porque Dios nos habla en la oración, en los demás y en la Palabra; hay que tener el oído atento porque a menudo queremos escuchar lo que nos apetece y no somos capaces de reconocer su voz y endurecemos nuestros corazones y hacemos oídos sordos a su Palabra. A esa apertura, a esa confianza nos ayuda también leer, conocer y compartir la experiencia de aquellos padres o maestros espirituales que nos han precedido en la señal de la fe. Ellos también tuvieron momentos de duda, de vacío, de sequía; precisamente por eso nos resulta tan útil conocer su experiencia.

No podemos ser perezosos, no podemos ser negligentes; necesitamos preservar las horas de lectura con fruición, porque de ellas depende en gran parte nuestra buena salud espiritual. La vida del monje es una vida equilibrada, san Benito escribe su Regla después de años de vida como monje, después de haber experimentado el eremitismo, y precisamente por eso sabe cuáles son los riesgos; y apartarnos del esquema de vida que él nos marca, que él nos sugiere, es arriesgado. Oración, comunitaria y privada, trabajo, lectura y descanso; todo vivido en comunidad con otros que también buscan a quien nosotros buscamos, que viven bajo una Regla y bajo un abad como nosotros vivimos; porque vivido en comunidad el camino se nos puede hacer más llano, uno ayuda a otro, y así puede ser más fácil cumplir con nuestras obligaciones de monjes todos juntos. Por eso no debemos descuidar ningún aspecto de esta nuestra vida, no podemos vivirla con espíritu de singularización, de ahí que san Benito hable de proponer y someter al juicio del abad cualquier cosa que el monje quiera ofrecer. San Benito sabe de nuestra pereza, sabe que podemos llegar no sólo a no ser de provecho para nosotros mismos, sino llegar a ser un estorbo para los demás. De ahí que establezca la vigilancia por parte de uno o dos ancianos, éstos deben ver si hay algún hermano que pasa el rato sin hacer nada y entonces, si no es capaz de leer, si no se puede estar quieto leyendo o estudiando, es necesario que le den un trabajo que hacer, para que no esté ocioso. Hay dos excepciones: los hermanos que están puestos en los diversos servicios y los enfermos o de salud delicada; san Benito está siempre atento a la debilidad y al servicio.

San Benito estableció el día del libro muchos siglos antes de que éste tuviera la proyección pública que hoy tiene, y también practicó una política de fomento de la lectura, en cierto modo coercitiva, indudablemente, ya que no rehuye las correcciones y escarmientos; lo que la Regla rechaza es la ociosidad, el estorbo propio y de los demás o el juntarse a otro hermano a horas indebidas; y para ello no renuncia a la penalización de los infractores, no renuncia a establecer vigilancia para prevenir la negligencia y para incentivar el desempeño de lo que san Benito sabe que es bueno para nosotros.

domingo, 11 de febrero de 2024

CAPÍTULO 38, EL LECTOR DE LA SEMANA

 

CAPÍTULO 38

 

EL LECTOR DE LA SEMANA

1 En la mesa de los hermanos no debe faltar la lectura. Pero no debe leer allí el que de buenas a primeras toma el libro, sino que el lector de toda la semana ha de comenzar su oficio el domingo. 2 Después de la misa y comunión, el que entra en función pida a todos que oren por él, para que Dios aparte de él el espíritu de vanidad. 3 Y digan todos tres veces en el oratorio este verso que comenzará el lector: "Señor, ábreme los labios, y mi boca anunciará tus alabanzas". 4 Reciba luego la bendición y comience su oficio de lector. 5 Guárdese sumo silencio, de modo que no se oiga en la mesa ni el susurro ni la voz de nadie, sino sólo la del lector. 6 Sírvanse los hermanos unos a otros, de modo que los que comen y beben, tengan lo necesario y no les haga falta pedir nada; 7 pero si necesitan algo, pídanlo llamando con un sonido más bien que con la voz. 8 Y nadie se atreva allí a preguntar algo sobre la lectura o sobre cualquier otra cosa, para que no haya ocasión de hablar, 9 a no ser que el superior quiera decir algo brevemente para edificación. 10 El hermano lector de la semana tomará un poco de vino con agua antes de comenzar a leer, a causa de la santa Comunión, y para que no le resulte penoso soportar el ayuno. 11 Luego tomará su alimento con los semaneros de cocina y los servidores. 12 No lean ni canten todos los hermanos por orden, sino los que edifiquen a los oyentes.

San Benito nos habla en este capítulo de tres elementos claves en nuestra jornada diaria que conforman todos juntos los momentos de lectura.

El primero es la lectura misma, el texto. Nunca debe faltar la lectura a los hermanos. La lectura forma parte importante de nuestra formación e información, dedicamos tiempos concretos a la lectura. En primer lugar figura de manera destacada la lectura de la Palabra de Dios, que no la hacemos por hacer, ni de la manera que nos apetece, sino con la metodología de la Iglesia, de la vida monástica, la Lectio Divina. Una lectura en cuatro fases: Lectio (lectura), meditatio (meditación), contemplatio (contemplación) y oratio (oración). Tenemos dos momentos al día dedicados a esta práctica, entre Maitines y Laudes y antes de Vísperas, y ya esta misma doble distribución destaca su importancia: son cerca de dos horas al día dedicadas al contacto directo y personal con la Palabra de Dios o la de los Padres de la Iglesia, que también se incluyen en esa categoría. Descuidarla, abandonarla nos empobrece y nos va secando espiritualmente. La Lectio Divina es como el agua que empapa la tierra, porque esta práctica empapa nuestra alma y va entrando dentro de nosotros, y acabamos asimilando la Palabra de Dios, haciéndola nuestra; con la particularidad y la riqueza de que a menudo no nos dice lo mismo un día u otro. Si seguimos por ejemplo el leccionario que nos propone la Iglesia en la liturgia, en la Eucaristía, un texto evangélico nos dice hoy una cosa y mañana nos destaca otra, porque establece una relación profunda con el lector, íntima; es Dios quien nos habla y Dios tiene siempre algo nuevo que decirnos. Procuramos no abandonar su práctica porque este abandono, esta negligencia acabará siendo letal para nuestra vida espiritual y pagaremos un precio muy caro, el de nuestro empobrecimiento espiritual, que es como decir de nuestra vida; porque un monje, un creyente sin una vida espiritual rica no es nada, ni monje, ni creyente.

Hay sin embargo otros momentos para la lectura, para escuchar una lectura. Uno de ellos es en el refectorio, donde escuchamos quizás una lectura no tan profunda pero que siempre puede ayudarnos porque nos permite conocer las vidas de algunos personajes, sus maneras de pensar, de vivir la fe, de afrontar la vida. Seguro que no todas nos gustan o que unas nos gustan más que otras, pero todas nos forman y nos informan.

Otro momento fuerte de lectura es la colación, donde habitualmente, además de la propia Regla, un padre espiritual nos educa desde la antigüedad o desde la contemporaneidad, y existen además dos lecturas concretas durante los tiempos de Adviento y de Cuaresma que no debemos minusvalorar por haberlas escuchado ya varias veces: la Declaración de la Orden y las Constituciones de la Congregación. La primera es la interpretación, la adecuación de las enseñanzas del Concilio Vaticano II a nuestra vida cisterciense; la segunda nos muestra cómo se organiza nuestra vida comunitaria, algo que debemos tener siempre presente y tratar de no olvidar nunca.

El segundo elemento es el silencio. Para que una lectura llegue se necesitan tres elementos: la lectura propiamente dicha, es decir un texto; un lector que nos la haga llegar y un marco para poder escucharle, que es el silencio. San Benito insiste en el aspecto de este silencio diciendo que no se debe producir ningún murmullo, que debe ser un silencio absoluto donde no se escuche ninguna otra voz que la de quien lee. Quizás esto es menos fácil de mantener en el refectorio, donde siempre hay alguna ocasión para ensayar una exclamación de sorpresa, de incredulidad o de rechazo, tanto en lo que se refiere al texto como a veces al mismo lector. San Benito nos pide ese silencio absoluto, incluso nos dice que si necesitamos pedir algo lo hagamos con una señal cualquiera más bien que con la voz, y que allí no nos está permitido preguntar nada sobre la lectura o sobre cualquier otra cosa; el refectorio no es el lugar para preguntar, y añade una expresión peculiar: «para que no empiecen.» San Benito sabe muy bien que si se empieza no se acaba, que si vamos rompiendo el silencio acabaremos por matarlo, y para san Benito el silencio es un bien precioso que hay que conservar y proteger, porque es precisamente el marco donde la palabra se hace presente y si no hay silencio la palabra queda enturbiada, se esconde y acaba por desaparecer.

El tercer elemento es el lector. Hay un actor que en determinados momentos de nuestra jornada proclama la lectura, nos la hace llegar por medio de su voz. Este lector lo hace a veces leyendo más solemnemente, como el diácono proclamando el Evangelio, los lectores las lecturas bíblicas durante la Eucaristía, los salmistas durante el Oficio Divino, y también el lector de la colación y de la propia Regla de nuestro Padre san Benito, y a veces no tan solemnemente, como el lector del refectorio. A cada momento, a cada ocasión le corresponde un lector, pero éste debe ser consciente en todo momento de que su función es edificar a la comunidad, por eso san Benito nos dice que no lea quien por azar tome el volumen sino que debe leer toda la semana el mismo, que debe alejarse del espíritu de vanidad y debe ser bien consciente de que necesita la ayuda de Dios, una ayuda que necesitamos siempre y en todo momento. La suya es una tarea muy importante, de ahí que incluso necesite la bendición para afrontarla. En este oficio siempre existe el riesgo de caer en la monotonía, de olvidarse de que nos escuchan, de correr leyendo o de no fijarse bien en el texto y hacer lo que se llama una lectura rápida, que de tan rápida acaba siendo equívoca o errónea, y caemos en confusión de tiempos verbales o en cualquier otro error que puede acabar por hacer perder el sentido a una frase, cuando no a todo un texto. Hay que tener siempre presente, pues, ese carácter que va estrechamente ligado al oficio o al servicio del lector: edificar a los oyentes. La lectura, el texto, el mensaje es lo que debe llegar, edificar y formar; el lector es el encargado de hacernos llegar esta lectura, y para que nos llegue bien debe leer alto, fuerte y claro, fijándose en lo que lee porque es lo que llegará a los oyentes. Todo ello tiene un marco escénico que no es otro que el silencio. Tres elementos, pues, a tener en cuenta, a trabajar y a proteger para que las lecturas que escuchamos a lo largo de la jornada sean comprensibles y nos formen.

domingo, 4 de febrero de 2024

CAPÍTULO 31, CÓMO DEBE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO

 

CAPÍTULO XXXI

CÓMO DEBE SER EL MAYORDOMO DEL MONASTERIO

1 Elíjase como mayordomo del monasterio a uno de la comunidad que sea sabio, maduro de costumbres, sobrio y frugal, que no sea ni altivo, ni agitado, ni propenso a injuriar, ni tardo, ni pródigo, 2 sino temeroso de Dios, y que sea como un padre para toda la comunidad. 3 Tenga el cuidado de todo. 4 No haga nada sin orden del abad, 5 sino que cumpla todo lo que se le mande. 6 No contriste a los hermanos. 7 Si quizás algún hermano pide algo sin razón, no lo entristezca con su desprecio, sino niéguele razonablemente y con humildad lo que aquél pide indebidamente. 8 Mire por su alma, acordándose siempre de aquello del Apóstol: "Quien bien administra, se procura un buen puesto". 9 Cuide con toda solicitud de los enfermos, niños, huéspedes y pobres, sabiendo que, sin duda, de todos éstos ha de dar cuenta en el día del juicio. 10 Mire todos los utensilios y bienes del monasterio como si fuesen vasos sagrados del altar. 11 No trate nada con negligencia. 12 No sea avaro ni pródigo, ni dilapide los bienes del monasterio. Obre en todo con mesura y según el mandato del abad. 13 Ante todo tenga humildad, y al que no tiene qué darle, déle una respuesta amable, 14 porque está escrito: "Más vale una palabra amable que la mejor dádiva". 15 Tenga bajo su cuidado todo lo que el abad le encargue, y no se entrometa en lo que aquél le prohíba. 16 Proporcione a los hermanos el sustento establecido sin ninguna arrogancia ni dilación, para que no se escandalicen, acordándose de lo que merece, según la palabra divina, aquel que "escandaliza a alguno de los pequeños". 17 Si la comunidad es numerosa, dénsele ayudantes, con cuya asistencia cumpla él mismo con buen ánimo el oficio que se le ha confiado. 18 Dense las cosas que se han de dar, y pídanse las que se han de pedir, en las horas que corresponde, 19 para que nadie se perturbe ni aflija en la casa de Dios.

Escribe Michaela Puzicha que el servicio del cillerero, del mayordomo de un monasterio, no puede entenderse sin recurrir a sus raíces bíblicas. Si una comunidad monástica está constituida siguiendo el modelo de la comunidad apostólica, de la primera comunidad cristiana, esto debe traducirse también en la concepción sobre los bienes materiales y su gestión. «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos.» (Hch 4,32), se escribe en los Hechos de los Apóstoles. Si todo es de todos, esto implica que alguien debe administrar, suministrar, entregar lo que necesita un hermano y al mismo tiempo debe estar siempre atento a las necesidades de todos. Una comunidad de bienes a imagen de la comunidad apostólica requiere una concepción justa de la propiedad y una gestión responsable ante Dios y los hermanos. Riesgos siempre los hay, recordemos cómo los mismos Hechos nos relatan la historia de Ananías y Safira y la contundente frase de Pedro reprochándoles su mala acción: «Ananías, ¿cómo es que Satanás llenó tu corazón para mentir al Espíritu Santo, y quedarte con parte del precio del campo? ¿Es que mientras lo tenías no era tuyo, y una vez vendido no podías disponer del precio? ¿Por qué determinaste en tu corazón hacer esto? No has mentido a los hombres, sino a Dios» (Hch 5,3-4). Un mayordomo, un cillerero puede, Dios no lo quiera, esconder, disimular o maquillar sus malas acciones ante el abad o la comunidad, pero nunca escapará al juicio de Dios, como tampoco ninguno de nosotros escapará.

La tentación de ser o hacer de Ananías siempre puede estar presente, esta falta la podemos cometer de obra u omisión; es decir, para quien le corresponde esta tarea puede querer decir reservarse algo para sí mismo, tener un baremo diferente para él que para los demás o negar lo que necesita otro hermano. El ejemplo de mayordomo o de cillerero, de servidor de los bienes comunes, también lo encontramos en la primera comunidad cristiana, y se concreta en la figura del diácono. Entonces parecería perfecto que un mayordomo fuera diácono porque en su mismo ministerio está el servicio, la atención, y evitarlo o negarlo no sólo atentaría contra mandamiento del abad, es decir de la comunidad que le ha encargado un servicio, sino también contra el orden diaconal recibido; porque ni lo que se le ha encargado debe ser vivido como un privilegio, ni mucho menos el orden diaconal ha de ser visto como una distinción respecto a los demás hermanos de comunidad sino siempre como un servicio, como el mismo sacerdocio.

En el documento de la Comisión Teológica Internacional de 2002 titulado El diaconado: Evolución y perspectivas, la palabra servicio aparece noventa y una veces, un dato bastante sintomático y que fortalece aún más esta raíz diaconal y de servicio del mayordomo o del cillerero. Así Michaela Puzicha escribe que el paralelo entre el cillerero y el diácono de la Iglesia primitiva es evidente. Ella también compara esta figura de servicio a la comunidad con el servidor fiel y prudente del Evangelio de Mateo donde se escribe: «¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien el señor puso al frente de su servidumbre para darles la comida a su tiempo? Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuentre haciéndolo así. Yo os aseguro que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si el mal siervo aquel se dice en su corazón: “Mi señor tarda”, y se pone a golpear a sus compañeros y come y bebe con los borrachos, vendrá el señor de aquel siervo el día que no espera y en el momento que no sabe, le separará y le señalará su suerte entre los hipócritas; allí será el llanto y el rechinar de dientes.» (Mt 24,45-51). De su gestión depende, pues, que le confíen todos los bienes o que todo acabe en llantos y crujir de dientes.

Michaela Puzicha también apunta al ejemplo de José. Estos días su historia nos sale al paso en el Oficio de Lectura o Maitines. José es aquel a quien Putifar «puso al frente de su casa y todo cuanto tenía se lo confió. Desde entonces le encargó de toda su casa y de todo lo que tenía, y el Señor bendijo la casa del egipcio en atención a José, extendiéndose la bendición del Señor a todo cuanto tenía en casa y en el campo. Putifar dejó todo lo suyo en manos de José y, con él, ya no se ocupó personalmente de nada más» (Gn 39,4-6). Luego fue el faraón quien le confió sus bienes y le dijo: «no hay nadie que pueda ser más inteligente y sensato que tú. Por eso tú serás el administrador.» (Gn 41,39b-40).

San Benito también habla de la sabiduría que deben tener aquellos a quienes se les confía una responsabilidad como la del mayordomo y, como escribe Michaela Puzicha, la sabiduría es un valor fuerte dentro de la Regla, una sabiduría que no es una simple inteligencia humana, sino que viene de Dios y se manifiesta en el discernimiento y la madurez. Esta inteligencia emocional, como la podríamos llamar empleando una terminología actual, es la que se muestra no haciendo nada sin el encargo del abad, cumpliendo lo que le encomiendan, no contristando ni despreciando a los hermanos, considerando todos los objetos y los bienes del monasterio como si fueran vasos sagrados del altar, un buen ejemplo éste también, puesto que uno de los servicios del diácono es el del altar.

En el documento mencionado de la Comisión Teológica Internacional sobre el diaconado se escribe: «Los textos más recientes de las Congregaciones romanas enumeran, por su parte, las tareas que pueden ser confiadas a los diáconos, reagrupándolas en torno a tres diaconías reconocidas: la de la liturgia, la de la Palabra y la de la caridad. Incluso si se admite que una u otra de estas diaconías podría absorber una parte mayor de la actividad del diácono, se insiste en que el conjunto de estas tres diaconías «constituye una unidad al servicio del plan divino de la Redención: el ministerio de la Palabra lleva al ministerio del altar, el cual, a su vez, anima a traducir la liturgia en vida, que desemboca en la caridad» (El diaconado: Evolución y perspectivas, 3). La liturgia y el contacto frecuente, fiel y amante de la Palabra, es decir la Lectio Divina, son las fuentes donde nuestra caridad bebe; sin fuentes no hay caridad, no hay servicio y entonces se corre el riesgo de dejarse llevar por la avaricia, se corre el riesgo de olvidarse de hacerlo todo con discreción y según las órdenes del abad, de olvidarse de atender todas las cosas que éste le encomienda, y se cae en la tentación de ponerse allí donde se le ha prohibido ponerse.

Hoy san Benito habla del mayordomo o del cillerero, pero lo que dice para él sirve también para todos y cada uno de los monjes. Escribe Sor Aquinata Böckmann: «El temor de Dios es una de las características que la Regla de san Benito pide a todos aquellos que tienen una responsabilidad importante dentro del monasterio. Esto es aplicable al cillerero, al hermano enfermero, al hermano hospedero, al portero, al maestro de novicios, al cocinero, al prior, al maestro de coro, a los hermanos que dan consejo y, ciertamente, al abad.» (Apprendre le Christ: À l’écoute de saint Benoît, p. 129).

domingo, 21 de enero de 2024

CAPÍTULO 7,60-61 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO VII

LA HUMILDAD

60 El undécimo grado de humildad consiste en que el monje, cuando hable, lo haga con dulzura y sin reír, con humildad y con gravedad, diciendo pocas y juiciosas palabras, y sin levantar la voz, 61 pues está escrito: "Se reconoce al sabio por sus pocas palabras".

Este undécimo grado de la humildad se corresponde al segundo grado de la soberbia de san Bernardo, que habla de la ligereza de espíritu y de la indiscreción en las palabras. Ambos, san Benito y san Bernardo, prefieren el silencio a las palabras vanas, indiscretas y ociosas, prefieren decir poco y sensato que demasiado y con necedad; decirlo suavemente más que riendo; decirlo humildemente y con gravedad más que con estallidos de voz. En la vida del monje la Palabra tiene un papel central, la Palabra de Dios, evidentemente, y ante ésta nuestras palabras a menudo no son sino necedad y poca sensatez. Dice el libro de los Proverbios: «Con su hablar, el necio se gana palos, pero al sensato, sus palabras le protegen.» (Pr 14,3).

Para Michaela Puzicha este undécimo grado completa y profundiza los dos anteriores, el noveno y el décimo, e invita a vivir con gravedad, diciendo las palabras justas, buscando la seriedad y la dignidad que deben caracterizar la vida monástica, evitando sucumbir a los accesos de cólera, tratando de vivir con moderación, también en lo que se refiere a la voz. Nuestra sociedad es una sociedad del ruido, una sociedad que huye del silencio, en la que parece que quien más grita más razón tiene. Puede verse esta tendencia en debates donde la interrupción es la norma y donde una voz trata de imponerse sobre otra. Nuestra vida debe rehuir esta forma de hacer, esta forma de actuar, tratando, como escribe Michaela Puzicha, de no querer atraer la atención hacia nosotros, contando historias vanas, quién sabe si no inventadas o como mínimo exageradas. La sobriedad debe estar presente también, según san Benito en el lenguaje.

El Papa Benedicto XVI escribe en la Exhortación Apostólica post sinodal Verbum Domini: «La palabra sólo puede ser pronunciada y escuchada en el silencio, exterior e interior. Nuestro tiempo no favorece el recogimiento, y se tiene a veces la impresión de que existe casi temor de alejarse de los instrumentos de comunicación de masas, aunque sólo sea por un momento. Por eso debe educarse al Pueblo de Dios en el valor del silencio. Redescubrir el lugar central de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia significa también redescubrir el sentido del recogimiento y del sosiego interior. La gran tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están unidos al silencio, y sólo en él la Palabra puede encontrar estancia en nosotros, como sucedió en María, mujer de la Palabra y del silencio inseparablemente.» (VD, 66).

Nuestro silencio no debe ser un silencio vacío, debe ser la oportunidad de llenarlo por la Palabra, con mayúsculas. Que nuestra voz sea suave para poder oír la Voz, con mayúsculas, y ante ésta no hay otra forma de estar presentes que humildemente y con gravedad. Un silencio de la boca, que sólo podemos romper con pocas palabras y sensatas, sin estallidos de voz. Es el momento, la oportunidad de hablar con Cristo; una conversación que nos lleva a estar alegres en los momentos de desolación y descubrir cosas sensatas que decir. En los momentos de desolación, Cristo nos habla y en la meditación nos habla todavía más directamente. El silencio, las pocas palabras y sensatas nos acercan más a Cristo que los grandes gritos, los grandes estallidos de voz, ya que Él siente una especial predilección por esta virtud del silencio. Más importante que lo que decimos es lo que Dios nos dice y lo que dice a través de nosotros. Jesús está siempre más atento a presentarse en el silencio que en el ruido, en el mucho hablar. En el silencio, nosotros le escuchamos, Él habla a nuestro espíritu, y nosotros podemos escuchar su voz. Dice el salmista: «Ahora guardo silencio. No abriré la boca, porque eres tú quien lo haces todo.» (Salmo 39,10).

También el Papa Francisco, en su alocución en la vigilia de oración que precedió a la última reunión del Sínodo, decía: «El silencio es esencial en la vida del creyente. En efecto, está al principio y al final de la existencia terrena de Cristo. El Verbo, la Palabra del Padre, se hizo "silencio" en el pesebre y en la cruz, en la noche de la Natividad y en la de Pascua. Esta tarde, nosotros cristianos hemos permanecido en silencio ante el Crucifijo de San Damián, como discípulos a la escucha ante la cruz, que es la cátedra del Maestro. Nuestro silencio no ha sido vacío, sino un momento lleno de espera y disponibilidad. En un mundo lleno de ruido ya no estamos acostumbrados al silencio, es más, a veces nos cuesta soportarlo, porque nos pone delante de Dios y de nosotros mismos. Y, sin embargo, esto constituye la base de la palabra y de la vida. San Pablo dice que el misterio del Verbo encarnado estaba «guardado en secreto desde la eternidad» (Rm 16,25), enseñándonos que el silencio custodia el misterio, como Abraham custodió la Alianza, como María custodió en su seno y meditó en su corazón la vida de su Hijo (cf. Lc 1,31; 2,19.51). Por otra parte, la verdad no necesita gritos violentos para llegar al corazón de los hombres. A Dios no le gustan las proclamas y los jaleos, las habladurías y la confusión; Dios prefiere más bien, como hizo con Elías, hablar en «el rumor de una brisa suave» (1 Re 19,12), en un “hilo sonoro de silencio”. Y así también nosotros, como Abraham, como Elías, como María, necesitamos liberarnos de tantos ruidos para escuchar su voz. Porque sólo en nuestro silencio resuena su Palabra.» (30 de septiembre de 2023).

En esta escala de la humildad la relación palabra / silencio tiene un papel importante. San Benito nos habla de evitar el pecado, que es un fruto que surge rápidamente en nuestros labios. El silencio aparece como un medio poderoso para conservar la paciencia, es decir, la paz, es de ordinario el medio más indicado para ver claramente un problema, para tomar una decisión apropiada y al fin para ejecutarla. En el séptimo grado de la humildad san Benito alude a las declaraciones bien intencionadas huyendo de la altivez, declarándose el último y esperando a que los demás reconozcan nuestra santidad, si es necesario hacerlo. San Benito alerta sobre la posibilidad de conversaciones ociosas, vanas, con muchas palabras, y apuesta por aquellas que son pocas y sensatas, siempre con el propósito de edificación y en un clima de humildad.

Hoy este silencio, esta parquedad en las palabras, lo debemos practicar más allá del boca-oreja tradicional. Hoy las nuevas tecnologías, las redes sociales, los teléfonos móviles y tantos otros medios llenan y nos tientan a llenar con estallidos de voz, aunque sean virtuales, nuestras vidas. Al respecto alerta el Papa Francisco en la Constitución Apostólica Vultum Dei quaerere cuando escribe: «En nuestra sociedad, la cultura digital influye de forma decisiva en la formación del pensamiento y en la forma de relacionarse con el mundo y, en particular, con las personas. Este clima cultural no deja inmunes a las comunidades contemplativas. Es cierto que estos medios pueden ser instrumentos útiles para la formación y la comunicación, pero os exhorto a un prudente discernimiento para que estén al servicio de la formación para la vida contemplativa y de las necesarias comunicaciones, y no sean ocasión para la distracción y la evasión de la vida fraterna en comunidad, ni sean nocivos para su vocación o se conviertan en obstáculo para su vida enteramente dedicada a la contemplación.» (Vultum Dei quaerere, 34).

Y se insiste sobre este tema sugiriendo crear un espacio de protección para el silencio cuando en Cor Orans, instrucción aplicativa de la Constitución Apostólica Vultum Dei quaerere, se escribe: «Con el nombre de clausura se entiende el espacio monástico separado del exterior y reservado a las monjas, en el que sólo en caso de necesidad puede admitirse la presencia de extraños. Debe ser un espacio de silencio y de recogimiento donde se pueda desarrollar la búsqueda permanente del rostro de Dios, según el carisma del Instituto.» (Cor Orans, 161). Hay que proteger el silencio, nos lo pide también san Benito en este undécimo grado de la humildad, vaciándolo de los estallidos de voz y de las risas ruidosas, llenándolo con pocas palabras y sensatas, con gravedad y con humildad. Como escribe Dom Marie Bruno, «la abundancia de palabras produce ruido, y el ruido es uno de los grandes enemigos del hombre.» (Le silence monastique, p. 128).

 

domingo, 14 de enero de 2024

CAPÍTULO 7,35-43 LA HUMILDAD

 

CAPÍTULO VII

LA HUMILDAD

35 El cuarto grado de humildad consiste en que, en la misma obediencia, así se impongan cosas duras y molestas o se reciba cualquier injuria, uno se abrace con la paciencia y calle en su interior, 36 y soportándolo todo, no se canse ni desista, pues dice la Escritura: "El que perseverare hasta el fin se salvará", 37 y también: "Confórtese tu corazón y soporta al Señor". 38 Y para mostrar que el fiel debe sufrir por el Señor todas las cosas, aun las más adversas, dice en la persona de los que sufren: "Por ti soportamos la muerte cada día; nos consideran como ovejas de matadero". 39 Pero seguros de la recompensa divina que esperan, prosiguen gozosos diciendo: "Pero en todo esto triunfamos por Aquel que nos amó". 40 La Escritura dice también en otro lugar: "Nos probaste, ¡oh Dios! nos purificaste con el fuego como se purifica la plata; nos hiciste caer en el lazo; acumulaste tribulaciones sobre nuestra espalda". 41 Y para mostrar que debemos estar bajo un superior prosigue diciendo: "Pusiste hombres sobre nuestras cabezas". 42 En las adversidades e injurias cumplen con paciencia el precepto del Señor, y a quien les golpea una mejilla, le ofrecen la otra; a quien les quita la túnica le dejan el manto, y si los obligan a andar una milla, van dos; 43 con el apóstol Pablo soportan a los falsos hermanos, y bendicen a los que los maldicen.

En la vida, en cualquier vida, surgen dificultades y muchas veces entramos en contradicciones. La vida del cristiano y más concretamente la vida del monje no es, ni debe ser, diferente, y en ella también nos encontramos con dificultades y entramos en contradicciones. Ante toda dificultad se presentan dos opciones: afrontarla o rehuirla. Parece que nuestra sociedad está hoy más por rehuir cualquier obstáculo que por afrontarlo, y eso provoca que la perseverancia no esté muy de moda. San Benito sabe muy bien que la vida del monje, la vida de búsqueda de Dios, la vida en comunidad no es fácil, que inevitablemente presenta dificultades, y ya en el prólogo nos pide no abandonar enseguida, aterrados, el camino de la salvación.

Aguantar firme, no desfallecer, no echarse atrás parece fácil, siempre y cuando las cosas vayan bien o vayan, mejor dicho, como nosotros queremos que transcurran. Pero he aquí que esto no siempre es así, que inevitablemente nuestra voluntad o incluso nuestra forma de ver o de plantear las cosas entra en contradicción o bien con la visión de los demás o bien a veces incluso con nosotros mismos, con nuestros estados de ánimo.

Una contradicción habitual es la que se produce entre el decir y el hacer; y esto lo vemos siempre más en los demás que en nosotros mismos, y así a menudo tenemos en la punta de la lengua la acusación, verbalizada o planteada de pensamiento, el acusar a los demás de incoherencia. Esto no es nuevo, pertenece casi bien podríamos decir a la misma naturaleza humana, y ante esta realidad el Evangelio, norma suprema, como dice san Benito, de nuestra vida, nos previene del juicio erróneo o parcial que a menudo hacemos. Así en el Evangelio de Lucas Jesús nos dice: «¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo”, no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano.» (Lc 6,42). Y respecto también a la coherencia nos advierte Cristo en el Evangelio de Mateo: «Haced y observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta, porque dicen y no hacen» (Mt 23,3).

Aguantarlo todo por aguantarlo no es lo que nos pide San Benito; sería absurdo, no es cristiano. Hay una razón para esta perseverancia: perseveramos por el Señor, por serle fieles, muriendo cada día con la esperanza puesta en la recompensa divina, con la convicción de salir plenamente vencedores gracias a Cristo, gracias a Aquel que nos ama .

En palabras de san Bernardo: «Si en la misma obediencia surgen conflictos duros y contrarios, si tropezamos con cualquier clase de injurias, aguanta sin desmayo. Así manifestarás que vives en el cuarto grado de humildad.» (Grados de la humildad y la soberbia, 47,1).

El objetivo es siempre buscar a Dios de verdad, la recompensa divina, la vida eterna, tal como dice san Benito en los capítulos 58 y 72; la metodología es la paciencia, como dice el prólogo, y el modelo no puede ser otro que Cristo, que es quien mediante su gracia nos ayuda a alcanzar ese objetivo; de hecho es Él quien sufriendo, muriendo y resucitando nos ha abierto las puertas de la vida eterna, la ha puesto a nuestro alcance.

Ser probado como la plata, ser depurado al fuego, ser cargado con un fardo insoportable, llevar a otros hombres sobre nuestras cabezas o nuestros hombros, no son tareas agradables, nadie las escogería por el simple hecho de escogerlas. Si nos toman la túnica, ceder incluso el manto; hacer dos millas cuando haciendo una tendríamos suficiente; aguantar a los falsos hermanos y la persecución y encima bendecir a quienes nos maldicen: estos no son consejos fáciles de llevar a cabo, no debemos soportarlos por sí mismos; sólo si hay una razón de peso, y ésta es Cristo. Buscando el equilibrio y nunca olvidando que todos y cada uno de nosotros somos hijos del mismo Padre, de Dios, y hermanos en Jesucristo.

Cuando el Prior de la Gran Cartuja Dom Dismas de Lassus trata de lo que él denomina el tercer grado de la obediencia, escribe: «No es sino a Dios a quien debemos una obediencia total e incondicional, tanto de nuestra voluntad como de nuestra inteligencia, porque Él es la Bondad y la Verdad absoluta. Toda obediencia a un hombre, en su contexto, está limitada por esta verdad primera. Como dijeron Pedro y los apóstoles ante el Sanedrín: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. (...) Hay dos límites más: por un lado, la obediencia requiere el sometimiento de la voluntad, concierne siempre una acción, lo cual significa que el superior puede pedir a un sujeto que haga algo, no puede pedirle que piense algo. El abad, por ejemplo, puede pedir a un monje que meta las sillas porque cree que mañana lloverá, pero no puede pedirle, al monje, que piense que mañana lloverá. Por el voto de obediencia prometemos el sometimiento de nuestra voluntad, no la de nuestra inteligencia.» (Risques et dérives de la vie religieuse). Necesitamos ser conscientes de a quién y por qué obedecemos.

Porque nada de todo esto, de nuestra vida de cristianos y de monjes, de buscadores de Cristo, tiene sentido si detrás no está Cristo como modelo y la vida eterna como objetivo. De ahí que la perseverancia ante las dificultades, las contradicciones, propias y ajenas, y las injusticias sea un verdadero obstáculo, muchas veces un obstáculo que se nos presenta como insalvable.

Todo ello nos hace fijar la mirada más en la piedra de tropiezo que tenemos ante los ojos que en la meta, la finalidad, el porqué de todo. La única razón de todo es Cristo, sin Él nada tiene sentido, por Él y con Él todo adquiere coherencia.

Como escribe Dom Dismas de Lassus: «La obediencia religiosa, en el ejemplo de Cristo, es la sumisión libre de una voluntad libre iluminada por una inteligencia libre. Todo lo demás no tiene valor religioso.» (Risques et dérives de la vie religieuse).