CAPÍTULO L
LOS HERMANOS QUE TRABAJAN LEJOS DEL ORATORIO O ESTÁN
DE VIAJE
1 Los hermanos que trabajan muy lejos y no pueden acudir
al oratorio a la hora debida, 2 y el abad reconoce que es así, 3
hagan la Obra de Dios allí mismo donde trabajan, doblando las rodillas
con temor de Dios. 4 Del mismo modo, los que han salido de viaje, no
dejen pasar las horas establecidas, sino récenlas por su cuenta como puedan, y
no descuiden pagar la prestación de su servicio.
El lugar donde el monje desarrolla su vida es el recinto del monasterio.
Así el monasterio se convierte para nosotros como el que Guillermo de
Saint-Thierry describía para los cartujos de Mont-Dieu, en este caso
hablándoles de la celda: «La celda no debe ser, en ningún caso, un lugar de
reclusión forzada sino una morada de paz. La puerta cerrada no significa
escondrijo sino retiro. Aquél que tiene a Dios por compañero nunca está menos
solo que cuando está solo. Porque entonces puede disfrutar libremente de su
alegría; entonces dispone de sí mismo para disfrutar de Dios en sí y de sí
mismo en Dios.» (Carta de Oro, 29-30). Pero todos sabemos por
experiencia que en determinados momentos o períodos de nuestra vida como
monjes, por motivos de estudio, de enfermedad, por cuidar a un familiar o por
alguna tarea concreta, podemos estar un tiempo más o menos largo fuera del
monasterio. ¿Qué queda entonces de nuestra vida de monjes? ¿La abandonamos por
estar fuera de la clausura? Aquí, en este capítulo de la Regla, san Benito nos
viene a decir que no dejamos de ser monjes por estar lejos del monasterio y no
poder asistir al oratorio a la hora debida, que aunque estemos de viaje
seguimos manteniendo nuestra obligación de orar, de ser fieles al Oficio
Divino. Ciertamente, a veces se nos puede hacer más difícil o mucho más difícil
en algunas ocasiones ser fieles, porque el ambiente que nos rodea no facilita
el recogimiento. En este aspecto podemos citar tan sólo un ejemplo muy cercano
en el tiempo: nuestro querido P. Abat Josep nada más ingresar en el hospital lo
primero que pidió fue el breviario para poder seguir rezando el Oficio Divino,
y también es cierto que se quejaba de que el ritmo del hospital no favorecía un
clima de recogimiento y que lo que echaba de menos especialmente era el
silencio. Requiere pues un esfuerzo suplementario, cuando no estamos en el
monasterio, mantener este ritmo de oración; seguramente no podemos vivirlo a
las mismas horas que cuando estamos con la comunidad, pero es necesario
esforzarnos por no perder ese elemento que es constitutivo, básico para nuestra
vida, podríamos decir que fundamental para nuestra supervivencia como monjes y
creyentes.
San Benito nos invita a no descuidar este aspecto, a priorizarlo frente
a otros, a no creernos que porque estamos fuera del monasterio estamos exentos
de esta obligación. Pero de hecho vivirla como una obligación no es la mejor
forma de vivirla. La oración, el Divino Divino, es ciertamente obligatorio, así
lo establece la Iglesia, para todos los consagrados, y de todos modos para
todos los ministros ordenados. La Constitución Sacrosantum Concilium sobre
la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II nos dice: «Por
una antigua tradición cristiana, el Oficio Divino está estructurado de tal
manera que la alabanza de Dios consagra el curso entero del día y de la noche,
y cuando los sacerdotes y todos aquellos que han sido destinados a esta función
por institución de la Iglesia cumplen debidamente ese admirable cántico de
alabanza, o cuando los fieles oran junto con el sacerdote en la forma
establecida, entonces es en verdad la voz de la misma Esposa que habla al
Esposo; más aún, es la oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre.» (SC,
84). Y también el Código de Derecho Canónico, el texto normativo de la Iglesia
por excelencia, nos dice: «Los sacerdotes, y los diáconos que desean recibir el presbiterado,
tienen la obligación de celebrar todos los días la liturgia de las horas según
los libros litúrgicos propios y aprobados; y los diáconos permanentes deben
rezar aquella parte que determine la Conferencia Episcopal.» (C. 276, § 2,3).
Nuestras mismas Constituciones nos dicen: «Todos los
monjes tienen obligación de asistir al coro, y los profesos solemnes de rezar
el oficio privadamente, cuando no pueden asistir.» (Artículo 27, § 1).
Pero teniendo claro que estamos obligados a ello, no debemos vivirlo
como una imposición, de hacerlo así rezaremos mal, no de buen grado y no nos
será de demasiado provecho espiritual, que es de lo que se trata por encima de
todo. Si aparte de las circunstancias que nos rodean, que pueden no ser del
todo favorables a un clima de recogimiento, añadimos que rezamos no de buen
grado sino por obligación y con pocas ganas de cumplirla, de hecho ni siquiera
cumpliremos con nuestro deber. Debemos poder aplicar al Oficio Divino lo mismo
que san Benito nos dice sobre la obediencia: «Pero esta misma obediencia será
entonces agradable a Dios y dulce a los hombres, si la orden se ejecuta sin
vacilación, sin tardanza, sin tibieza, sin murmuración o sin negarse a obedecer.» (RB 5,14).
Siempre debemos plantearnos la cuestión: ¿por qué oramos? Si
respondiéramos que por obligación estaríamos reconociendo que no lo hacemos de
buen grado, sino de mala gana. Es ésta una pregunta que nos podemos hacer cada
día, cuando suena la campana por la mañana, o de madrugada mejor dicho, si nos
apetece ir al Oficio Divino o bien intentamos buscar una excusa para no ir.
Seguro que siempre podremos decirnos que estamos cansados, que hemos dormido
mal o que nos duele esto o aquello o que nos viene a la cabeza que ese otro
hermano hace días o semanas que con una excusa o pretexto o justificación
similar está ausente del Oficio. Entonces, si, Dios no lo quiera, caemos de
manera injustificada en esta tentación y estamos ausentes del Oficio Divino se
nos puede ocurrir suplirlo con alguna otra oración que siempre buscaremos más
breve que larga. Nos lo dice san Bernardo en el quinto escalón de la soberbia
cuando habla de la singularidad y escribe que al monje que busca ser singular
«le parece más provechosa una breve oración particular que toda la salmodia de
una noche». Es la tentación que siempre nos ronda, que nunca acabamos de
quitarnos de encima, ser nuestra propia medida,
hacernos una regla a medida y añadir además el desprecio a los demás
hermanos. Cuando de hecho poder alabar al Señor en comunidad es un regalo, un
privilegio, y esto se nos hace bien presente cuando debemos hacerlo de manera
individual si trabajamos lejos del oratorio o nos encontramos en camino. ¿Qué
sentimos entonces? ¿Liberación por ahorrarnos la obligación de ir al coro? ¿O
nostalgia por no poder participar? En palabras de san Pablo VI: «Al celebrar el
Oficio Divino, aquéllos que por el orden sagrado recibido están destinados a
ser de manera particular la señal de Cristo sacerdote, y aquéllos que con los
votos de la profesión religiosa se han consagrado al servicio de Dios y de la
Iglesia de manera especial, no se sientan obligados únicamente por una ley a
observar, sino más bien por la reconocida e intrínseca importancia de la
oración y de su utilidad pastoral y ascética.» (Laudis Canticum).
Vivamos la oración como algo vital para nosotros, como un elemento de lo
que no podemos prescindir, como lo que es, un verdadero alimento espiritual
para nosotros, sin el cual nos sentimos faltos de algo que nos es fundamental
para vivir como creyentes y como monjes. Vivámoslo como un verdadero regalo de
Dios cuando podemos participar en comunidad y cuando, por la circunstancia que
sea, nos vemos obligados a rezar el Oficio Divino allí donde nos encontramos,
hagámoslo con respeto ante Dios. Como escribe san Benito: «Ya no por miedo al infierno, sino por amor de
Cristo, por la costumbre del bien y por el gusto de las virtudes.» (RB
7,69). Es decir no por obligación o por imposición que generan siempre un
irrefrenable deseo de descuidarlo, sino por amor a ese momento privilegiado y
fuerte de contacto con el Señor. ¿No es a Él a quien hemos venido a buscar en
el monasterio? Pues si es así, ¿cómo podemos desear esquivar el encuentro con
Él en el Oficio Divino o en el contacto con su Palabra? Como se dice en Sacrosantum
Concilium, que siempre al rezarlo, la mente concuerde con la voz, y para
conseguirlo mejor adquirimos una instrucción litúrgica y bíblica más rica,
principalmente sobre los salmos, que no es otra que la Lectio Divina (Cf.
SC, 90).
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