CAPÍTULO 9
SALMOS EN LAS VIGILIAS
En el
mencionado tiempo de invierno se comenzará diciendo en primer lugar y por tres
veces este verso: «Señor, ábreme los labios, y mi boca proclamará tu alabanza».
2Al cual se añade el salmo 3 con el gloria. 3Seguidamente, el salmo 94 con su
antífona, o al menos cantado. 4Luego seguirá el himno ambrosiano, y a
continuación seis salmos con antífonas. 5Acabados los salmos y dicho el verso,
el abad da la bendición. Y, sentándose todos en los escaños, leerán los
hermanos, por su turno, tres lecturas del libro que está en el atril, entre las
cuales se cantarán tres responsorios. 6Dos de estos responsorios se cantan sin
gloria, y en el que sigue a la tercera lectura, el que canta dice gloria.
7Todos se levantarán inmediatamente cuando el cantor comienza el gloria, en
señal de honor y reverencia a la Santísima Trinidad. 8En el oficio de las
vigilias se leerán los libros divinamente inspirados, tanto del Antiguo como
del Nuevo Testamento, así como los comentarios que sobre ellos han escrito los
Padres católicos más célebres y reconocidos como ortodoxos. 9Después de estas
tres lecciones con sus responsorios seguirán otros seis salmos, que se han de
cantar con aleluya. 10Y luego viene una lectura del Apóstol, que se dirá de
memoria; el verso, la invocación de la letanía, o sea, el Kyrie eleison,
11y así se terminan las vigilias de la noche.
Leemos
en Eclo 32,14: “quien venera al Señor
acepta ser instruido, y los que madruga para encontrarlo hallarán su favor”.
Leyendo
la Regla se es consciente de que la liturgia tiene un lugar importante en el
equilibrio diario de la vida del monje. La liturgia es el punto central en
torno al cual hay otros como el trabajo, la lectio, el descanso… Un equilibrio
armónico que a partir de la liturgia da sentido a la vida, teniendo la
Eucaristía como cumbre, ya que todo brota de la Pascua del Señor.
El
Oficio Divino es para san Benito la referencia principal en la vida del monje,
al cual no debe anteponerse otra actividad (cfr. RB 43,3). Por esto mismo, nos
dice que cuando alguien se acerca con el deseo de ser monje es importante tener
en cuenta si es celoso por el Oficio, por la obediencia, por las humillaciones
(cfr RB 58,7). La Regla no dice nada en relación a estas prioridades, sino que
habla del orden de la vida diaria, y dirigiéndose sobre todo al deseo del monje
de buscar a Dios.
Nos dice
la Constitución Sacrosanctum Concilium, del Concilio Vaticano II: De acuerdo a una antigua tradición cristiana, el Oficio Divino está
estructurado de tal manera que la alabanza a Dios consagra todo el curso del
día y de la noche; y cuando los sacerdotes y todos aquellos que tienen esta
responsabilidad por institución de la Iglesia, cumplen debidamente este cántico
de alabanza, o cuando los fieles oran juntamente con el sacerdote en la forma
establecida, entonces, verdaderamente, es la voz de la misma Esposa la que
habla al Esposo, todavía más: es la oración del mismo Cristo, con su Cuerpo,
quien se dirige al Padre (SC, 84)
Si
queremos buscar a Dios, si venimos al monasterio a buscar a Dios de verdad,
cuando sentimos la campana, dejamos todo, nos levantamos rápidamente de la
cama, para ir con presteza al Oficio Divino. Esto es fácil de decir y de
escribir, pero en el día a día ya no resulta tan fácil llevarlo a la práctica. Pero
si nos dejamos llevar por la pereza o la tentación siempre podemos tener alguna
cosa más importante para hacer, o, simplemente, si se trata de la primera hora
del día, desear tener un poco más de tiempo para dormir. Entonces, la viña de
nuestra vocación se puede ir convirtiendo en borde, sin otro fruto que la
impiedad en lugar de la fe, la desconfianza en lugar de la esperanza, la
envidia en lugar del amor, como nos decía Balduino de Cantorbery en un nocturno
de esta semana. San Benito lo dice con mucha claridad, nos lo quiere inculcar:
que no hay cosa más urgente que el Oficio Divino, nada más indispensable. La
clave de toda la vida monástica es el amor a Cristo, a quien no tenemos que
anteponer nada, y si los monjes hemos de preferir al Oficio Divino a cualquier
otra cosa es porque el amor de Cristo llena nuestra vida, y nosotros, libre y
gozosamente, vamos a su encuentro ya desde la primera hora del día en Maitines.
Si fallamos en este inicio del día corremos el riesgo de torcernos, y ser
incapaces de enderezarnos, como también nos lo recordó el profeta Jeremías en
esta semana (cfr Jer 9,4)
San
Benito nos habla del comienzo del Oficio Divino con el verso 17 del salmo 50,
que se repite tres veces: “Abridme los labios, Señor”, y que da a
todo el Oficio, a toda nuestra jornada, un sentido de alabanza. Luego, tenemos
los salmos 3 y 94, tradicionales en las liturgias orientales, y el himno, que
san Benito llama ambrosiano, pues es
atribuido por la tradición a san Ambrosio.
Fue
sobre la base de este texto de san Benito que los primeros cistercienses
quisieron volver a la pureza de la Regla, al buscar la forma más primitiva del
himno litúrgico.
San
Benito nos habla también del Gloria con la costumbre de inclinarnos al
recitarlo o cantarlo al final de cada salmo, para manifestar de este modo el
honor y reverencia al misterio de la Trinidad. Debemos estar delante de Dios con
toda dignidad, como un hijo delante de su padre, con una actitud de reverencia.
La
tradición de los doce salmos, es una tradición antigua atribuida a san Pacomio,
se remonta a los primeros monjes que se esforzaron por practicar la oración
continua. Uno de los medios que idearon, para mantener un sentido constante de
la presencia de Dios en su vida, era recitar un salmo o una plegaria a cada una
de las doce horas del día. Poco a poco estas horas estas plegarias se reunieron
al principio y al final de día, pues lo importante no es recitar un cierto número de salmos,
sino mantener una actitud constante de plegaria. En lo que se refiere a las
lecturas, san Benito nos habla de textos tomados de la autoridad divina del
Antiguo y Nuevo Testamento, como también de los comentarios escritos por los
Padres Católicos, conocidos por su ortodoxia. El objetivo de estas lecturas en
el Oficio no es tanto el enseñarnos o informarnos, como escuchar la Palabra de
Dios que nos llega a través de la Escritura y de la Tradición de la Iglesia.
Así el Oficio Divino no viene a ser un momento de reflexión o catequesis, sino
un contacto con la Palabra de Dios recitada y escuchada.
El
Concilio Vaticano II no hace ninguna referencia explícita a la Regla de san
Benito, pero en la constitución Sacrosantum Concilium, siguiendo la más antigua
tradición cristiana se asigna a la liturgia el lugar que le corresponde como
centro de la vida eclesial. Nos dice: “Cristo
está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está
presente en el sacrificio de la Eucaristía…
Está presente en los Sacramentos, de manera que cuando alguien bautiza,
es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la
Iglesia la Sagrada Escritura, es él quien habla. Está presente, finalmente,
cuando la Iglesia suplica y canta salmos, como él mismo nos prometió: “donde
hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos” (Mt 18,20). Con
razón, pues se considera la liturgia el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo.
En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la
santificación del hombre… En consecuencia, toda celebración litúrgica por ser
obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada
por excelencia, la eficacia de la cual, con el mismo título y el mismo grado,
no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia” (SC 7)
Si toda
la vida cristiana se fundamenta en el Oficio Divino y en la Eucaristía, con más
razón la vida de los monjes.
Entre la
regla de san Benito y el Concilio Vaticano II hay todavía otro punto de
encuentro a la luz del Evangelio de Lucas, que nos habla de Marta y María, de
la vida activa y contemplativa (cfr Lc 10,38-42). En la Regla no encontramos los conceptos de
vida activa o vida contemplativa. La Regla nos habla de la liturgia como de una
obra divina, algo a realizar con una esfuerzo corporal y espiritual. El Opus
Dei no solo da sentido, sino da la medida de la vida monástica a lo largo de la
semana y del año. San Benito nos llama a poner los fundamentos de nuestra vida
espiritual cada día, abriendo nuestros labios, todavía en la oscuridad del día,
para alabar al Señor. Si descuidamos esta base que es el Oficio de Vigilias,
nuestro edificio espiritual nace débil, frágil, con el peligro de derrumbarse
antes de acabar la jornada. San Benito nos invita a que la medida del tiempo
sea teocéntrica. También la constitución Sacrosantum Concilium nos presenta la
liturgia como una obra, un trabajo, una acción, un punto clave sobre tiene que
fundamentar se todas las demás actividades de la vida monástica o eclesial,
pues en la Iglesia, como en el monasterio es María quien activa a Marta y no al
contrario. Como hay una escala de humildad que es preciso subir escalón a
escalón hay una es la de plegaria, el Oficio Divino que hay que ir subiendo,
comenzando ya con los Maitines. Solamente una vez subidos todos estos escalones
podemos llegar a aquella caridad de Dios que al ser perfecta, echa fuera todo
temor, y gracias a la cual todo lo que antes observamos con temor, lo empezaremos a hacer sin esfuerzo, como algo
natural, por costumbre, por amor a Cristo, por el costumbre del bien u el gusto
de las virtudes (cfr RB 7,67-69)
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