CAPÍTULO
VII
LA
HUMILDAD
(Cuarto grado: 7,35-43)
«El cuarto grado de humildad consiste en que el
monje se abrace calladamente con la paciencia en su interior en el ejercicio de
la obediencia, en las dificultades y en las mayores contrariedades, e incluso
ante cualquier clase de injurias que se le infieran, 36 y lo soporte todo sin
cansarse ni echarse para atrás, pues ya lo dice la Escritura: «Quien resiste
hasta el final se salvará». 37 Y también: «Cobre aliento tu corazón y espera
con, paciencia al Señor». 38 Y cuando quiere mostrarnos cómo el que desea ser fiel
debe soportarlo todo por el Señor aun en las adversidades, dice de las personas
que saben sufrir: «Por ti estamos a la muerte todo el día, nos tienen por
ovejas de matanza». 39 Mas con la seguridad que les da la esperanza de la
recompensa divina, añaden estas palabras: «Pero todo esto lo superamos de sobra
gracias al que nos amó». 40Y en otra parte dice también la Escritura: «¡Oh
Dios!; nos pusiste a prueba, nos refinaste en el fuego como refinan la plata,
nos empujaste a la trampa, nos echaste a cuestas la tribulación». 41 Y
para convencernos de que debemos vivir
bajo un superior, nos dice: «Nos has puesto
hombres que cabalgan encima de nuestras espaldas». 42 Además cumplen con
su paciencia el precepto del Señor en las contrariedades e injurias, porque,
cuando les golpean en una mejilla, presentan también la otra; al que les quita
la túnica, le dejan también la capa; si le requieren para andar una milla, le
acompañan otras dos; 43 como el apóstol Pablo, soportan la persecución de los
falsos hermanos y bendicen a los que les maldicen.»
Explica un
cuento oriental que un maestro samurái paseaba por el bosque con un fiel
discípulo, cuando vieron un lugar pobre de apariencia, y decidió hacer una
visita. Al llegar al lugar constató la pobreza del mismo; sus habitantes, una
pareja y tres hijos, vestidos con ropas sucias, rotas, y sin calzado; la casa,
poco más que una cubierta de madera sostenida por unos pilares. Se acercó al
hombre que, aparentemente, era el padre de familia y le preguntó: en este lugar
no existen posibilidades de trabajo, ni puntos de comercio, ¿cómo habéis podido
sobrevivir? El hombre le respondió: -Amigo, nosotros tenemos una vaca que da
varios litros de leche cada día. Una parte del producto la vendemos, o la
cambiamos por otros alimentos en la ciudad vecina, y con la otra fabricamos
queso, cuajada… para nuestro consumo. Y así es como vamos sobreviviendo.
El sabio va
agradecer la información, contempló el lugar por un momento, y se despidió. A
medio camino se volvió hacia su discípulo y le ordenó: -Busca la vaca, llévala
al precipicio que hay enfrente y arrójala por el barranco”. El joven,
espantado, miró al maestro y le dijo que la vaca era el único medio de
subsistencia de aquella familia. El maestro permaneció en silencio y el
discípulo, bajando la cabeza, cumplió la orden. Empujó la vaca por el
precipicio y la vio morir. Aquella escena le quedó grabada en la memoria
durante muchos años.
Un día, el
joven, consumido por la culpa, decidió abandonar todo lo que tenía entre manos
y volvió a aquel lugar. Quería confesar a la familia lo que había sucedido y
pedirles perdón y ayudarlos. Así lo hizo. A medida que se aproximaba al lugar
veía un panorama muy diferente: árboles floridos, una hermosa casa con un coche
a la puerta, y algunos niños jugando en el jardín. El joven se sintió triste y
desesperado, imaginando que aquella humilde familia debió tener que vender el
terreno para sobrevivir. Preguntó por la familia que vivía allí hacía unos
cuatro años. El hombre le respondió que seguían viviendo allí. Expectante,
entró en la casa y vio que era la misma familia que visitó hacía veinte años
con el maestro. Elogió la nueva situación y preguntó al amo de la vaca: ¿”cómo
hicisteis para mejorar este lugar y cambiar de vida? El hombre entusiasmado le respondió:
“nosotros teníamos una vaca que cayó al precipicio y murió. Después, nos vimos
en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no
sabíamos que teníamos. Y de esta manera logramos el éxito actual.
¿En nuestro
caso, cual es la vaca? Hay cosas que nos proporcionan alguna satisfacción, pero
que a la larga nos empobrecen, al hacernos dependientes de ellas, y no nos
dejan avanzar en el camino monástico por la escala de la humildad. Nuestro
mundo se reduce, entonces, a una vaca que no nos enriquece, sino que solo nos
permite sobrevivir, nos limita. Las vacas pueden ser nuestra voluntad, nuestro
capricho o infidelidad, nuestra pereza o impaciencia, nuestra soberbia o
mediocridad, y tantas otras cosas que no nos ayudan, pero de la cuales seguimos
dependiendo y que nos hacen incapaces de cambiar, aunque nos agradaría hacerlo,
y nos conformamos por comodidad o por rutina.
En realidad,
son los miedos que nos llevan a acomodarnos, a estancarnos y cerrarnos en nosotros
mismos. Y en estos miedos nos hacemos fuertes ante las dificultades, y nos
consolamos falsamente en lugar de aguantar firmes, sin desfallecer.
Porque de la
práctica de la humildad sabemos la teoría, pero cuando debemos practicarla,
utilizar las armas de la obediencia y la paciencia, surgen las dificultades y
las contradicciones, desfallecemos y nos conformamos. Solamente esperando en
Cristo, que nos ama, lograremos arrojar por el barranco nuestra vaca particular
y hacernos conscientes de que podemos salir airosos cuando confiamos en el
Señor.
San Benito
nos propone para conseguirlo las armas de la obediencia y la paciencia, el
escenario del recinto monástico, y la compañía de la comunidad. Por esto san
Benito entiende la penitencia mayor que se puede imponer a un monje la
excomunión que le priva de la vida común. Pero, ciertamente, nos podemos
excluir nosotros mismos, a menudo por comodidad, por algún tema banal, y
entonces corremos el riesgo de ir perdiendo el buen espíritu de nuestra
vocación, de la llamada del Espíritu que nos trajo al monasterio. Para
recuperarla no hay medios más eficaces y poderosos que la obediencia, la
constancia y la paciencia; imponernos la obligación de no faltar a ningún acto
comunitario, pedir el permiso oportuno, no poner ninguna excusa para nada de no
ser un caso de absoluta necesidad.
Dejémonos
llevar por los ejemplos de nuestros ancianos, que se han convertido en reglas
vivas, en pilares del monasterio.
Dejémonos arrastrar por su ejemplo, porque viven su vida monástica con
plenitud y alegría. Por ello, cuando llegan momentos en los cuales la vida nos
parece dura, fijémonos en ellos, en su sonrisa y su sencilla presencia nos
puede dar la fuerza necesaria en un momento difícil de nuestra vida. También
podemos tropezar, Dios no lo quiera, con ejemplos menos edificantes, pero,
incluso, no deberían ser malos ejemplos pues nos podría ser de provecho
mostrándonos, por oposición, fieles, observantes, para no caer en la
mediocridad.
A la tercera
parte de la escala de la humildad, cuando hemos subido cuatro escalones, y nos
quedan ocho por subir, pensemos unos minutos, dediquemos un momento a pensar si
tenemos vacas en nuestra vida, y como podemos arrojarlas por el barranco, para
poder ir subiendo con más ligereza. No suceda que el peso de nuestras
deficiencias se nos haga insoportable, que el peso de nuestra propia humanidad
nos agobie.
Pensemos como
han vivido nuestros ancianos, estampando contra el Cristo los malos
pensamientos que les venían encima (RB 4,50); porque quien desea ser fiel ha de
aguantarlo todo por el Señor, y entonces con el temor del Señor que no nos
vanagloriemos de nuestra observancia, considerando que todo lo bueno que
tenemos no es sino obra del Señor, y que a nosotros nos corresponde
glorificarlo con nuestra vida (cf. RB, Pr, 29).
Nos dice
también Clemente de Roma en su carta a los cristianos de Corinto que por la
humildad se llega a la paz. Cuando escribe a quienes han llegado a esta paz les
dice: “Todos vosotros eráis humildes,
completamente ajenos a la vanagloria, más amigos de obedecer que de mandar, más
solícitos para dar que para recibir. Contentos de la gracia que Cristo os
concede para el viaje de esta vida y atentos de todo corazón a su enseñanza,
habíais aceptado con diligencia y amor sus palabras, teniendo siempre presentes
sus sufrimientos. De tal manera que se os otorgó a todos vosotros una paz
profunda y luminosa, con el deseo insaciable de hacer el bien”.
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