CAPÍTULO
50
LOS
HERMANOS QUE TRABAJAN LEJOS DEL ORATORIO
O
ESTÁN DE VIAJE
Los hermanos que trabajan muy lejos y no pueden acudir al oratorio
a las horas debidas, 2 si el abad comprueba que es así en realidad, 3 celebren
el oficio divino en el mismo lugar donde trabajan, arrodillándose con todo
respeto delante de Dios. 4 Igualmente, los que son enviados de viaje, no omitan
el rezo de las horas prescritas, sino que las celebrarán como les sea posible,
y no sean negligentes en cumplir esta tarea de su prestación.
Para san Benito
la plegaria ha de ocupar un lugar fundamental en la nuestra vida. “Que no se anteponga nada al Oficio divino”,
dice la Regla. Tanto es así, que incluso si estamos ausentes del monasterio, al
no poder participar de la plegaria comunitaria, debemos hacerla allí donde nos
encontremos. Tiene muy presente el recordarnos que nuestra ausencia debe ser
justificada, debido a tener el trabajo lejos, o estar de viaje.
Cuando oramos
fuera del monasterio estamos en comunión con Dios y con el resto de la
comunidad. Este aspecto de orar en comunión nos viene a recordar a los cartujos
que hacen una parte del Oficio en solitario, en su celda, a la misma hora,
realizando idéntico rito a cuando se hace en comunidad, y sintiéndose en
comunión con los demás miembros de la comunidad.
Así mismo, san
Benito quiere que cuando oremos fuera del monasterio estemos también en
comunión espiritual con la comunidad. Todos tenemos experiencia de haber hecho
el rezo del Oficio en un avión, o en el tren, en una estación, viajando en
coche, en un área de servicio, en el bosque…
Dios está
presente en todas partes, y nosotros dirigiéndonos a él, no menospreciamos la
tarea de nuestra servidumbre, como nos sugiere san Benito. Como la Regla afirma
“que Dios está presente en todas partes,
y que los ojos del Señor miran a los buenos y a los malos”, pero sobre todo
esto es cierto cuando estamos en el Oficio divino. Y esto es algo a tener
presente también cuando oramos fuera del monasterio. Pues si somos monjes en
cualquier lugar en que nos encontramos debemos ser hombres de plegaria,
sedientos de Dios, y por lo tanto con el deseo de poder dirigirnos a él.
Dios está
presente a lo largo de nuestra jornada de diversas maneras, en la comunidad,
como nos explicaba la M. Montserrat estos días en los Ejercicios, Espirituales,
pero lo está de una manera especial en el Oficio divino, en la escucha de la
Palabra, en la Lectio y en la Eucaristía, haciéndose presente en la asamblea
reunida, en quien la preside, en la liturgia de la Palabra y esencialmente en
el pan y en el vino, transformados en el Cuerpo y Sangre de Cristo. Presencia
real del entre nosotros.
Si, en cierta
manera, nos debemos definir como unos enamorados del Señor, entonces buscarlo,
alabarlo, invocarlo, en cualquier circunstancia, no nos debería resultar pesado
sino liberador y reconfortante.
No hace muchas
semanas un religioso, no de nuestra comunidad, me comentaba que se sentía seco
espiritualmente, que el Oficio divino le pesaba y la salmodia había perdido
sentido para él. Es una situación grave para un consagrado, una verdadera
crisis de vocación. Quizás el algo que no podemos evitarlo del todo, quizás, en
ocasiones puede ser útil para crecer interiormente, pero lo que si debemos
intentar es poner en juego nuestro compromiso, mediante la meditación de la
Palabra, la lectio, esforzándonos en el Oficio en el trabajo, buscando, en toda
circunstancia, vivir nuestra relación con Dios.
Orar, ¿para
qué?, ¿a quién? Orar para hablar y estar
en contacto con Dios.
Explica un
cuento que “un piadoso musulmán oraba todos los días en la presencia de Dios, y
todos los días le suplicaba una gracia que esperaba de él. Se colocaba siempre
para su oración en el mismo rincón de la mezquita y tantos años pasaron y va
repetir su oración, según dicen, que las señales de sus rodillas y de sus pies
quedaron marcados sobre el mármol del espacio sagrado. Pero parecía que no
escuchaba su oración, que no se enteraba de lo que le pedía en su invocación.
Por fin, un día se le apareció un ángel de Dios y le dijo: “Dios ha decidido no
concederte lo que le pides”. Al sentir el mensaje del ángel, el buen hombre
comenzó a dar voces de alegría, a saltar de gozo y explicaba lo que le había
sucedido a todo aquel que se le acercaba. La gente, sorprendida, le preguntó:
¿”Y de qué te alegras si Dios no te concedido lo que le pedías”? a lo que él contestaba
desbordando de gozo en cada una de sus palabras: “Es verdad que me lo ha
negado, pero, por lo menos, sé que mi oración llega hasta Dios. ¿Qué más puedo
desear? ¿qué me importa no haber recibido lo que le pedía? Lo que cuenta es que
Dios me ha escuchado, que la oración me ha puesto en contacto con él. Y eso ya
es suficiente”.
La constancia,
la perseverancia, tienen que acompañar nuestra oración. Solamente así, como la
señales que dejaba el piadoso musulmán en la tierra, a nosotros nos las deja en
el interior.
Fidelidad al
Oficio divino, incluso fuera del monasterio, orando en la medida y de la manera
más digna que podamos, sin interrumpirla nunca, pues muy preciosa para nuestra
vida, como para que la despreciemos. Oremos allí donde nos encontremos, con
respeto, en la presencia de Dios, no dejando pasar las horas prescritas para la
plegaria, con el mayor fervor posible, y
en comunión espiritual con toda la comunidad.
Pidamos y Dios nos dará; busquemos y encontraremos,
truquemos y Dios nos abrirá, porque el que pide recibe, el que busca encuentra,
y a quien truca le abren, nos dice Jesús. (cfr. Lc 11,9-10)
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