CAPÍTULO 25
LAS
CULPAS GRAVES
El hermano que haya cometido una falta grave será excluido de la
mesa común y también del oratorio. 2Y ningún hermano se acercará a él para
hacerle compañía o entablar conversación. 3Que esté completamente solo mientras
realiza los trabajos que se le hayan asignado, perseverando en su llanto
penitencial y meditando en aquella terrible sentencia del Apóstol que dice:
4«Este hombre ha sido entregado a la perdición de su cuerpo para que su
espíritu se salve el día del Señor». 5Comerá a solas su comida, según la
cantidad y a la hora que el abad juzgue convenientes. 6Nadie que se encuentre
con él debe bendecirle, ni se bendecirá tampoco la comida que se le da.
Culpabilidad,
falta, exclusión. No es un lenguaje fácil. Uno de los pilares de la vida
comunitaria es la corrección fraterna. Nos lo dice el mismo Jesús en el
Evangelio de Mateo: “Si tu hermano te
ofende, ves a su encuentro, y a solas con él hazle ver su falta. Si te escucha
habrás ganado un hermano”. (Mt 18,15). Pero la corrección tiene un enemigo
muy poderoso: el orgullo, la soberbia o el “yo”, por decir algunos de sus
nombres. Cuando caemos en la culpa no aceptamos ser corregidos; a menudo
alegamos un defecto de forma. El tono, el momento, el lugar, la persona… Pero
también podemos padecer si somos nosotros los correctores y lejos de hacerlo
por amor buscamos la humillación, la mortificación: al fin y al cabo, buscamos
satisfacer nuestro capricho e intentar remover el obstáculo que hay en el otro,
y que consideramos que nos molesta. Con frecuencia, suelen ser motivaciones muy
humanas que podemos reconocer o no, y quizás de las cuales a veces ni somos
conscientes, pero que sin duda existen. El sentido de la corrección debe ser no
querer que ninguno camine por la senda equivocada; el sentido de la corrección
debe ser el de cambiar el rumbo para retornar al buen camino.
Lo primero que
debemos hacer es vigilar y ser conscientes de nuestra propia salud espiritual.
Estos días hemos escuchado en Maitines un fragmento de las Instrucciones de san
Doroteo de Gaza, abad, que dedica el capítulo 7 a la acusación de nosotros
mismos. Es un buen punto de partida para hacer una reflexión personal, y no
fácil de incorporar a nuestra vida espiritual.
Nos habla de
discernir el motivo principal de un hecho que se repita con frecuencia. A veces
cuando sentimos una palabra molesta, hacemos como si no la hubiéramos oído, no
nos sentimos molestados ni aludidos; en cambio, en otras ocasiones, nada más
nuestro oído escuchó nos sentimos turbados y afligidos. San Doroteo distingue
una causa por encima de cualquiera otra: nuestro estado de ánimo. Si estamos
fortalecidos por la plegaria y la meditación nos cuesta más el perder la paz,
incluso si un hermano, Dios no lo quiera, nos insulta o hiere.
Quien está
fortalecido por la oración o la meditación, tolera fácilmente, sin perder la
paz, a un hermano que le ofende; u otras veces soportará con paciencia a su
hermano, porque se trata de alguien a quien profesa un gran afecto, o, por el
contrario, por menosprecio, porque considera como “nada” a quien desea
perturbarlo, y no se digna tomarlo en consideración, como si se tratara del más
despreciable de los hombres, y entonces ni se digna dar una respuesta con la
palabra, ni recordar sus maldiciones e injurias, con lo cual ni se turba ya ni
se aflige.
Lorenzo
Montecalvo se pregunta a quién consideramos enemigo en la comunidad y con qué
criterio. Quizás el que habla mal de nosotros, o el que nos calumnia, o el que
no nos defiende cuando nos calumnian injustamente, o quien apenas se interesa
por nosotros, o quien creemos que nos mortifica, o que murmura, o quien no se
ríe de nuestras gracias.
Al fin y al
cabo, la turbación o la aflicción por la palabras o actos de un hermano
proviene por causa de una mala disposición momentánea o del odio contra un
hermano, como fruto de la pobreza de nuestra propia paz interior. Para Doroteo
de Gaza la causa de toda turbación se debe a que nadie se acusa a sí mismo. De
aquí deriva toda molestia y aflicción, que nunca encontremos el descanso, lo
cual no debe extrañarnos, ya que esta acusación de nosotros mismos es el único
camino que nos puede llevar a la paz. Por muchas virtudes que posea un hombre,
aunque sean incontables, si se aparta de este camino nunca encontrará la paz,
sino que estará siempre afligido o afligirá a los otros, perdiendo así el
mérito de todas sus fatigas.
El que se acusa
a sí mismo acepta con alegría toda clase de molestias, daños, ultrajes,
ignominias, y cualquier situación que tenga que soportar, ya que se considera
merecedor de ello y no pierde la paz.
Pero dice san
Doroteo: “Si mi hermano me aflige, y yo,
examinándome a mí mismo, no encuentro que le haya dado ocasión, ¿por qué he de
acusarme”?
Nos responde que
en realidad el que se examina con diligencia y temor de Dios nunca se
encontrará inocente del todo y tendrá conciencia de que en alguna ocasión, por
pequeña que sea, de obra, palabra o pensamiento había dado ocasión. Y si no se
encuentra culpable en nada seguro que en otro tiempo ha sido motivo de
aflicción para aquel hermano por la misma o diferente causa, o quizás habrá
causado molestia a algún otro en aquella u otra materia. Todavía añade Doroteo
que quizás otro puede preguntar por qué se ha de acusar si, estando sentado con
paz y tranquilidad viene un hermano y le molesta con una palabra desagradable o
ignominiosa y, sintiéndose incapaz de aguantarla cree que tiene razón de alterarse o enfadarse con su hermano porque
si no hubiera venido a molestarlo no habría pecado. Añade que también el que
está sentado con paz y tranquilidad, según cree, esconde a pesar de todo, en su
interior, una pasión que él no es consciente. Viene un hermano, le dice una
palabra molesta, y al momento le saca fuera todo lo peor que lleva escondido
dentro. Para san Doroteo si queremos conseguir misericordia debemos procurar
purificarnos, perfeccionarnos, y veremos que, más que atribuir a otro una
injuria, quizás daremos gracias a aquel hermano que ha sido motivo de tan gran
provecho. De este modo estas pruebas no nos causarán tanta aflicción, sino que,
cuanto más nos vayamos perfeccionando, más leves nos parecerán. Ciertamente, no se trata de soportar
penalidades gratuitamente, ni menos de buscarlas o provocarlas, pero también es
cierto que a lo largo de la jornada surgen situaciones molestas, que un día
soportamos con paciencia y resignación y otro rechazamos con contundencia.
San Benito nos
propone hoy para quienes faltan gravemente, soledad, silencio, penitencia, y
algo todavía más importante. La falta de bendición. De todo ello podemos
vivirlo satisfactoriamente, como muestra san Doroteo, alimentándonos
espiritualmente y nada mejor para ello que seguir y gozar de la jornada
monástica en plenitud: plegaria, lectura de la Palabra y trabajo; teniendo
presente siempre a Dios en nuestros pensamientos y en nuestros actos.
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