CAPÍTULO
2,1-10
CÓMO
DEBE SER EL ABAD
El
abad que es digno de regir un monasterio debe acordarse siempre del título que
se le da y cumplir con sus propias obras su nombre de superior. 2Porque, en
efecto, la fe nos dice que hace las veces de Cristo en el monasterio, ya que es
designado con su sobrenombre, 3según lo que dice el Apóstol: «Habéis recibido
el espíritu de adopción filial que nos permite gritar: Abba! ¡Padre!»
4Por tanto, el abad no ha de enseñar, establecer o mandar cosa alguna que se
desvíe de los preceptos del Señor, 5sino que tanto sus mandatos como su
doctrina deben penetrar en los corazones como si fuera una levadura de la
justicia divina, 6Siempre tendrá presente el abad que su magisterio y la
obediencia de sus discípulos, ambas cosas a la vez, serán objeto de examen en
el tremendo juicio de Dios. 7Y sepa el abad que el pastor será plenamente
responsable de todas las deficiencias que el padre de familia encuentre en sus
ovejas. 8Pero, a su vez, puede tener igualmente por cierto que, si ha agotado
todo su celo de pastor con su rebaño inquieto y desobediente y ha aplicado toda
suerte de remedios para sus enfermedades, 9en ese juicio de Dios será absuelto
como pastor, porque podrá decirle al Señor como el profeta: «No me he guardado
tu justicia en mi corazón, he manifestado tu verdad y tu salvación. Pero ellos,
despreciándome, me desecharon». 10Y entonces las ovejas rebeldes a sus cuidados
verán por fin cómo triunfa la muerte sobre ellas como castigo. me desecharon».
10Y entonces las ovejas rebeldes a sus cuidados verán por fin cómo triunfa la muerte sobre ellas como
castigo.
San
Benito sabe bien que el abad es un hombre como otro cualquiera, que tiene
simpatías y antipatías, momentos buenos y malos, y lo que le pide es que no
olvide a qué servicio le llama el Señor a través de su misma comunidad. El
modelo de la comunidad monástica es la primera comunidad apostólica, y san
Benito le pide que haga las veces de Cristo, y por lo tanto no haga distinción
de personas. Este es un problema importante para el abad y para cualquier otro monje: que
le árbol de la visión personal no deje ver el bosque de los restantes hermanos.
“Ahí es nada” que dirían en Castilla; ya que incluso Cristo tenía un núcleo más
íntimo con Pedro, Santiago y Juan.
Obviamente el abad no es Cristo, y por eso si cualquier cristiano, o monje
necesita interiorizar y profundizar el contacto con la Palabra de Dios, el abad
mucho más.
“Por el hecho de ser
abad no dejas de ser monje. Al monje lo hace la profesión, al abad, la
necesidad. Y para que la necesidad no ensombrezca la profesión, que tu
condición de abad se añada sin suplantarla a tu condición de monje”, como
escribía san Bernardo al arzobispo Enrique.
Decía
al Abad General en mi bendición que “el
abad como Pedro ha de permitir que Cristo cuide de su miseria. ¡Ay de los
superiores que se creen obligados a ser perfectos! Pedro es llamado a amar a
Jesús más que los otros (cfr Jn 21,15), no porque sea capaz o digno, sino
porque Cristo le ha perdonado mucho, porque Cristo ha lavado sus pies, sucios
con el barro de la presunción y del orgullo
mucho más que todos los demás. A quien mucho se le ha perdonado, se le
pide amar más. (cfr Lc 7,47) Cuando un superior quiere obtener una gracia para
su comunidad, el método más seguro es acordarse de ofrecer al Señor su propia
miseria. Los mejores administradores del
tesoro de Dios son los mendigos”.
El
abad no es nunca lo bastante digno para regir un monasterio, como cualquier
otro monje no ha de creerse o designarse como maestro. Tanto la comunidad como
él mismo han de pedir, constantemente al Señor, luz y preocuparse y ocuparse en
no mandar, ni establecer, ni hacer nada l margen del precepto del Señor. En
cierta manera podría decirse que el abad no hace lo que quiere o lo que le vendría de gusto hacer, sino aquello que
cree que ha de hacer, incluso si en ocasiones percibe que ello le va a suponer más bien tristeza que alegría, y
tenga que hacer como dice el Cardenal
Martinez Sistach, citando al cardenal Jubany la función de un guardia
urbano que procura evitar colisiones y enfrentamientos.
El
fundamento del equilibrio está, como nos lo dice san Benito, tanto en la
doctrina del abad que no puede ser otra que la que nos trae la Regla,
interpretando aquello que el Señor pide a una comunidad, como en la obediencia
de los discípulos. Las dos cosas recalca san Benito. Una doctrina que no puede
alejarse de ninguna manera de lo que nos dice san Benito, como la obediencia, la práctica del silencio, la reverencia en la
plegaria, la medida en la comida y en la bebida, el no hacer tarde al Oficio
divino y al refectorio, no atreverse a pegar a otro, ocuparse en el
trabajo; y observar todo “por amor del
Cristo, por la costumbre del bien y por el gusto de las virtudes ((R 7,69)
Transmitir
una doctrina como esta exige un trabajo previo de estudio y reflexión; uno ha
de elaborar las propias ideas, para exponerlas a continuación. Ciertamente que
este es un trabajo serio que queda en el ámbito privado, pero para guiar a
otro, no es suficiente con dar alimento, es preciso también que el otro quiera
aprovechar lo que se le da. Por eso a la hora de corregir a los hermanos, san
Benito vuelve a mandar al abad que se adapte al temperamento de cada uno. Aquí
hay una gran dificultad en el servicio abacial: saber tratar con halagos o con
reprensiones, o con persuasión, según la
manera de ser de cada uno, según su inteligencia, adaptándose a todos para no
tener que lamentar perdidas en el rebaño confiado.
Una
de las cosas más interesantes en la vida comunitaria, pero también de las más difíciles,
es la adaptación a los otros, buscando a la vez el bien común y dejando de lado
los propios gustos o intereses. Quizás la adaptación al trabajo, al Oficio divino
y a la Lectio, son cosas a las cuales uno se puede ir adecuando con más o menos
facilidad, aunque conviene no descuidarse para no caer en la acedía. Pero las
relaciones fraternas se ponen a prueba de manera especial porque tocan nuestro
ego, tienden a descubrirnos lo que verdaderamente somos y a desnudarnos a
nosotros mismos.. Podemos intentar huir refugiándonos en nuestras propias
ocupaciones o en la soledad, pero en una vida comunitaria no nos podemos esconder totalmente. Hay una
tendencia natural a mirar las cosas desde uno mismo y a hacer de nuestra visión
el modelo que os demás deberían seguir. Pero siempre es preciso hacer un camino
personal de salida de nuestro yo y de abertura al otro. Quizás solamente le
queda al abad, si ha dedicado toda la
diligencia de que es capaz y ha dado a conocer la verdad, el consuelo de
superar el terrible juicio de Dios, donde se le imputará todo lo que el Buen
Pastor encuentre de menos a favor de las ovejas. Ciertamente no sería ningún
consuelo que todas las ovejas escaparan de la muerte a costa de descuidar el
cuidado por las indóciles o necesitadas
de ayuda. La comunidad es una tarea de todos, todos juntos hacemos camino y
toda pérdida no satisface a nadie, sino que empobrece y entristece a todos.
Esforcémonos por hacer el camino juntos, soportando nuestras debilidades tanto
físicas como morales, pero también intentando cada día dar un paso adelante en
la construcción de la comunidad, poniendo nuestros dones y carismas al servicio
de los demás con generosidad. Pensando
siempre más en lo que podemos hacer nosotros por la comunidad, que no lo que puede
hacer la comunidad por nosotros. Todos hemos recibido el Espíritu que nos hace
hijos y nos lleva a gritar ¡Abba, Padre!. Apliquémonos todos juntos con la
mayor diligencia en recibir en nuestros corazones la levadura de la justicia
divina.
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