CAPÍTULO 6
EL
SILENCIO
Cumplamos nosotros lo que dijo el profeta: «Yo me dije: vigilaré
mi proceder para no pecar con la lengua. Pondré una mordaza a mi boca.
Enmudecí, me humillé y me abstuve de hablar aun de cosas buenas». 2Enseña aquí
el profeta que, si hay ocasiones en las cuales debemos renunciar a las
conversaciones buenas por exigirlo así la misma taciturnidad, cuánto más
deberemos abstenernos de las malas conversaciones por el castigo que merece el
pecado. 3Por lo tanto, dada la importancia que tiene la taciturnidad, raras veces recibirán los discípulos perfectos
licencia para hablar, incluso cuando se trate de conversaciones honestas,
santas y de edificación, para que guarden un silencio lleno de gravedad.
4Porque escrito está: «En mucho charlar no faltará pecado». 5Y en otro lugar:
«Muerte y vida están en poder de la lengua». 6Además, hablar y enseñar incumbe
al maestro; pero al discípulo le corresponde callar y escuchar. 7Por eso, cuando sea necesario preguntar algo al superior, debe
hacerse con toda humildad y respetuosa sumisión. 8Pero las chocarrerías, las
palabras ociosas y las que provocan la risa, las condenamos en todo lugar a
reclusión perpetua. Y no consentimos que el discípulo abra su boca para semejantes expresiones.
Para san Benito
el silencio lo tenemos que practicar, lo tenemos que construir. El silencio
absoluto es un mito. San Benito lo sabe y por eso nos pide construirlo poco a
poco, para dejar un espacio que permita acoger la Palabra de Dios. Luego, un
silencio para escuchar a Dios.
San Benito nos
pide que amemos el silencio, que lo deseemos, que, como buenos discípulos,
estemos prontos para la escucha. Otras religiones buscan el silencio interior,
simplemente, para crear un vacío, para dejar la mente en blanco. Nuestro silencio
ha de ser un silencio activo para dar lugar a la escucha de la Palabra, y que
penetre en nuestro interior. El silencio evita el pecado, dice san Benito, y la
palabra que puede herir.
Hay un lazo
entre palabra y silencio, silencio y pecado, silencio y escucha, silencio y
obediencia. Para san Benito solo la palabra nacida del silencio puede dar vida;
la que nace de la desesperación, de
nuestro rencor, de nuestro impulso visceral, debe ser apartada de la boca,
porque la palabra que nace del desbordamiento de nuestras pasiones hiere y
destruye, pero con frecuencia somos conscientes de ello cuando ya la palabra ha
salido de la boca como una flecha mal tirada.
Dios mismo habló
a Elías cuando “se levantó un viento
huracanado y violento que destruía las montañas y desmenuzaba las rocas, pero
en aquel viento el Señor no estaba. Después vino el terremoto, pero tampoco
estaba aquí. Vino un fuego, pero tampoco en el fuego. Vino después un viento
suave. Al sentirlo, Elías se cubrió con un manto, salió de la cueva y se quedó
a la entrada”, porque allí estaba el Señor. (1Re 19, 11-13)
La palabra
nacida del silencio es una palabra que nace
de la escucha, de la obediencia, en el sentido etimológico del término.
Lo que verdaderamente nos cuesta es
detenernos a escuchar, escuchar a Dios, a los hermanos, incluso a nuestro yo
más profundo, porque todas estas voces las ahogamos con palabras vanas. Podemos
hacer silencio externo, pero nos cuesta más hacer el silencio interior y
venimos a ser sordos para nosotros mismos, y entonces es imposible dejar un
espacio para escuchar con claridad la Palabra de Dios.
Para san Benito
el silencio tiene un peso, mientras que la palabra se caracteriza por su
ligereza, porque desestabiliza el carácter más firme para arrastrarlo al
pecado. El enemigo del monje no es la palabra, sino la palabra ociosa, sin
peso. La Palabra con mayúsculas es la que da la vida. Y para Dios el silencio
es la primera lengua, escribe Thomas Keating; y como en el aprendizaje de toda lengua
necesita de una gramática, de un vocabulario y de mucha práctica. Todos tenemos
experiencia de la confusión que se puede despertar en nuestra mente cuando
hacemos silencio.
El título latino
del capítulo “De taciturnitate”, difícil de traducir, quiere expresar la
actitud de alguien para el cual el silencio es un tesoro. “Desde el amor al
silencio” sería una traducción más fiel.
San Benito,
siempre muy realista comienza este capítulo invitando a sus discípulos, es
decir a nosotros, a hacer algo, a hacer
lo que dice el profeta siguiendo el Salmo 38: “Vigilaré mis pasos para no pecar con la lengua; guardaré cerrados mis
labios”. De aquí san Benito saca dos conclusiones: la primera es que para
preservar el amor al silencio es necesario abstenerse incluso de las palabras
buenas; cuanto más de las palabras malas o vanas. Abstenerse de las buenas
palabras debería ser suficiente, pero para nosotros, perezosos, por lo menos
debemos abstenernos de las malas, de aquellas palabras que hacen mal. De
acuerdo con el nuestro carácter, nuestro estado de ánimo, nuestra psicología
podemos ser más o menos inclinados al silencio. Pero sea la sea nuestra
naturaleza, si nos examinamos con sinceridad ante Dios veremos que si nos
esforzamos por vivir una vida de plegaria continua y vivirla
coherentemente podemos acceder a la
comunión con Dios, al amor al silencio. Si nuestro corazón no está lleno de la
Palabra de Dios, y la escucha asiduamente, tendremos necesidad de sentir, que
no es lo mismo que escuchar, conversaciones superficiales.
Para san Benito
el enemigo del monje no es la palabra, sino el discurso vacío, sin peso alguno.
El silencio no es un castigo, es el resultado del deseo de una palabra
diferente, de una palabra que da vida. A menudo, en todas partes y en cualquier
momento. Quizás somos inconscientes de ello o nos cuesta mucho cambiar. Tampoco
el repetir mucho que callemos sirve de mucho e incluso molesta. Todos podemos
hacer un esfuerzo para que en el claustro, en corredores, al refectorio,
oratorio, en la sala de cogullas… haya más silencio. Y sobre todo entre
Completas y Laudes.
Un apotegma
dice: “Había un hombre que parecía estar
en silencio, pero en su corazón condenaba a los otros; un hombre así habla sin
descanso. Pero había otro que hablaba todo el día, pero permanecía en silencio:
es decir no decía nada inútil”(Apotegma 27)
Una discusión
con un hermano que murmura, un gesto o una palabra que creemos nos ha
perjudicado, o que ha herido nuestra sensibilidad… son pensamientos que pueden
llegar a ocupar nuestra mente, durante el Oficio o en otros momentos que
lleguen a ahogar la Palabra de Dios.
Es posible que
sirva de poco luchar contra estos rugidos, e incluso suceder que se hagan más
grandes cuanta más atención les dediquemos.
Es preciso siempre confiar en Dios para que nos ayude a encontrarlo en el
murmullo de un viento suave, en el lenguaje del silencio.
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