CAPÍTULO 70
QUE NADIE SE ATREVA
A PEGAR ARBITRARIAMENTE A OTRO
Debe evitarse en el monasterio toda ocasión de iniciativa
temeraria, 2 y decretamos que nadie puede excomulgar o azotar a cualquiera de
sus hermanos, a no ser que haya recibido del abad potestad para ello. 3 «Los
que hayan cometido una falta serán reprendidos en presencia de todos, para que
teman los demás ». 4 Pero los niños, hasta la edad de quince años, estarán
sometidos a una disciplina más minuciosa y vigilada por parte de todos, 5
aunque con mucha mesura y discreción. 6 El que de alguna manera se tome
cualquier libertad contra los de más edad sin autorización del abad o el que se
desfogue desmedidamente con los niños, será sometido a la sanción de la regla,
7 porque está escrito: «No hagas a otro lo que no quieres que hagan contigo».
No
excederse en nada, no atreverse con los de más edad sin autorización del abad,
no desahogarse con los infantes, no defender a otro… Actuar siempre con medida.
Cada día oímos la Regla, pero quizás necesitamos escucharla más; disponernos
para la escucha de la misma, no sea que vengamos a considerarnos superiores a
los otros, a creernos poseedores de lo que no nos corresponde, cuando
corresponde a toda la comunidad.
No hacer
a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros, viene a ser la norma
suprema de este capítulo. No considerar a los otros como no queremos que nos
consideren a nosotros.
Pegar a
un hermano es una situación límite, pero con frecuencia caemos en el pecado de
dar bofetadas morales, con la lengua, con los hechos, con la murmuración.
Darío
Viganó , prefecto de la Secretaría para la comunicación de la Santa Sede ha
publicado una pequeña obra, con el título de “el murmullo de la murmuración”, recogiendo en gran parte lo que el
Papa Francisco ha estado enseñando sobre la murmuración. Se hace un especial
eco de la aplicación de las nuevas tecnologías que sirven como potente altavoz
para difundir los aspectos negativos de otras personas.
Escribe
Viganó que el pecado de la murmuración es fruto de la envidia que pone de
manifiesto la gran incoherencia a la humanidad, porque la envidia no desea
tener lo que el otro tiene; al contrario, desea radicalmente que el otro no
tenga lo que yo no tengo; y al ser decididamente destructora está dispuesta
incluso a la violencia, para el otro no pueda gozar de aquello de lo que yo no
puedo gozar.
Dios da
unos talentos a unos y otros diversos a otros, pero todos son para ponerlos al
servicio de la comunidad, con humildad y no con soberbia, ni manipulando, o
imponiendo algo a los demás. A menudo utilizamos una medida para nosotros, y
otra diferente para los demás, pero con más exigencia. Si cometemos un error,
no tiene importancia, y buscamos mil excusas para justificarnos. Si
sorprendemos a un hermano en una falta similar a la nuestra, y a la cual somos
especialmente sensibles, llegamos a pensar que el mundo se hunde a nuestro
alrededor, que todo está perdido, y que debemos actuar con contundencia. Dos
varas de medir, la que tenemos para nosotros mismos y la que tenemos para los
demás. Ver la paja en el ojo del otro y no ver la viga en el ojo propio, como
dice Jesús, nos suele suceder.
San
Benito no nos anima a la pronta corrección de todos, sino que se ha de hacer
con medida y ponderación, y solamente aquellos que hayan recibido este encargo
del abad. De hecho, san Benito busca que el orden sea una responsabilidad de
todos, pero que nadie se arrogue está responsabilidad si el abad no se la da.
Lo hemos
escuchado esta semana en el capítulo sobre los hermanos que van de viaje,
cuando san Benito amonestaba “el que se
atrevía a salir del monasterio e ir a cualquier lugar, o hacer alguna cosa, por
pequeña que sea, sin orden del abad” (RB 67,7)
No lo
dice san Benito por dar al abad un poder ilimitado, sino para mesurar nuestras
actuaciones. Si tenemos que pedir algo lo pensamos antes de hacerlo, y esta es
la reflexión que nos pide san Benito. Tenemos un cocinero, un enfermero, un
hospedero, un maestro de novicios…. Cada uno con una responsabilidad concreta.
Hay cosas que todos sabemos que no es responsabilidad nuestra, y otras que,
efectivamente, sabemos que es responsabilidad nuestra de forma directa o
subsidiaria, en ocasiones muy pequeñas como cerrar una puerta, una luz, recoger
un papel, o prestar un servicio desinteresado. Por medio de unos principios
simples san Benito nos muestra una línea de conducta para cada uno, seamos como
seamos, tengamos los dones que tengamos, y nadie está por encima de ello.
Debemos ver siempre en el otro un hermano, un igual, y a partir de aquí
comportarnos como personas responsables, respetando la dignidad personal y los
sentimientos de los demás. Hay ocasiones en que nuestra visión de un
determinado acontecimiento nos altera y la evolución de la situación puede
llegar a provocar una cierta explosión temperamental que dé lugar a una palabra
que hiere, un determinado sentimiento de venganza, una murmuración…. En una
palabra: sale nuestro peor rostro a la luz.
San Benito nos habla de determinadas barreras
de protección. La primera, que se haya recibido el encargo del abad, pues si
hay cosas que ni el abad debe hacerlas, ningún hermano puede, evidentemente
hacerlas, sin un encargo que no tendrá, y si lo hace por propia iniciativa
equivale a menospreciar a los hermanos, y arrogarse un poder que no tiene, y si
lo hace a escondidas, pensemos en la palabra de Jesús: “No hay nada que tarde o
temprano que no salga a la luz”. El segundo consejo que nos da san Benito es
diferir la respuesta, dejar enfriar la situación, que es algo que también nos
cuesta admitir. El hecho de diferir, de no actuar en caliente nos puede ayudar
a encontrar la paz, pero sobre todo, como en el caso de pedir permiso al abad, [J1] evaluar
las razones que creemos tener y así descargarnos en cierta manera del peso
emocional que nos puede cegar en un momento determinado. Puede ser uno de estos
aspectos de los más difíciles de la vida fraterna. Todo lo que debemos hacer,
por lo menos procurar hacerlo con medida y ponderación, no actuando en
caliente, pensando en las causas y también en las consecuencias. Es decir,
poniendo a Cristo por delante de cualquier otra cosa, por encima de nuestros
intereses personales, de nuestros deseos y caprichos, de nuestro orgullo y de
nuestra vanidad.
Escribe
Elvira Rodenas sobre Tomás Merton:
Muchos golpes no son los demás lo que
suponen un impedimento para ser felices, somos nosotros los que no sabemos qué
queremos y en lugar de admitirlo, pretendemos que los demás nos están
impidiendo el ejercicio de la libertad. Paradójicamente es la aceptación de
Dios la que nos hace libres y nos libera de la tiranía humana, ya que al servir
a Dios, ya no podemos vivir para otra servidumbre humana (Elvira Rodenas, Tomás Merton, El hombre y su
vida interior, p.131)
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