DEL PRÓLOGO DE LA REGLA DE SAN BENITO
Prólogo. 39-50
Hemos preguntado al Señor, hermanos, quién es el que podrá
hospedarse en su tienda y le hemos escuchado cuáles son las condiciones para
poder morar en ella: cumplir los compromisos de todo morador de su casa. 40Por
tanto, debemos disponer nuestros corazones y nuestros cuerpos para militar en
el servicio de la santa obediencia a sus preceptos. 41Y como esto no es posible
para nuestra naturaleza sola, hemos de pedirle al Señor que se digne
concedernos la asistencia de su gracia. 42Si, huyendo de las penas del
infierno, deseamos llegar a la vida eterna, 43mientras todavía estamos a tiempo
y tenemos este cuerpo como domicilio y podemos cumplir todas estas a cosas a
luz de la vida, 44ahora es cuando hemos de apresurarnos y poner en práctica lo
que en la eternidad redundará en nuestro bien. 45Vamos a instituir, pues, una
escuela del servicio divino. 46Y, al organizarla, no esperamos disponer nada
que pueda ser duro, nada que pueda ser oneroso. 47Pero si, no obstante, cuando
lo exija la recta razón, se encuentra algo un poco más severo con el fin de
corregir los vicios o mantener la caridad, 48no abandones en seguida,
sobrecogido de temor, el camino de la salvación, que forzosamente ha de
iniciarse con un comienzo estrecho. 49Mas, al progresar en la vida monástica y
en la fe, ensanchado el corazón por la dulzura de un amor inefable, vuela el
alma por el camino de los mandamientos de Dios. 50De esta manera, si no nos
desviamos jamás del magisterio divino y perseveramos en su doctrina y en el
monasterio hasta la muerte, participaremos con nuestra paciencia en los
sufrimientos de Cristo, para que podamos compartir con él también su reino.
Amén.
¿Quién habitará
en su templo? La palabra templo es la
traducción del texto en latín de la Regla que se expresa con la palabra
“tabernáculo”, que significa, por extensión, casa, cámara. Hoy nos evoca en un
primer significado el tabernáculo que se encuentra en la iglesia con el nombre
de sagrario. Pero el sentido más profundo que le quiere dar san Benito evoca
las tiendas donde vivía el pueblo de Israel durante el peregrinaje hacia la
tierra prometida por el desierto, como si el monasterio viniese a ser un
campamento, la morada provisional de un pueblo, una comunidad en peregrinación
a la patria celestial. Y un tercer sentido enlaza también con el libro del
Éxodo, con el tabernáculo como lugar de reunión, de encuentro, de Dios con el
hombre. El monasterio entendido como una morada provisional para quienes
hacemos camino hacia Cristo, donde Dios se nos manifiesta.
El monasterio no
es para san Benito, un lugar para instalarnos, acomodarnos, sino lugar de paso,
de un éxodo hacia la vida definitiva, a la vez que lugar donde Dios viene a
encontrarnos, para hablar al corazón del hombre cuando éste prepara la escucha
con oído atento y silencioso.
San Benito
insiste en el Prólogo en la idea de la palabra, de la escucha y su
cumplimiento. Una escucha abierta y activa para poder recibirla y vivir de
acuerdo a ella.
¿Cómo podemos
saber que cumplimos lo que nos dice la palabra?, ¿cómo discernir si
verdaderamente estamos a la escucha de la palabra, o si por el contrario es
nuestra propia voz la que escuchamos, para poder hacer así nuestra voluntad?
Para san Benito
el criterio fundamental es la obediencia; militar en la santa obediencia de los
preceptos, para lo cual debemos preparar nuestros cuerpos, lo cual no es nada
fácil, por lo cual san Benito insiste a menudo a lo largo de la Regla, pues lo
contrario nos llevará a no dar fruto, o un fruto estéril, fruto de nuestra
voluntad.
¿Qué quiere
decir obedecer?
La Regla nos lo
recalca bien en el capítulo cinco, aunque aquí en el Prólogo ya nos adelanta
algo de la misma. Es un arte que necesita una preparación espiritual y física
que implica a toda la persona. Así que no es algo meramente exterior, sino que
debe nacer de un movimiento del corazón. San Benito piensa que esto no es fácil,
y que precisamos de la gracia de Dios. Un día u otro, la obediencia se nos
puede aparecer como un muro infranqueable, como algo que ataca a nuestra
individualidad, y nos cerramos en la escucha, para escucharnos solo a nosotros
mismos. Delante de esta tentación san Benito nos recomienda un instrumento
imprescindible: la plegaria, pues un día u otro nos podemos atravesar con
nuestro capricho, y vemos entonces la obediencia como algo imposible de
aceptar. La podemos considerar como una injusticia, una incompatibilidad
personal o un desprecio, y nos viene
entonces el sentimiento de angustia, o de que no nos aguantamos ni a nosotros
mismos. En estos momentos de dificultad y desconcierto necesitamos tener
conciencia de que estamos en manos de Dios, que nos aguanta, sea la que sea,
nuestra situación, y que podemos recobrar el sentimiento de que deseamos llegar
a la vida eterna.
Estamos en el
final del año y nos viene al encuentro el Prólogo de la Regla, como si san
Benito nos recordará que todavía no hemos llegado a la meta, que estamos en
camino, que no hemos de huir espantados, aunque el camino es necesariamente
estrecho, pero que avanzando se ensancha el corazón y se corre por el camino de
los mandamientos de Dios en la inefable dulzura de su amor. Solamente cuando
dejamos que Dios tome el timón y lleve la dirección de la barca de nuestra vida
podemos ir salvando los obstáculos de nuestras deficiencias, y defectos, y
llegar a buen puerto. No apartándonos de su enseñanza y perseverando en la
paciencia.
Un punto clave
de este fragmento del Prólogo es la paciencia, y el modelo de la misma es
Cristo. Él nos la ha enseñado no solo con palabras, sino con hechos, desde el
mismo momento de su venida, que recordamos en estos días.
La paciencia es
aquella virtud, escribía san Cipriano, que modera nuestra ira, refrena nuestra
lengua, dirige nuestros pensamientos, conserva nuestra paz, endereza nuestra
conducta, doblega nuestras pasiones, apaga la violencia de la soberbia, apaga
el fuego de la hostilidad, mantiene en la humildad a quienes avanzan, hace
fuerte en la adversidad a quienes se confían ante las injusticias, nos enseña a
perdonar con prontitud, a orar cuando somos nosotros los que fallamos y
ofendemos, a vencer las tentaciones, a tolerar las persecuciones. La paciencia
fortifica sólidamente los fundamentos de nuestra fe, levanta nuestra esperanza,
encamina nuestras acciones por el camino de Cristo; en definitiva, nos lleva a
perseverar como hijos de Dios, imitando su paciencia, su infinita paciencia con
nosotros.
Estamos en
camino, en la Escuela del servicio divino, acogidos en la tienda que es el
monasterio, y para avanzar necesitamos la ayuda del Señor, que nos concede
cuando se la pedimos para participar en los sufrimientos de Cristo con la
obediencia y la paciencia, dos espléndidas armas, para no apartarnos nunca de
su enseñanza, y perseverar en su doctrina hasta la muerte, esperando llegar a
la tierra prometida, la patria definitiva y verdadera.
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