CAPÍTULO 68
SI A UN HERMANO LE
MANDAN COSAS IMPOSIBLES
1 Si sucede que a un hermano se le mandan cosas difíciles
o imposibles, reciba éste el precepto del que manda con toda mansedumbre y
obediencia. 2 Pero si ve que el peso de la carga excede
absolutamente la medida de sus fuerzas, exponga a su superior las causas de su
imposibilidad con paciencia y oportunamente, 3 y no con soberbia,
resistencia o contradicción. 4 Pero si después de esta sugerencia,
el superior mantiene su decisión, sepa el más joven que así conviene, 5
y confiando por la caridad en el auxilio de Dios, obedezca.
En el
capítulo dedicado al portero concluía la primera redacción de la Regla; lo pone
de manifiesto que al final del capítulo san Benito habla de leerla a menudo en
comunidad, para que ninguno pueda alegar ignorancia. Pero, luego, añade algunos
capítulos más, como si se hiciera consciente de que había dejado de tratar algunos
otros aspectos importantes.
Hoy, vemos
este punto de que se nos pueden mandar cosas difíciles, imposibles de llevar a
cabo, superiores a nuestras fuerzas. ¿Qué hacer?, ¿hay que afrontarlo? San Benito se
pone en el lugar de cada monje, de cada uno de nosotros. No tiene la intención
de espantarnos, sino de estar cerca en los momentos más duros para animarnos a
encontrar una salida, fruto de la reflexión, que brota de una conciencia lúcida
y de una fe firme, en la confianza de estar en las manos de Dios. No nos
ahorraremos nunca el sufrimiento, como ya lo sugiere san Benito, pues las cosas
duras deben decirse por adelantado.
El capítulo
nos plantea tres situaciones, in crescendo, marcadas por “tres si condicionales”.
San Benito no considera que sea habitual el que nos manden cosas difíciles o
imposibles de realizar, pero siempre existe esa posibilidad. Lo primero que
debemos hacer es recibir la orden con mansedumbre y obediencia, no rebelarnos,
captarlo como algo que nos viene del mismo Cristo, pensando que es Cristo quien
nos lo manda, quien nos lo pide. Este primer paso ya es difícil. La tentación
con frecuencia puede ser responder: “Sí, hombre, y qué más?... ¿quién te piensas
que soy?… ¿el as de copas?
San Benito no
nos pide una obediencia ciega, puramente disciplinaria. Si seguimos realmente a
Cristo, no podemos tener una obediencia mecánica, de modo semejante a una orden
militar y con aquella misma respuesta: “Señor, sí, Señor”…
Nosotros no
obedecemos por obedecer, sino por amor a Cristo y a los hermanos. Hay, no
obstante, momentos de oscuridad, de tinieblas. Ante éstas debemos pedir al
Señor el don de la sabiduría, como san Elredo cuando dice: “ Por eso, Señor, te pido la sabiduría para que permanezca en mí, para
que trabaje en mí: que ella disponga todos mis pensamientos, mis palabras, mis
actos, todas mis decisiones, según tu designio, para gloria de tu nombre”.
San Benito
nos plantea un segundo “sí” condicional, un sí dispuesto para la reflexión y
para la plegaria, considerando si lo que nos piden, por su dureza, excede
nuestras fuerzas. Entonces, debemos exponer nuestra imposibilidad al superior,
pero con paciencia, de manera oportuna, no con orgullo, resistencia y
contradicción. El modelo lo tenemos en Cristo, en la escena de Getsemaní, y
aunque no llegamos a sudar sangre, siendo realistas nos podemos sentir a veces
angustiados, impotentes, inseguros de nuestras propias fuerzas. Entonces, con
Cristo debemos pedir al Padre que se haga su voluntad y no la nuestra. La
tentación que tenemos siempre delante cuando algo nos supera. Entonces, nos
debemos preguntar: ¿seguro que no puedo?
Ciertamente solos a veces no podemos, pero dejándonos ayudar quizás sí
podemos.
Nos cuesta
pedir ayuda, nos cuesta confiar en Aquel que nos ayuda, y nos cuesta confiar en
Dios. Como en la noche de Getsemaní, si después de manifestarlo al superior,
éste sigue pensando igual y se mantiene “en sus trece”, nos conviene confiar,
amar y obedecer. No es una doctrina fácil, más bien al contrario, exigente,
pero también fecunda. La confianza en Cristo es lo que nos debe llevar a la paz
interior, acogida como un don evangélico, huyendo de los gestos
desconsiderados, de las palabras fuera de lugar, con tonos excesivamente altos
o precipitados, con intervenciones intempestivas, con la murmuración que
destruye la obra de Dios, o con silencios o gestos desmesurados.
Ante un
problema espinoso, un trabajo pesado o desagradable hay una cierta rigidez,
unos deseos fuertes de salir lo más rápidamente posible, de “bajarnos del
tren”, o de rechazar el cáliz, en expresión evangélica. Ante todo, una visión lineal
y rigorosa nos quita la paz y nos lleva al conflicto. Las situaciones que
vivimos, a menudo, no son las que querríamos vivir, ni las que hemos creado
nosotros; a menudo ni siquiera hemos ayudado a crearlas, nos las encontramos,
como si no tuviéramos bastante con asumirlas e intentar reparar nuestros
propios errores.
¿Qué hay de
realmente imposible en las situaciones que la vida lleva a plantearnos? Para
Dios, con la ayuda de Dios, hay pocas cosas o ninguna, imposible. Pesado,
difícil, angustioso, que nos confunde… sí, nos encontramos con frecuencia en
dichas situaciones. La confianza es la clave. Confianza en nosotros mismos,
confianza en que el Señor no nos carga con algo que no podemos soportar y que
nos haga doblar hasta caer por tierra. Confianza en los hermanos, en que si nos
dejamos ayudar podemos salir, realizar la tarea. Confianza, en definitiva, en
Dios, es la que no falla nunca, pero nos cuesta confiarle nuestras
preocupaciones, nos creemos suficientes y con fuerza. Cuando algo nos aparece
pesado la tentación es renunciar, o denunciarlo como un abuso, como algo que no
podemos llevar a cabo, nos vence.
Si a veces
nos encontramos cosas pesadas o incluso imposibles, confiemos en nosotros
mismos, en las fuerzas y los dones que Dios nos ha dado. Si vemos que la dureza
de la carga excede la medida de nuestras fuerzas, confiemos en los hermanos y
pidamos ayuda. Si la orden se mantiene, confiemos en Dios y obedezcamos por
caridad, porque los dones de Dios no son para guardarlos, sino para
compartirlos, siempre recibimos para dar; nunca para guardar las cosas dentro,
como si el alma fuera un almacén. Las gracias de Dios se reciben para darlas a los
otros. Esta es la vida del cristiano, lo que recibimos como un don de Dios, de
hecho ha de darse, el don debe darse para que sea fructífero y no enterrado con
miedos egoístas (Cf. Papa Francesc
Audiencia general 6 Junio 2018)
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