PRÓLOGO
8-20
8 Levantémonos, pues, de una vez, ya que la Escritura nos
exhorta y nos dice: "Ya es hora de levantarnos del sueño". 9
Abramos los ojos a la luz divina, y oigamos con oído atento lo que diariamente
nos amonesta la voz de Dios que clama diciendo: 10 "Si oyeren
hoy su voz, no endurezcan sus corazones". 11 Y otra vez:
"El que tenga oídos para oír, escuche lo que el Espíritu dice a las
iglesias". 12 ¿Y qué dice? "Vengan, hijos, escúchenme, yo
les enseñaré el temor del Señor". 13 "Corran mientras
tienen la luz de la vida, para que no los sorprendan las tinieblas de la
muerte". 14 Y el Señor, que busca su obrero entre la
muchedumbre del pueblo al que dirige este llamado, dice de nuevo: 15
"¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea ver días felices?". 16
Si tú, al oírlo, respondes "Yo", Dios te dice: 17 "Si
quieres poseer la vida verdadera y eterna, guarda tu lengua del mal, y que tus
labios no hablen con falsedad. Apártate del mal y haz el bien; busca la paz y
síguela". 18 Y si hacen esto, pondré mis ojos sobre ustedes, y
mis oídos oirán sus preces, y antes de que me invoquen les diré: "Aquí
estoy". 19 ¿Qué cosa más dulce para nosotros, carísimos
hermanos, que esta voz del Señor que nos invita? 20 Vean cómo el
Señor nos muestra piadosamente el camino de la vida.
Levantémonos, que la Escritura nos invita. La pereza, la inacción,
la negligencia, la inercia, la pereza, la lentitud nos entorpecen, nos limitan
y distraen. Con el oído bien atento podremos escuchar lo que cada día nos
repite Dios al principio del día cuando recitamos el Salmo 94: ¡ojalá escuchéis hoy su vos, no endurezcáis
los corazones! Un corazón endurecido nada puede hacerlo útil. El salmista
nos advierte que no endurezcamos el corazón como lo hizo Israel en el desierto
al resistir a la voluntad de Dios (Ex 17,7). Estaban tan convencidos de que
Dios no podía liberarlos que llegan a perder la fe en él. Cuando el corazón se
nos endurece nos aferramos tanto a nuestros caminos que no podemos escuchar y
mirar al Señor. Esto no viene de repente, sino que es el resultado de pasar por
alto la voluntad de Dios con frecuencia.
La llamada la sentimos cada día si vencemos la tentación de la
pereza y nos despertamos para acudir a la primera plegaria del día, al primer
encuentro con la Palabra, al encuentro matinal con el Señor, si logramos que el
primer pensamiento sea para él. El Salmo 94 nos invita en la primera hora del
día a celebrar al Señor, a aclamarlo, a presentarnos delante de él, a
postrarnos y adorarlo. El oído atento, los ojos bien abiertos, cada día al
amanecer para escuchar la voz del Espíritu, para escuchar qué quiere el Señor
de nosotros. Despertarnos, atentos ala pregunta que nos hace cada día, cuando
nos dice si estimamos la vida verdadera, si deseamos vivir días felices de
verdad, si respondemos a la llamada que nos hace para aplicar el programa que
nos propone para seguirlo. Guardar la lengua del mal, de la murmuración, hacer
el bien, buscar la paz, y una vez conseguida seguirla y no abandonar
espantados. Será entonces, cuando nos responderá, que tendrá su mirada fija en
nosotros antes de que lo invoquemos. Tendrá su mirada fija en nosotros, estará
atento a nuestras plegarias y en su bondad nos mostrará el camino de la
verdadera vida.
Si no nos despertamos, si no abrimos los ojos, si no prestamos un
oído atento, si no escuchamos lo que nos dice el espíritu, si no respondemos
con un YO, cuando nos pregunta si lo amamos, al que es la verdad y la vida, no
sentiremos su mirada sobra nosotros, y sus oídos atentos a nuestra plegaria. La
atención a Dios, la renuncia a todo para estar disponibles, la aceptación de su
dirección, la lealtad absoluta a la búsqueda del bien, es no anteponerle nada.
Ya no es solamente el monje quien escucha a Dios, que le busca, sino que es
Dios quien nos espera, quien nos escucha, quien nos invita a seguirlo.
El monje es para san Benito un interlocutor de Dios; éste lleva
siempre la iniciativa, pero nos debe encontrar receptivos, atentos,
expectantes, dispuestos. No es la oscuridad, ni la soledad de los lugares lo
que da fuerza a los demonios contra nosotros, sino la esterilidad del alma,
escribe san Juan Clímaco (Escala Espiritual 28,9).
El alma adormecida es la que olvida a Dios, y no observa sus
preceptos. El alma despierta es la que guarda los mandamientos del Señor, quien
le tiene siempre presente. El alma dormida no tiene interés en corregir sus
faltas, ni recordar las pasadas, ni en cometer las presentes, ni evitar las
futuras. El alma despierta es la que mira atrás para procurar de no volver a
tropezar, y si lo hace se levanta rápidamente. Como si viniese el mismo Señor a
la cabecera de nuestro lecho para quitarnos el sueño y las legañas del alma.
Entonces es preciso responder, levantarnos, correr a celebrarlo, presentarnos
delante de él, porque él es nuestro Dios y nosotros somos su pueblo.
“Ya es hora
de despertarnos”. Hay una hora para cada uno de nosotros. La hora de Cristo es una
hora que no es suya, no escogida por él, sino por el Padre. Mientras no llega
esta hora, Jesús permaneció libre de sus adversarios, pero cuando llegó esta
hora es entregado a sus enemigos, aceptando que fuera así, con plena libertad
de corazón. No es un determinismo, ni una falta de libertad, sino sumergirnos
en lo más profundo de la libertad, adhiriéndonos totalmente a Dios y a su
voluntad. En el caso de Cristo, acepta su hora por amor. Es el amor quien
enfrenta Cristo a la hora determinada. Es también con esta disposición interior
con la que nosotros debemos aceptar la llegada de la hora de Dios sobre nuestra
vida, aceptando su voluntad y su designio.
La hora de la que nos habla el cuarto Evangelio es también la hora
de la Escritura, la hora de optar entre la muerte y la vida. La hora de la luz,
porque Cristo es la luz, y san Benito nos muestra con insistencia que el camino
de la vida es el camino de la luz, es la llamada a seguir este camino a la que
debemos prestar el oído y abrir los ojos.
En la vida hay muchas veces, muchos que no escuchan, que no saben
donde vamos o qué podemos hacer para seguir adelante, a pesar de que sí sabemos
que solamente quien confía en Dios puede lograr lo que busca y espera. El Señor
no está nunca lejos de nosotros, sino muy cerca. Es la Palabra que nos invita a
levantar la mirada. Nuestra libertad puesta en las manos de Dios decide sobre
nosotros según designios que a nosotros se nos escapan, y que él con su
inteligencia y sabiduría sabe a donde nos guía. Levantémonos, pues, de una vez,
despertémonos, porque cada día es hora de sentir su voz, no endurezcamos
nuestros corazones, pues no hay nada más dulce que esta voz que nos invita a
seguir el camino de la vida, a seguir a Cristo.
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