CAPÍTULO 72
EL BUEN CELO QUE HAN DE TENER LOS MONJES
1 Así como hay un mal celo de amargura que separa de
Dios y lleva al infierno, 2 hay también un celo bueno que separa de
los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. 3 Practiquen, pues,
los monjes este celo con la más ardiente caridad, 4 esto es,
"adelántense para honrarse unos a otros"; 5 tolérense con
suma paciencia sus debilidades, tanto corporales como morales; 6
obedézcanse unos a otros a porfía; 7 nadie busque lo que le parece
útil para sí, sino más bien para otro; 8 practiquen la caridad
fraterna castamente; 9 teman a Dios con amor; 10 amen a
su abad con una caridad sincera y humilde; 11 y nada absolutamente
antepongan a Cristo, 12 el cual nos lleve a todos juntamente a la
vida eterna.
Estamos en la parte final de la Regla, penúltimo
capítulo. San Benito acaba de resumir qué significa para él la obediencia, y
ahora nos habla cómo un celo bueno debe guiar nuestra vida diaria. Nos dice san
Benito que, dependiendo de qué celo practicamos, nos podemos alejar de los
vicios y acercarnos a Dios y a la vida eterna, o bien podemos vivir en un celo
amargo que nos aleje de Dios y nos acerque hacia el infierno eterno, haciendo
de nuestra vida ya un infierno y siendo un infierno para los demás. Todo
depende de qué practiquemos, de si nos avanzamos a honrar a los demás, o
esperamos expectantes a que vengan a honrarnos a nosotros; de si soportamos con
paciencia las debilidades tanto físicas como morales de los otros, o si
solamente esperamos que los otros soporten las nuestras; si nos obedecemos unos
a otros o esperamos solo que nos obedezcan, creyéndonos poseedores de toda la
razón; de si buscamos más lo que es útil a todos, o bien solamente lo que es
para nosotros, y que además, perjudica los otros.
El buen celo es practicar la caridad fraterna, pero
de forma desinteresada, sin esperar que nos la devuelvan; es temer a Dios y
amar, tanto al abad como a la comunidad, de manera sincera y humilde. Y todo
esto lo podríamos resumir en no anteponer nada a Cristo, porque solamente por
este camino podemos aspirar todos juntos a la vida eterna. También no lo
sugiere las palabras de san Máximo de Turín: “aquel que es consciente de tener por compañero a Cristo se avergüenza
de hacer el mal. Cristo es nuestra ayuda en las cosas buenas, y quien nos
preserva para hacer el bien” (Sermón 73)
En la fiesta
del evangelista Mateo escuchamos un texto similar a este capítulo que hoy nos
presenta san Benito. No puede ser de otra manera porque san Benito se inspira
en el Evangelio y en la Escritura. La carta a los cristianos de Éfeso nos pide
vivir de acuerdo a la vocación que hemos recibido del Señor. Un elemento
importante a tener presente cada día: la
vocación la hemos recibido del Señor, no de nosotros mismos y a la nuestra
medida; es el Señor quien nos llama a la vida monástica, o sacerdotal o
matrimonial. Nuestra participación es la respuesta, y ésta ha de ser sincera y con
buen celo, de ninguna manera con condiciones; debe ser generosa y total. En la
práctica, nos dice el Apóstol hemos de hacerlo con toda humildad y mansedumbre,
con paciencia, soportándonos unos a otros, sin escatimar esfuerzos en la medida
de los dones recibidos del Señor, porque
quien más ha recibido más debe de dar; la referencia es la generosidad que Dios
tiene con nosotros.
Este capítulo, junto con el anterior sobre la
obediencia, el Prólogo y el capítulo 58 sobre la admisión de los hermanos, por
ellos mismos ya dan una idea bastante precisa del espíritu que inspira todo el
texto de la Regla. Un texto, ciertamente cristocéntrico, y bien representado
por la frase “no anteponer nada al Cristo”. Cristo como modelo, como objetivo y
centro de nuestra vida. Él nos llama al monasterio, y a él le debemos una total
correspondencia. Pero esta entrega total a Cristo no es solo teórica, es
práctica, muy practica; pues es toda la comunidad, todos juntos, dice san
Benito, la que busca a Cristo, y debe hacerlo practicando el buen celo,
formando el pueblo santo para una obra de servicio, como dice el Apóstol, para
edificar el Cuerpo de Cristo. Como escribe san Máximo de Turín: “debemos orientar todos nuestros actos
inspirándonos en este nombre -el de Cristo-, y referir a él todos los
movimientos de nuestra vida, ya que el Apóstol nos dice: en él vivimos, nos
movemos y somos” (Sermón 73).
“Hemos de hacer nuestro camino, un camino de vida
plena y fecunda. Hay mucho sufrimiento en el mundo, muchas vidas rotas, sin
sentido… para que nosotros no vivamos en plenitud. Esta vida se nos da para que
la vivamos con intensidad” (Montserrat Viñas).
Por eso, como también escribe san Máximo: “al levantarnos por la mañana debemos dar
gracias al Salvador… ya que él ha velado nuestro descanso y nuestro sueño…Hemos
de dar gracias a Cristo y llevar a término toda la jornada, bajo el signo del
Salvador” (Sermón 73)
Pero este capítulo creo que tiene su mejor
comentarista en el abad Cassià Mª Just, que escribe lo siguiente:
“La vida de comunidad es
exigente y requiere un largo aprendizaje. A grandes rasgos podemos distinguir
dos etapas antes de alcanzar la tercera, que consiste en la vivencia del buen
celo con un amor muy ferviente. Un primer tiempo feliz, idílico. Todavía no
conocemos a fondo a la comunidad y somos incapaces de ver sus defectos. En la
euforia de la opción hecha por Dios todo nos resultaba nuevo y maravilloso.
Tendemos a ver a los miembros de la comunidad como personas excepcionales que
han realizado el ideal que nosotros buscamos. Solo vemos cualidades. Y si
percibimos algún defecto lo asumimos como una excepción que confirma la
impresión del conjunto. Después, generalmente no pasa mucho tiempo, viene un
tiempo de decepción, normalmente unido a un periodo de fatiga, a un sentimiento
de soledad, a algún fracaso personal, o alguna frustración relacionada con la
autoridad. Durante este tiempo de depresión todo se hace más tenebroso. Solo
vemos los defectos de los otros y de la comunidad. Tenemos la impresión de estar
sumergidos en un mundo donde domina la hipocresía del reglamento, los deseos de
“subir”, o que nos encontramos con gente que no toca tierra, incompetente y
desorganizada. I la vida se hace insoportable. Cuanto más habíamos idealizado
la comunidad y sus responsables mayor es la desilusión y la amargura. Ahora
bien, si por la gracia llegamos a superar esta segunda etapa entramos en la
tercera que durará toda la vida, y que crecientemente deviene más bella y
auténtica. Es la etapa que calificaría de realismo y de amor crucificado. Es
cuando nos hacemos conscientes que, si habíamos entrado en la comunidad
buscando de realizar un ideal y ser personalmente felices, deseamos continuar y
ayudar a los demás a ser más felices, a partir de una fidelidad radical a Dios…
Es cierto que a lo largo de la vida se nos presenta la tentación de volver a la
segunda atapa y a veces caemos en ella. También los hay que no pasen nunca de
esta segunda etapa y quedan encalladas. Naturalmente sufren mucho y hacen
sufrir con su pesada carga de negatividad. Pero Dios es el más fuerte y no
excluye a nadie de la esperanza”
Un escrito que tiene más de cuarenta años, pero que
continua con una viva actualidad para la vida monástica, extraordinariamente
claro, realista y aleccionador. Una reflexión para releer tanto en horas bajas
como altas.
Confiemos en Aquel que es el más fuete, no nos
veamos nunca excluidos de la esperanza, sino con ánimo de caminar hacia Cristo
impulsados por el buen celo en nuestro interior, haciendo que todo venga de él,
pase por él y caya hacia él (cfr. Rom 11,36). De esta manera, no anteponiendo
absolutamente nada al Cristo esperaremos que nos lleve todos juntos a la vida
eterna.
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