CAPÍTULO
7,49-50
LA
HUMILDAD
El sexto grado de humildad es que el monje se sienta contento con
todo lo que es más vil y abyecto y que se considere a sí mismo como un obrero malo
e indigno para todo cuanto se le manda, 50diciéndose interiormente con el profeta:
«Fui reducido a la nada sin saber por qué; he venido a ser como un jumento en
tu presencia, pero yo siempre estaré contigo».
A mitad
del capítulo sobre la humildad, y el lenguaje de san Benito nos sorprende, nos
puede parece huraño, pasado de moda. Nos habla con un lenguaje que podríamos
hoy como políticamente incorrecto, duro; nos habla de cosas bajas y abyectas,
de inhabilidad, indignidad, de no ser nada, no saber nada, venir a ser como un
animal de carga.
De
manera semejante nos habla san Basilio el Grande: “después que cada uno, habiendo renunciado a todas las realidades
presentes y a sí mismo, y habiéndose apartado de las preocupaciones de la vida
debe hacerse discípulo del Señor” (Tratado sobre el Bautismo)
Pero
todo esto no debe llevarnos a huir espantados, aunque podamos tener la
tentación.
No se
refiere a otra cosa que a nuestro modelo, a aquel a quien hemos venido a
buscar, a seguir, a Cristo, aquel con el que estamos siempre, nos dice san
Benito.
También
los santos, estando con él, no amaron al sufrimiento, no lo buscaron porque sí.
Podría esto no parecer heroico, ni digno de exaltación, pero fueron semejantes
a nosotros, humanos: no amaron el sufrimiento por el sufrimiento, pero sí que
amaban con pasión la cruz de Cristo, pues amaban aquello que lleva la
salvación. Todos ellos conocían bien que lo que ataca y destruye al hombre es
el pecado, y el pecado es el que engendra el verdadero sufrimiento. La cruz
salva del pecado, con ella el mal se transforma en bien, nos da la verdadera
libertad, que es dar espacio a Dios en nuestra vida, seguirlo con alegría en
toda circunstancia. Por esto comprometidos en cuerpo y alma a seguir a Cristo,
no tenemos que rechazar las contrariedades, los sacrificios, la impotencia,
pues a menudo en todo ello puede estar presente el poder redentor de la cruz,
la salvación de Cristo. No se trata de desear la cosa más baja y abyecta por
masoquismo o exhibicionismo espiritual, ni de decir en todo momento que somos
inútiles, con el deseo escondido de que nos desmientan. Tampoco se trata de
mera apariencia. Todo ello vendría a convertirse en folklore monástico.
El
sufrimiento que hace crecer no es el que buscamos nosotros mismos con nuestras
susceptibilidades y nuestra peculiar manera de comportarnos en la vida y complicarla
a los demás. Más bien, es aquel sufrimiento que Dios dispone de manera
providencial en el camino de nuestra vida, y que nosotros de manera instintiva,
por sentido de supervivencia buscamos evitar. Para asumir las dificultades
necesitamos humildad, primero ante Dios, y después ante los demás, e incluso
ante nosotros mismos. Es en este sentido que San Benito nos habla de
considerarnos operarios inhábiles e indignos.
El
modelo siempre es Cristo, como nos dice la Palabra: “Así, pues, ya que los hijos tienen en común la misma condición humana,
también Jesús quiso compartir esta condición… Era necesario que fuera en todo
semejante a los hermanos, y de esta manera viniera a ser ante Dios un gran
sacerdote compasivo y digno de confianza, que expiara los pecados del
pueblo. Y habiendo pasado él mismo la
prueba del sufrimiento ahora puede ayudar a los que son probados…” (Hebr
2,14-18)
El libro
del Eclesiástico nos dice que debemos estar preparados para la prueba y ser
valiente cuando esta llegue, no espantarnos en los momentos difíciles, confiar
siempre en el Señor, aceptando todo lo que nos pueda venir, siendo pacientes
cuando creemos que somos humillados injustamente, pues como el fuego pone a
prueba el oro, en el horno de la humillación también nosotros somos probados.
(Eclo 2,1-5)
Si la
madures de una persona pasa con frecuencia por el sufrimiento, tanto más en la
vida del monje. En los monasterios, a pesar de que todo esta estructurado, pues
la vida comunitaria aunque tiende a crear un clima de orden de armonía, de
serenidad y de paz. (Cf RB 3,61.63) no faltan las ocasiones de prueba, e
incluso de dureza. Son esos momentos en que el seguimiento de Cristo se nos
hace duro, pesado, y nos cuesta abrazar la cruz, conformarnos a ella con amor.
Las causas del sufrimiento físico, moral o espiritual pueden ser diversas, y
nos llevan a situaciones que consideramos abyectas, aunque todo depende de la
sensibilidad de cada uno, de nuestra manera de afrontar la realidad ante los
obstáculos del camino. Esta es la manera real de participar en la humanidad de
Cristo, movidos siempre por el amor a él que es el fundamento de nuestra vida
de monjes, de cristianos.
Escogemos
amar hasta las últimas consecuencias, como Cristo, es decir hasta la cruz,
porque él, aun siendo de condición
divina no conservó celosamente su divinidad, sino que se anonadó, humillándose,
haciéndose semejante a nosotros… (cf Filp 2,6-11)
San
Benito ya nos lo dice en el Prólogo, de participar por la paciencia en los
sufrimientos de Cristo para participar de su Reino. Es la renuncia diaria a
nosotros mismos, en las situaciones de dificultad, viviéndolas en silencio y
soledad.
Escribe
la madre Ana Mª Cánopi que se entra en el monasterio no sólo para ser feliz,
sino más bien para hacer felices a los demás. Lo decía también el beato Pablo
VI, que hoy será canonizado, al Capítulo General de nuestra Orden el año 1968,
de donde salió precisamente la Declaración del Orden: “Si os dejáis conducir por este deseo ardiente y por el afán de la
perfección, procurad conformaros de la manera más perfecta vosotros mismos y
todas vuestras cosas a aquella caridad que se os va encomendar en vuestra
primera Constitución. Aquella norma, llamada Carta de Caridad, queremos decir,
que nuestro predecesor Calixto II aprobó con su autoridad y que entregó a
vuestra Orden, entonces de reciente fundación, para que la observara. Que
vuestra vida siga fundamentada en la caridad, porque solamente ella os
mantendrá en una fidelidad constante, en el debe que se os ha confiado;
solamente ella os acompañará de manera eficaz en vuestra liturgia, como siendo
el aliento y el alma; solamente ella os unirá a Cristo con vínculos estrechos,
a él que es nuestro modelo, nuestro único modelo. (14 Octubre de 1968)
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