CAPÍTULO 15
EN QUÉ TIEMPOS SE DIRÁ ALELUYA
Desde la santa Pascua hasta Pentecostés se dirá el aleluya sin
interrupción tanto en los salmos como en los responsorios. 2Pero desde
Pentecostés hasta el principio de la cuaresma solamente se dirá todas las noches
con los seis últimos salmos del oficio nocturno. 3Mas los domingos, menos en
cuaresma, han de decirse con aleluya los cánticos, laudes, prima, tercia, sexta
y nona; las vísperas, en cambio, con antífona. 4Los responsorios nunca se dirán
con aleluya, a no ser desde Pascua hasta Pentecostés.
Por un
lado, puede sorprender que san Benito dedique un capítulo concreto al Aleluya;
pero, por otro lado, si somos conscientes de la cantidad de veces que decimos
esta palabra a lo largo del día, de la semana y del año, veremos que tiene en
nuestra vida, en nuestra liturgia, una importancia muy especial, ya sea por su
presencia o por su ausencia durante el tiempo de Cuaresma.
Escribe
san Agustín, que Aleluya quiere decir “alabanza a Dios”; una palabra que
expresa la alegría pascual, que viene a ser como un pregustar la liturgia
celestial, una palabra que incluso sirve como distintivo de los cristianos que
pertenecen a la misma fe.
Seguramente
san Benito se ha situado en medio de los capítulos dedicados a las Vigilias y a
los Laudes que hemos escuchado a lo largo de esta semana, por una parte, y la
composición del Oficio Divino por otra parte.
El capítulo se inicia y acaba con un recuerdo del tiempo pascual,
subrayando de este modo que este tiempo es el tiempo central de toda la vida
litúrgica, un tiempo que recordamos de manera especial cada domingo, remarcando
el carácter pascual de la celebración dominical, donde el Aleluya acompaña los
cantos de las horas centrales del día, como Laudes, Prima, Tercia Sexta y Nona.
San Benito gradúa las celebraciones, y destaca el recuerdo pascual cada día y
de manera especial cada semana en la celebración dominical. Esta relación entre
el ritmo de nuestra plegaria y el ritmo de la naturaleza, de la creación de
Dios no es extraña a san Benito. La noche nos recuerda la muerte; y hacemos una
referencia en Completas; el amanecer la vigilia junto al sepulcro de Cristo, y
Laudes, con la salida del sol, la resurrección y la creación representada por
el nuevo día.
Así
sucede que cada día hacemos memoria, por un lado, del gran misterio de la
redención, y por otro de nuestra propia vida. Este carácter de memoria se
acentúa a lo largo de la semana y tiene su plenitud en el Año Litúrgico con la
Pascua como el verdadero centro.
Por
esto, como por otras causas, el Oficio Divino adquiere pleno sentido, es
participado y vivido en su totalidad. Si dejamos de hacerlo, Dios no lo quiera,
nuestra vida de plegaria sería incompleta. Evidentemente, hay causas que nos
pueden impedir de participar de manera puntual, como la salud, pero dejarnos
arrastrar por el riesgo de una ausencia más voluble e indefinida, nos deja
huérfanos de la plenitud de nuestra vida que nos ofrece el Oficio Divino,
celebrado en comunidad.
San
Benito insiste en otros capítulos de la Regla, pues sabe muy bien del riesgo
del abandono, y de lo peligroso que viene a ser para nuestra vida de monjes.
Escribe
san Juan Clímaco: “Estemos atentos y
podemos advertir que al sentir la señal de la trompeta celestial llamando a las
oraciones matinales, los monjes se reúnen visiblemente; pero los demonios se
reúnen también invisiblemente; algunos de ellos se colocan al costado de
nuestro lecho y nos invitan a reposar un poco más: “Espera -nos dicen- a que
acabe el introito”. Otros, buscan provocarnos el sueño cuando estamos en la
plegaria; otros, nos provocan mal de estómago para distraernos; otros, a hablar
en la iglesia, o tener pensamientos vergonzosos; otros, nos llevan a
reclinarnos en la pared y abrir la boca a menudo; otros, a reír durante la
oración; otros, a orar precipitadamente, y otros a hacerlo muy lentamente, no
por devoción sino por capricho, y agarrándose a nuestra boca de tal manera la
cierran que con dificultad la podemos abrir. Solamente quien piensa que está en
presencia de Dios y ora con verdadero sentimiento se mantendrá inmóvil como una
columna, y ninguno de estos demonios que acabamos de aludir podrá desviarlo”
(Escala espiritual, 18,3)
Seguramente
San Juan Clímaco tiene razón. A causa de los demonios olvidamos con frecuencia
que estamos en la presencia de Dios, que hablamos con Dios; a menudo olvidamos
la idea de que cuando suena la campana que nos convoca ala iglesia, a la
plegaria, no es otro que Cristo, nuestro modelo, con quien nos hemos
comprometido a no anteponerle nada. De hecho, podríamos decir que nuestra
profesión la renovamos cada mañana al escuchar la campana; la escuchamos todos,
pero hay quien toma la opción de darse media vuelta, movido por el demonio,
diría san Juan Clímaco, o bien de acudir al encuentro con el Señor. Cada uno
puede valorar personalmente si puede o no puede, si su ausencia es voluntaria u
obligada, y Dios es quien conoce la verdad. Sorprende, no obstante, que algunos
hermanos de edad suficiente para justificar su ausencia no fallan nunca, o bien
si fallan por cuestión de salud, llevan esta ausencia como una especie de
amputación, de limitación en su vida de monjes.
San
Benito nos habla hoy del Aleluya, de alegría. Es esta alegría de sentirnos
llamados por Dios al recinto monástico, que nos debe llevar a vivir la delicia
de ir a su encuentro de manera privilegiada, cuando somos convocados por medio
de esta voz suya que es la campana, y de participar en la plegaria con la mayor
plenitud posible.
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