CAPÍTULO 69
NADIE SE ATREVA A DEFENDER
A OTRO EN EL MONASTERIO
Debe evitarse que por ningún motivo se tome un monje la libertad
de defender a otro en el monasterio o de constituirse en su protector en
cualquier sentido, 2 ni en el caso de que les una cualquier parentesco de
consanguinidad. 3 No se permitan los monjes hacer tal cosa en modo alguno,
porque podría convertirse en una ocasión de disputas muy graves. 4 El que no
cumpla esto será castigado con gran severidad.
San Benito
después del capítulo que dedica a comentar sobre cuando se nos piden cosas
imposibles, en los dos siguientes, que tienen una unidad temática comenta
acerca de no tomarse la libertad de defender o golpear a otros.
El texto nos
pone en guardia contra el nepotismo y las relaciones exclusivas o
privilegiadas, en las que uno puede venir a manifestarse como abogado,
protector o detractor de otro, contribuyendo, de esta manera a sembrar la
división. Venimos al monasterio para buscar a Dios en comunidad, no para
mostrarnos como padres, hermanos gemelos, abuelos… de nadie de la comunidad, ya
que eso sería arrogarnos una superioridad sobre otro que no nos corresponde.
Como dice el Papa Francisco, “no podemos
entrar en la vida monástica buscando una simple realización de nosotros mismos.
La pureza de intención básica es esencial. Es preciso estar bien despiertos,
para que no sucedan cosas de las cuales después nos podemos lamentar” (Cfr La
fuerza de la vocación, pag. 48-49)
San Benito
utiliza aquí el verbo latino “praesumere”, que se podría traducir como “ponerse por encima”. O bien anticiparse
de manera presuntuosa. Para el pare Benoit no hay nada más funesto para la
buena marcha de una comunidad que esta actitud, ya que se trata de una amistad
entendida de una manera inversa a como nos hablan Agustín, Aristóteles, Platón,
Pitágoras o Elredo, y que viene a ser todo lo contrario a la humildad y la
obediencia, que deben guiar nuestra vida. San Benito utiliza el verbo
“praesumere” cerca de treinta veces a lo largo de toda la Regla. Habitualmente,
para decirnos que no nos arroguemos el derecho a una determinada acción o
pensamiento. Tanta insistencia nos muestra con claridad la prevención de san
Benito ante esta actitud.
Para Dom
Guillermo, abad de Mont des Cats, podemos hablar legítimamente de una sana
capacidad de indignación, propia de todo ser humano, ante la injusticia. La
misma Escritura nos habla claramente de la defensa del justo cuando, por citar
tan solo un ejemplo, el salmista nos dice: “Hacedme
justicia, Señor, defiende mi causa contra la gente infiel, líbrame del hombre
perverso y traidor” (Sal 43,1).
El mismo Jesús
es el primero en rebelarse contra los que preparan cargas insoportables, y las
colocan sobre las espaldas de otros, mientras ellos no mueven ni un dedo (Cfr
Mt 23,4).
En el corazón
del cristianismo, procedente del mismo evangelio, hay una resistencia a la
injusticia, a la opresión, a la falsedad; una resistencia que pide coraje y la
donación de si mismo. Es algo que también es necesario en la vida monástica.
Lejos de abstenernos de esta indignación, más bien debemos perfeccionarla y
desarrollarla en su sentido justo.
San Benito sabe
bien que cuando nos pasa por la cabeza defender a un hermano, a menudo es por
nuestro propio interés, por defender nuestra opinión personal, y nuestra
relación particular con él. El coraje que nos pide san Benito no es para
defender las pequeñas causas particulares, sino para amar la verdad, siguiendo
el ejemplo de Cristo. Un coraje que precisa de una gran lucidez para discernir
sobre lo que realmente nos mueve en lo íntimo de nosotros.
En el fondo de
este capítulo y por oposición en el siguiente, san Benito nos habla de una
cuestión delicada que es el rol, la afectividad de nuestra vida, porque como en
todo, con la inteligencia o con el cuerpo, la afectividad marca nuestro
comportamiento, nuestra manera de percibir la realidad, nuestro juicio, y nos
puede llevar a trabajar en un sentido positivo o negativo.
El otro, el
prójimo, es a menudo el espejo de nuestras propias debilidades, tanto físicas
como morales, nuestras fragilidades, nuestros miedos y frustraciones, pero
también, no hay que olvidarlo, de lo que tenemos dentro de sano y valioso.
En nuestro
camino como creyentes, como monjes, no debemos olvidar que necesitamos poner en
orden y serenidad en todo aquello que hay de oscuro e inconsciente en nuestra
afectividad, en nuestras emociones. Es un camino de conversión permanente, un
camino que cada uno debe recorrer de manera personal, y solamente podremos
realizarlo mediante la ascesis monástica y dejando actuar la gracia de Dios en
nosotros.
Nuestra
particular manera de vivir la fe, la llamada de Dios a vivir en comunidad, nos
puede ayudar y no ser impedimento, si sabemos aceptar las exigencias y los
contratiempos tal como nos invita san Benito: tomando distancia para poder
analizar críticamente nuestras emociones e inhibiciones, para descubrir el
camino de libertad que nos ofrece la Regla.
Dice el Papa
Francisco: “los conflictos son parte
intrínseca de la realidad. No hay razón alguna para negarlos. Eso, sí: caminemos para superarlos. Esto es lo
importante: caminar, siempre caminar hacia adelante” (La fuerza de la vocación,
p.29).
Una comunidad
monástica no está fundada sobra lazos de parentesco, lazos de amistad o
pertenencia a un determinado grupo social o étnico, sino sobre la pertenencia a
Cristo. Cada uno de nosotros pertenece a Cristo a título individual y toda la
comunidad le pertenece a título colectivo. Esto es lo que ha de ayudarnos a
superar las fronteras humanas y liberarnos de los egoísmos personales o de
grupos. Si olvidamos esto que en definitiva no es sino aquello de “anteponer
nada a Cristo que nos ha de llevar juntos a la vida eterna” (cf. RB 72,12)
olvidamos el verdadero sentido de la vida monástica.
Como responde el
Papa cuando nos habla de la vida consagrada: “hemos de vivir sin perder nunca de vista por Quien me he comprometido.
La presencia de Jesús lo es todo. Aquí reside la fuerza de la vocación
consagrada. Una vida consagrada donde Jesús no esté presente con su Palabra,
con el evangelio, con su inspiración… no funciona. Sin la pasión enamorada por
Jesús, no hay un futuro posible para la vida consagrada” (La fuerza de la
vocación, p.36)
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