CAPÍTULO
56
LA
MESA DEL ABAD
Los huéspedes
y extranjeros comerán siempre en la mesa del abad. 2 Pero, cuando los huéspedes
sean menos numerosos, está en su poder la facultad de llamar a los hermanos
siempre con los hermanos uno o dos ancianos que mantengan la observancia.
San Benito nos habla
en estos capítulos de temas prácticos: si podemos aceptar algo, cómo vestir,
cómo acoger a los huéspedes… La Regla recomienda acoger con deferencia, como al
mismo Cristo, como nos sugiere en el capítulo 53.
No queda del todo
claro como acoger a los huéspedes y sentarlos a la mesa del abad. Parece como
si hubieran de comer aparte de la comunidad, pues dice san Benito de dejar un
anciano o dos con los hermanos para conservar el orden. La duda vuelve cuando
se habla de romper el ayuno en atención a los huéspedes. Pero no se entendería
bien que mientras el abad y los huéspedes comen platos más suculentos los
monjes tengan una comida más parca. Y todos en el mismo refectorio. En la
actualidad cada maestrillo tiene su librillo:
hay monasterios donde los huéspedes comen aparte, y en este caso, en
algunos, hombres y mujeres separados; en otros monasterios comparten la mesa
con los monjes y la conversación a la vez, relegando en todo o en parte la
lectura; en otros, como el nuestro, comparten mesa, lectura y ritmo de comer
con la comunidad.
De este capítulo
quedan tres ideas claras. La primera es tratar a los huéspedes con deferencia,
lo que no quiere decir con intrusismo en sus vidas, ni ellos en las nuestras,
lo que san Benito nos advierte claramente acerca de los peligros que ello
comporta. La segunda, que las comidas y la mesa son un elemento importante de
la vida monástica. La tercera que en el refectorio debe mantenerse el silencio
y el orden en toda ocasión. “Era forastero
y me acogisteis” (Mt 25,35), nos dice Jesús en el evangelio. Idea que
recoge san Benito al hablar de acoger a Cristo en los huéspedes.
La comida tiene un
papel importante en la acogida. Las primeras comunidades cristianas tenían las
comidas para el encuentro comunitario, una vez acabada la Eucaristía. Así lo
pone de relieve san Pablo en su carta a los Corintios, cuando amonesta a los
cristianos de no compartir la comida e ir cada uno por su cuenta. Mientras los
ricos comían en exceso, y no esperaban a los pobres, y lo que debería ser un
encuentro comunitario era un motivo de división y exclusión social.
Finalmente, san
Benito pide que en el refectorio se haga silencio absoluto, de manera que no se
sienta murmullo alguno ni voz, a no ser la del que lee, y que todo lo que
necesiten para comer o beber se lo sirvan los hermanos mutuamente, para que
nadie tenga que pedir nada, o en todo caso con una señal más bien que con la
voz. (Cf RB 38)
San Benito recoge la
tradición bíblica de la acogida de Abraham. Éste es ejemplo de la hospitalidad
que se requería en los hogares orientales, incluso para los forasteros
desconocidos; el huésped podía gozar de esta hospitalidad sin ninguna
obligación de pago.
La Biblia está llena
de ejemplos sobre este tema: El anciano que acoge el levita a Guebá (Jdt
19,24); en defensa suya Job alegaba que siempre estuvo atento a las necesidades
de los viajeros (Job 31,31-32); Lot acogió dos forasteros sin saber que eran
ángeles (Gen 19,1-3); los israelitas recibieron de Dios mismo la orden de
proteger a los extranjeros y ser hospitalarios con ellos (Lv 19,33-34); en la
misma línea san Pablo aconseja esto mismo con los cristianos. El mismo Cristo
es acogido en Betania (Lc 10,38-41). Jesús entra en casa de Lázaro, Marta y
María, como huésped y acaba como anfitrión, llenándoles el alma. Finalmente san
Pablo por su carácter de viajero por causa del Evangelio es un modelo de
acogido como en Jerusalén, donde es recibido por los Apóstoles (Gal 1,18). Porque es Cristo a quien acogemos
en la persona de los otros, el encuentro con un hermano es un encuentro con
Dios.
Y este encuentro debe
transcurrir compartiendo nuestra manera de vivir, comenzando por la plegaria.
Es lo primero que recomienda san Benito hacer con un huésped: llevarlo al
oratorio, y en silencio; dejando así a quien nos visita que se acerque a
nuestra vida, al menos durante unas horas, y lo pueda hacer con serenidad y
respeto.
La tradición de la
hospitalidad monástica es, en cierta manera, el testimonio de nuestra vida, lo
que compartimos con los que se nos acercan, y que tiene su raíz en la Escritura
y en la Regla. Cuando uno va a un monasterio piensa recogerse en la soledad y
el silencio, y sobre todo dejarse “tocar” por el mensaje de Cristo,
compartiendo unos días con una comunidad que busca a Dios, o como decía un
huésped: dejándose llevar por la falta e novedad, iniciándose en otra rutina,
como un camino de acceso al interior, a la escucha del silencio, compartiendo
los sencillos y callados actos de la comunidad.
Lo que diferencia la
hospitalidad monástica de otras es predisponer al que viene a un ambiente de
silencio y de plegaria para poder acoger la voz de Dios, dejándose interpelar
por el que un grupo de personas ha dejado determinadas cosas para poder buscar
a Dios a través de la plegaria, el trabajo, la lectura de la Palabra y el
silencio.
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