CAPÍTULO
7, 10-30
LA
HUMILDAD
Y así, el primer
grado de humildad es que el monje mantenga siempre ante sus ojos el temor de
Dios y evite por todos los medios echarlo en olvido; 11que recuerde siempre
todo lo que Dios ha mandado y medite constantemente en su espíritu cómo el
infierno abrasa por sus pecados a los que menosprecian a Dios y que la vida
eterna está ya preparada para los que le temen. 12Y, absteniéndose en todo
momento de pecados y vicios, esto es, en los pensamientos, en la lengua, en las
manos, en los pies y en la voluntad propia, y también en los deseos de la
carne, 13tenga el hombre por cierto que Dios le está mirando a todas horas
desde el cielo, que esa mirada de la divinidad ve en todo lugar sus acciones y
que los ángeles le dan cuenta de ellas a cada instante. 14Esto es lo que el
profeta quiere inculcarnos cuando nos presenta a Dios dentro de nuestros mismos
pensamientos al decirnos: «Tú sondeas, ¡oh Dios!, el corazón y las entrañas».
15Y también: «El Señor conoce los pensamientos de los hombres». 16Y vuelve a
decirnos: «De lejos conoces mis pensamientos». 17Y en otro lugar dice: «El
pensamiento del hombre se te hará manifiesto». 18Y para vigilar alerta todos
sus pensamientos perversos, el hermano fiel a su vocación repite siempre dentro
de su corazón: «Solamente seré puro en su presencia si sé mantenerme en guardia
contra mi iniquidad». 19En cuanto a la propia voluntad, se nos prohíbe hacerla
cuando nos dice la Escritura: «Refrena tus deseos». 20También pedimos a Dios en
la oración «que se haga en nosotros su voluntad». 21Pero que no hagamos nuestra
propia voluntad se nos avisa con toda la razón, pues así nos libramos de
aquello que dice la Escritura santa: «Hay caminos que les parecen derechos a
los hombres, pero al fin van a parar a la profundidad del infierno». 22Y también
por temor a que se diga de nosotros lo que se afirma de los negligentes: «Se
corrompen y se hacen abominables en sus apetitos». 23Cuando surgen los deseos
de la carne, creemos también que Dios está presente en cada instante, como dice
el profeta al Señor: «Todas mis ansias están en tu presencia». 24Por eso mismo,
hemos de precavernos de todo mal deseo, porque la muerte está apostada al
umbral mismo del deleite. 25Así que nos dice la Escritura: «No vayas tras tus
concupiscencias». 26Luego si «los ojos del Señor observan a buenos y malos», si
«el Señor mira incesantemente a todos los hombres para ver si queda algún
sensato que busque a Dios» 28y si los ángeles que se nos han asignado anuncian
siempre día y noche nuestras obras al Señor, 29hemos de vigilar, hermanos, en
todo momento, como dice el profeta en el salmo, para que Dios no nos descubra
cómo «nos inclinamos del lado del mal y nos hacemos unos malvados»; 30y, aunque
en esta vida nos perdone, porque es bueno, esperando a que nos convirtamos a
una vida más digna, tenga que decirnos en la otra: «Esto hiciste, y callé».
Podríamos decir
que el primer grado de la humildad es amplio, porque recoge un grupo de
conceptos. En primer lugar, san Benito nos habla del temor de Dios. No nos dice
de tener miedo de Dios, sino de sentirlo cerca, presente siempre, no una
presencia coercitiva sino con la certeza de que nada de lo que hacemos está
lejos de su mirada, y por tanto queremos y deseamos hacer aquello que le
agrada.
Nos habla el texto
de que hemos de tener a Dios siempre presente en nuestros pensamientos, lo cual
nos ayudará en nuestras debilidades. Ciertamente, una parte importante de lo
que nos puede mover a caer es una cierta sensación de impunidad; de creer que
lo que hacemos, lo que hacemos mal, evidentemente, no saldrá a la luz, y que
nadie se va enterar de nuestra autoría. Esta es una reflexión un poco absurda,
porque, ante todo sabemos bien, que el bien o el mal que hacemos, nos lo dice
“la inquilina”, como llama Mafalda a la conciencia, y esto nos lleva a estar
intranquilos de que otros tengan conocimiento, y así se deteriore nuestra
imagen. Saberse siempre en la presencia de Dios nos puede ayudar, nos puede dar
un margen para reflexionar sobre nuestras acciones antes de llevarlas a cabo y
escapar de nuestra propia iniquidad.
Un segundo punto
que apunta san Benito es el de la voluntad de Dios y la nuestra. No se puede
concebir una vida consagrada sin tensión, dice el Papa Francisco (La fuerza de
la vocación, p.27). La tensión entre nuestra voluntad y la de Dios es una de
las más recurrentes. Ciertamente, esta propia voluntad nos puede impulsar a
hacer malas acciones que afecten o molesten a otros, o las podemos hacer para
llamar la atención buscando una dinámica de acción-reacción que no nos ayuda a
avanzar en nuestro camino monástico. La propia voluntad, nos dice san Benito,
nos puede venir determinada por los propios deseos; y no hemos venido al
monasterio a hacer nuestra voluntad sino a intentar hacer la voluntad de Dios.
Pero no tenemos suficientes fuerzas, y tenemos que presentarnos en la presencia
del Señor con la plegaria, por lo que es importante mantener el ritmo de
nuestra jornada monástica.
La plegaria, la
lectio, el trabajo, el descanso,… es lo que nos puede ayudar a hacer la
voluntad de Dios, y es una muestra de que no hacemos nuestra voluntad sino la
de Dios.
Tener opiniones es
normal y bueno; también tener gustos y preferencias, pero que estas ideas y
predilecciones nos tengan cautivos es una trampa en nuestra vida. No es fácil,
no lo tenemos fácil; no lo fue para el mismo Cristo hacer la voluntad del
Padre, cuando es tentado en el desierto o el Huerto de los Olivos. No será
fácil para algunos discípulos que lo abandonan, porque no llegan a entender qué
quería decir con hacer la voluntad del Padre, o lo encontraban demasiado
difícil. Tampoco es fácil para nosotros, desde el momento en que cada día se
nos presentan diversas opciones sobre las que nos hacemos la pregunta de cuál
es la voluntad de Dios. Así que nos es necesario recurrir a la plegaria y pedir
la gracia de hacer su voluntad, que nos dé su fuerza. “Sin perder nunca de
vista por quien nos hemos comprometido. La presencia de Jesús es todo” (Papa
Francisco, La fuerza de la vocación, p. 36)
Hay caminos que
parecen rectos y que llevan al abismo, nos dice san Benito. Asumirlos es fruto
de nuestro orgullo, ambición, la pereza… Decía el Papa Francisco en la
Eucaristía del día de san Pedro y san Pablo que “cuando nos consideramos
mejores que los otros, es el principio del fin”.
Intentemos
guardarnos de los malos deseos, busquemos de estampar pronto contra el Cristo
los malos pensamientos que nos vengan al corazón. San Benito a lo largo de la
Regla nos habla de aborrecer la propia voluntad, (RB 4,60) de renunciar a la
voluntad propia, (RB 5,7) de guardarnos
de ella (RB 7,12), o nos dice,
resumiendo, que la propia voluntad lleva a la pena, mientras la obligación
engendra la gloria (RB 7,33).
Este primer grado
de la humildad nos hace vulnerables a Dios, accesibles a él, preparados para
vivir su presencia, no con miedo sino con temor, un amor que nos abre a hacer,
a querer hacer su voluntad.
Nos dice san
Agustín: “Si no cesamos en nuestra buena conducta alabaremos continuamente a
Dios. Dejas de alabar a Dios cuando te apartas de la justicia y de lo que le agrada.
Si no te desvías nunca del buen camino, aunque tu lengua calle, tu conducta
habla; y los oídos de Dios están atentos a tu corazón”. (Coment Sal 148)
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