domingo, 14 de julio de 2019

CAPÍTULO 7, 55 LA HUMILDAD


CAPÍTULO 7, 55
LA HUMILDAD
El octavo grado de humildad es que el monje en nada se salga de la regla común del monasterio, ni se aparte del ejemplo de los mayores.

San Benito nos propone dos ideas: la Regla y la práctica, el texto que viene a ser el libro de estilo de los mandamientos evangélicos, y el ejemplo de los mayores. Un texto, por muy bonito que sea no sirve de nada sino se pone en práctica; y un poner en práctica con sinceridad y libertad. No se trata de aplicar un conjunto de normas o costumbres sin más; se trata de vivir en plenitud el espíritu, y no la letra, de la Regla y el Evangelio.

Este año celebramos el noveno centenario de la Carta Caritatis, que se puede considerar la Carta fundacional del nuestro Orden, ya que ésta viene a ser fruto de todo un proceso que dura unos cuantos años, desde la salida de un grupo de monjes de Molesmes a Citeaux, hasta establecer el marco relacional que está simbolizado por la Carta Caritatis.

Se dice habitualmente que nuestros padres fundadores no buscan vivir la literalidad de la Regla, sino vivir intensamente su espíritu con la máxima fidelidad posible. Los monjes de Citeaux eran monjes conventuales de un monasterio benedictino, que había profesado según la Regla de san Benito, y habían abandonado Molesmes no para crear una nueva forma de vida monástica, como lo hizo, por ejemplo, san Bruno con la Cartuja, sino para ajustarse mejor al proyecto de vida propuesto por san Benito.

El monasterio, según san Benito, estaba formado por unos hombres o mujeres que se apartaban del mundo para llevar una vida de plegaria, lectura y trabajo juntos. Poco a poco, el clericalismo, los grandes edificios, las muchas rentas y propiedades y la centralidad, cuando no la exclusividad del servicio litúrgico, fue dando la imagen de un grupo huido de las miserias de este mundo, y la certeza de haber conseguido la salvación. A lo largo del siglo XI son muchos los que se planteaban encontrar una vida más intensa, teniendo como referencia la concepción de la primitiva vida monástica y no la vida en un monasterio como un estado de perfección, sino como una vocación personal de servicio a Cristo en la pobreza, la sencillez, el trabajo, la plegaria y la obediencia. Así nacen los cistercienses fruto del espíritu de una época, como una reacción ante una realidad que san Bernardo sintetiza diciendo: “que lejos estamos de los monjes que vivían en tiempo de san Antonio”.

También san Elredo plantea que el peso de la observancia no es un obstáculo para el desenvolvimiento de la caridad del alma. La ascesis monástica puede parecer penosa, pero esta dureza no es por el yugo de Cristo que siempre es suave y ligero, sino por nuestros malos deseos que nos oprimen. Si nos pesan ciertas observancias, quizás es porque son precisamente los instrumentos apropiados para sintonizar con la voluntad del Señor. En este sentido escribe en el “Espejo de la caridad”:

“No padezco por haberme sometido al yugo de Cristo, sino por no haberme librado del yugo de la concupiscencia. A la concupiscencia se la reprime fácilmente con la moderación en la comida; la aflicción de las vigilias da vigor a un corazón débil y voluble; el silencio mitiga la ira; la aplicación al trabajo reprime la acedía del alma”.

Sirve esta alusión a nuestra historia particular para situar lo que san Benito nos dice hoy. Que debemos tener como fuente la Regla y la tradición, entendida en el sentido del Vaticano II, como fuente de inspiración interpretando los signos de los tiempos. La vida monástica se transmite de padres a hijos, espiritualmente hablando. Así, una comunidad, fundamentalmente un maestro de novicios, se encarga de la formación de los novicios, pero es toda la comunidad también, quien transmite una manera de vivir, que no son solo costumbres, sino un espíritu vivo.

El Papa Francisco alerta, a menudo que nuestra vida no puede reducirse a una ideología; no podemos caer en el gnosticismo, en una visión en exceso teórica, en un pelagianismo como el que, según el Papa, se manifiesta en algunas congregaciones que lo apuestan todo por la perfección y el cumplimiento de unas normas. Las normas, las costumbres, las tradiciones, no deben ser como una soga que nos ahoga, sino una ayuda, un medio, un instrumento, para poder vivir aquello que es fundamental: el espíritu de la Regla.

Para transmitir esta manera de vivir es importante que cada uno de nosotros, como monjes, y todos como comunidad, la vivamos con autenticidad, no buscando subterfugios para escapar de nuestra responsabilidad, sino viviendo de acuerdo con el espíritu de la Regla. Entonces, todo nos será más fácil para alcanzar nuestro objetivo.

Esta es nuestra responsabilidad: vivir el espíritu de la Regla con autenticidad y libertad, ser testimonios de esta vida, ejemplo para quienes vengan detrás de nosotros. Que no tengamos que escuchar la reprimenda de san Bernardo en su Apología:

“El que he dicho, sí, parece muy duro, pero debo decir la verdad. ¿Será posible se haya transformado en tiniebla? ¿Qué la sal se haya vuelto insípida? Los que, con su vida, debían estar en camino hacia la vida han pasado a ser ciegos que guían a otros ciegos, a causa de la soberbia con que realizan sus obras”.

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