CAPÍTULO
7, 44-48
LA
HUMILDAD
El quinto grado de humildad es que el monje con una
humilde confesión manifieste a su abad los malos pensamientos que le vienen al
corazón y las malas obras realizadas ocultamente. 45La Escritura nos exhorta a
ello cuando nos dice: «Manifiesta al Señor tus pasos y confía en él». 46Y
también dice el profeta: «Confesaos al Señor porque es bueno, porque es eterna
su misericordia». 47Y en otro lugar dice: «Te manifesté mi delito y dejé de
ocultar mi injusticia. 48Confesaré, dije yo, contra mí mismo al Señor mi propia
injusticia, y tú perdonaste la malicia de mi pecado».
Cuando
soy débil es cuando soy realmente fuerte (2Cor 7,10)
nos dice el Apóstol. Este texto lo escuchamos con frecuencia, pues es una de
las lecturas breves de Vísperas. Pero a pesar de que nos resulte familiar nos
cuesta reconocer nuestras debilidades; preferimos obviarlo u ocultarlo o
disimularlo con diversas actitudes. Quizás, cada uno de nosotros podemos
arrastrar una carga excesivamente pesada como para ignorarla, o para caminar
con ella. No se trata sólo de los defectos de fábrica, según expresión
del abad Mauro Esteva, con los cuales nos acostumbramos a vivir, y con los
cuales debemos aprender a convivir y poner en positivo, de manera que en lugar
de ser un peso sean para nosotros una ayuda. No solo las faltas contra la Regla
las que eran objeto, y todavía lo son en algunas comunidades, del capítulo de
faltas, cuando hacemos tarde al oficio o rechazamos algún servicio. Tampoco son
solamente los pecados en los que caemos una y otra vez.
San Benito se
refiere a que necesitamos hacer frente a algo que ha provocado cicatrices en
nuestra alma, que necesita del perdón de otros, o que nosotros mismos debemos
de perdonar, y que nunca lo hemos afrontado con un verdadero deseo de
resolverlo. Decir que todos tenemos “un cadáver en el armario”, como se escucha
en el lenguaje coloquial, quizás sería excesivo; pero podemos tener heridas
para las que no encontramos un remedio adecuado, y siempre nos quedamos con una
cierta inquietud.
Una comunidad está
formada por gente de origen muy diverso. Es Dios quien nos ha reunido en el
monasterio; todos venimos desde una infancia diversa, o una vida laboral o
sentimental determinada diferentes de los demás, con situaciones económicas
diferentes… Todo ello ha ido forjando nuestra personalidad, con contrastes,
virtudes y defectos, y en esa situación nos ha llamado Dios al monasterio, para
compartir la vida con otros, como Cristo se hizo humano para compartir con
nosotros su vida.
La abadesa
benedictina Joan Chittister explica que ella vivió la vida familiar en medio
del conflicto, con diferencias religiosas no siempre vividas con tolerancia,
que le llevan a vivir experiencias difíciles antes de entrar en el monasterio,
experiencias complicadas y difíciles de compartir con sus hermanas de
comunidad; tanto que optó por disimularlas a base de trabajo y plegaria en la
que pedía poder olvidarlas, pero que, sin embargo, siempre permanecían
provocándole una lucha interior.
Muchas veces detrás
de una actitud determinada, que a primera vista es inexplicable, hay un
conflicto interior que quizás no exime la responsabilidad, pero que explica
muchas cosas. Las actitudes pueden ser múltiples, algunas con consecuencias
personales y graves para la comunidad; otras son una llamada de atención a
través de un gesto, una afición, relatos cotidianos con excesiva vehemencia,
que no llegan a faltar a la verdad, pero que exceden en exageraciones.
No se trata de
hacer una relación exhaustiva, sino de constatar que la finura espiritual de
san Benito es consciente de estas situaciones. Para san Benito lo que debemos
hacer es confiar en Dios, reconocernos, sabernos débiles, y en la debilidad
sentirnos fuertes, porque con la ayuda de Dios todo lo podemos superar. No es
fácil; lo vemos en el mismo sacramento de la Penitencia, si no puesto en
cuestión, sí con crisis en la práctica. También en las comunidades religiosas,
en el caso de los sacerdotes, es grave esta actitud si llega a producirse,
cuando confesarse y no confesarse es una grave contradicción. Sucede que hacer
partícipe a otro de las propias miserias no es plato de gusto, pero a la postre
hacemos participe a Dios, que conoce todo lo que nos sucede. Lo que san Benito
nos quiere decir con este grado de la humildad es que son precisamente estas
miserias las que nos esclavizan, nos limitan, nos bloquean y que liberarnos de
ellas es posible.
Sólo Dios nos
puede dar la verdadera libertad, pero debemos colaborar, que queramos
liberarnos. El primer paso, ineludible, es reconocernos débiles. San Benito
recibe de la tradición bíblica la abertura de corazón a Dios, en un camino de
humildad. En esta escala que nos permite, de la mano de san Benito, recuperar
la imagen de Dios, perdida en el Paraíso, y sobre lo que nuestros padres
cistercienses insisten mucho. En el lenguaje bíblico, tan admirado por nuestros
padres, saberse conocido por Dios es sentirse amado por él, y esta certeza es
la que hace que salga delante de Dios todo que aquello que, escondido, nos agobia.
Como dice el salmista:
“Encomienda
al Señor tus caminos; confía en él, déjale hacer”... (Sal 37,5)
Como hizo Jesús en
Getsemaní manifestándose débil al Padre, recibió de él la fortaleza para
redimirnos con el precio de su sangre. Confiarnos al Señor, plenamente,
totalmente, generosa y libremente.
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