CAPÍTULO
6
LA PRÁCTICA DEL SILENCIO
1Cumplamos nosotros lo
que dijo el profeta: «Yo me dije: vigilaré mi proceder para no pecar con la
lengua. Pondré una mordaza a mi boca. Enmudecí, me humillé y me abstuve de
hablar aun de cosas buenas». 2Enseña aquí el profeta que, si hay ocasiones en
las cuales debemos renunciar a las conversaciones buenas por exigirlo así la
misma taciturnidad, cuánto más deberemos abstenernos de las malas
conversaciones por el castigo que merece el pecado. 3Por lo tanto, dada la
importancia que tiene la taciturnidad, raras veces recibirán los discípulos
perfectos licencia para hablar, incluso cuando se trate de conversaciones
honestas, santas y de edificación, para que guarden un silencio lleno de
gravedad. 4Porque escrito está: «En mucho charlar no faltará pecado». 5Y en otro
lugar: «Muerte y vida están en poder de la lengua». 6Además, hablar y enseñar
incumbe al maestro; pero al discípulo le corresponde callar y escuchar. 7Por
eso, cuando sea necesario preguntar algo al superior, debe hacerse con toda
humildad y respetuosa sumisión. 8Pero las chocarrerías, las palabras ociosas y
las que provocan la risa, las condenamos en todo lugar a reclusión perpetua. Y
no consentimos que el discípulo abra su boca para semejantes expresiones.
En torno a la Gran
Cartuja hay unas señales con la referencia pintada de un monje y el aviso de
que aquella es una zona de silencio, un silencio a menudo roto, sobre todo en
el verano, por los turistas y visitantes curiosos que se acercan, quizás con el
deseo de obtener una foto o una grabación de la intimidad de la vida de
aquellos monjes. Lo que nos muestra que el silencio es tan escaso en nuestra
sociedad que es necesario crear zonas de protección para preservarlo.
En el mundo monástico
el silencio ocupa un lugar importante. Dom Inocencio Le Mason, que fue Prior de
la Gran Cartuja habla de tres círculos concéntricos en torno al monje, para
garantizar el silencio: el primero, es el mismo espacio geográfico del
monasterio, en su origen, a menudo el desierto, en el sentido concreto de poca
gente, como fue en el Nuevo Monasterio de Cister. Un segundo círculo son los
muros del monasterio que aíslan del exterior, pero no cierran los monjes a su
interior. Finalmente, el tercero es el mismo espacio de la celda de cada uno de
los monjes.
Tanta preocupación por
preservar los espacios de silencio no es en vano, porque el silencio, aunque
parezca una contradicción, no se hace por sí solo, es necesario construirlo y
después preservarlo. San Benito es consciente de esta realidad y le dedica un
capítulo completo; aunque luego vuelve sobre él en otros capítulos, cuando
habla de la humildad o del Oficio, Pues no solo los visitantes se sienten
tentados de romperlo, también nosotros hablamos mucho del silencio, escribimos
páginas… y, en un momento dado, encontramos justificado de romperlo, cuando,
entonces, no debería ser así. Pues el silencio tiene momentos concretos donde
debe hacerse presente, espacios concretos, como la iglesia, el claustro o el
refectorio, donde san Benito pide que se practique.
El silencio no es una
imposición que nos oprime, sino que es algo que debe ayudarnos a vivir en
libertad y no ser esclavos de nuestras palabras. No es un silencio impuesto,
sino escogido, vivido no como una privación sino como un beneficio.
Silencio,
¿para qué? Silencio para evitar el
pecado.
San Benito nos habla
del silencio como la ocasión o la oportunidad de evitar el pecado, evitar hacer
mal a otros con este aguijón que a veces es nuestra palabra, a veces arrojada
con la intención clara de hacer daño. Siempre es necesario abstenerse de
conversaciones malas, y si hablamos mucho nos cuesta evitarlas. Hablar por
hablar, por gritar, por llamar la atención, por criticas a los demás, por
manifestar una actitud negativa… viene a ser destructor para nosotros mismos y
para los hermanos.
Escribe monseñor Darío
Eduardo Viganó. Que el pecado de la murmuración, sobre el que tanto insiste el
Papa Francisco es el que más abunda y el más difícil de combatir, es el hijo
primogénito de la envidia, un cáncer que corroe el corazón y la mente hasta
provocar la pérdida de un hermano. Es fruto de la envidia que pone de
manifiesto la incoherencia de la humanidad, ya que la envidia no quiere obtener
lo que tiene el otro, sino que más bien desea que el otro no tenga lo que yo
tengo, lo que no tengo y lo que he perdido, y para lograr este innoble objetivo
la envidia está dispuesta a todo, si con ello el otro no puede gozar de algo
concreto. Y en esta línea engendra calumnias, mentiras, rencores…y nos
neutraliza para hacer el bien (El
susurro de las habladurías, p.7-9)
El arma no es otra que
la palabra, porque como escribe san Bernardo; “Hay
lenguas disolutas que envuelven conversaciones inútiles, lenguas deshonestas y
lenguas jactanciosas. Las primeras son esclavas del placer, y las otras de la
arrogancia. También existe la lengua engañadora y que habla mal: la primera se
subdivide en mentirosa y aduladora, y la segunda injuria a la cara a la vez que
difama detrás. Y si los hombres hemos de dar cuenta el día del juicio de toda
palabra ociosa que pronunciamos, como no debe ser rigurosa la sentencia para la
palabra mentirosa. Mordaz e injuriosa del arrogante y lascivo, que calumnia y
difama (Sermón 17, 2)
Silencio,
¿para qué? Silencio para escuchar a Dios
Con el silencio, a
menudo, podemos evitar el pecado y abrirnos a Dios. Nuestro silencio no es algo
pasado de moda, sino actual y necesario para nuestra vida. Es un silencio
abierto a la escucha de Dios, pues Dios habla en el silencio, Nos dice el libro
d los Reyes (1Re 19,11-12) que el Señor no se presentó a Elías en el viento
huracanado, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en la brisa del viento.
Para percibirlo es necesario el silencio.
Un silencio exterior
que ayuda y es necesario para crear un silencio interior. No debe ser un silencio
ofensivo, pues no venimos al monasterio para llevar constantemente conversación
con este o aquel monje. Si perdemos de vista el objetivo de la vida monástica
vivida en comunidad, que es la de buscar a Dios, perdemos el norte de nuestra
vida.
El silencio exterior es
una herramienta fundamental para lograr el silencio interior, para apagar el
ruido de nuestras preocupaciones mundanas y abrir las puertas a Dios. Afirmaba
el Papa Benedicto que si no somos capaces de escuchar la voz de Dios,
fundamentalmente en la plegaria, el yo humano acaba por encerrarse en sí mismo,
y la conciencia, que debería ser un eco de la voz de Dios, corre el peligro de
reducirse a un espejo del “ego”, de manera que el coloquio interior se
transforma en un monologo que da pie a innumerables justificaciones. (Hom. 8
de febrero de 2008)
El objetivo al que debe
dirigirse nuestro silencio es ayudarnos a encontrar a Dios, a abrir nuestro
oído, nuestro corazón, todo nuestro ser. Abrirnos a la Palabra de Dios, al
árbol de la vida, dando gracias por lo que recibimos y no entristecernos por la
abundancia de lo que sobra. (Comentario al
Diatessaron)
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