domingo, 5 de julio de 2020

CAPÍTULO 6 LA PRÁCTICA DEL SILENCIO


CAPÍTULO 6
LA  PRÁCTICA DEL SILENCIO

1Cumplamos nosotros lo que dijo el profeta: «Yo me dije: vigilaré mi proceder para no pecar con la lengua. Pondré una mordaza a mi boca. Enmudecí, me humillé y me abstuve de hablar aun de cosas buenas». 2Enseña aquí el profeta que, si hay ocasiones en las cuales debemos renunciar a las conversaciones buenas por exigirlo así la misma taciturnidad, cuánto más deberemos abstenernos de las malas conversaciones por el castigo que merece el pecado. 3Por lo tanto, dada la importancia que tiene la taciturnidad, raras veces recibirán los discípulos perfectos licencia para hablar, incluso cuando se trate de conversaciones honestas, santas y de edificación, para que guarden un silencio lleno de gravedad. 4Porque escrito está: «En mucho charlar no faltará pecado». 5Y en otro lugar: «Muerte y vida están en poder de la lengua». 6Además, hablar y enseñar incumbe al maestro; pero al discípulo le corresponde callar y escuchar. 7Por eso, cuando sea necesario preguntar algo al superior, debe hacerse con toda humildad y respetuosa sumisión. 8Pero las chocarrerías, las palabras ociosas y las que provocan la risa, las condenamos en todo lugar a reclusión perpetua. Y no consentimos que el discípulo abra su boca para semejantes expresiones.

En torno a la Gran Cartuja hay unas señales con la referencia pintada de un monje y el aviso de que aquella es una zona de silencio, un silencio a menudo roto, sobre todo en el verano, por los turistas y visitantes curiosos que se acercan, quizás con el deseo de obtener una foto o una grabación de la intimidad de la vida de aquellos monjes. Lo que nos muestra que el silencio es tan escaso en nuestra sociedad que es necesario crear zonas de protección para preservarlo.

En el mundo monástico el silencio ocupa un lugar importante. Dom Inocencio Le Mason, que fue Prior de la Gran Cartuja habla de tres círculos concéntricos en torno al monje, para garantizar el silencio: el primero, es el mismo espacio geográfico del monasterio, en su origen, a menudo el desierto, en el sentido concreto de poca gente, como fue en el Nuevo Monasterio de Cister. Un segundo círculo son los muros del monasterio que aíslan del exterior, pero no cierran los monjes a su interior. Finalmente, el tercero es el mismo espacio de la celda de cada uno de los monjes.

Tanta preocupación por preservar los espacios de silencio no es en vano, porque el silencio, aunque parezca una contradicción, no se hace por sí solo, es necesario construirlo y después preservarlo. San Benito es consciente de esta realidad y le dedica un capítulo completo; aunque luego vuelve sobre él en otros capítulos, cuando habla de la humildad o del Oficio, Pues no solo los visitantes se sienten tentados de romperlo, también nosotros hablamos mucho del silencio, escribimos páginas… y, en un momento dado, encontramos justificado de romperlo, cuando, entonces, no debería ser así. Pues el silencio tiene momentos concretos donde debe hacerse presente, espacios concretos, como la iglesia, el claustro o el refectorio, donde san Benito pide que se practique.

El silencio no es una imposición que nos oprime, sino que es algo que debe ayudarnos a vivir en libertad y no ser esclavos de nuestras palabras. No es un silencio impuesto, sino escogido, vivido no como una privación sino como un beneficio.

Silencio, ¿para qué?   Silencio para evitar el pecado.

San Benito nos habla del silencio como la ocasión o la oportunidad de evitar el pecado, evitar hacer mal a otros con este aguijón que a veces es nuestra palabra, a veces arrojada con la intención clara de hacer daño. Siempre es necesario abstenerse de conversaciones malas, y si hablamos mucho nos cuesta evitarlas. Hablar por hablar, por gritar, por llamar la atención, por criticas a los demás, por manifestar una actitud negativa… viene a ser destructor para nosotros mismos y para los hermanos.

Escribe monseñor Darío Eduardo Viganó. Que el pecado de la murmuración, sobre el que tanto insiste el Papa Francisco es el que más abunda y el más difícil de combatir, es el hijo primogénito de la envidia, un cáncer que corroe el corazón y la mente hasta provocar la pérdida de un hermano. Es fruto de la envidia que pone de manifiesto la incoherencia de la humanidad, ya que la envidia no quiere obtener lo que tiene el otro, sino que más bien desea que el otro no tenga lo que yo tengo, lo que no tengo y lo que he perdido, y para lograr este innoble objetivo la envidia está dispuesta a todo, si con ello el otro no puede gozar de algo concreto. Y en esta línea engendra calumnias, mentiras, rencores…y nos neutraliza para hacer el bien  (El susurro de las habladurías, p.7-9)

El arma no es otra que la palabra, porque como escribe san Bernardo; “Hay lenguas disolutas que envuelven conversaciones inútiles, lenguas deshonestas y lenguas jactanciosas. Las primeras son esclavas del placer, y las otras de la arrogancia. También existe la lengua engañadora y que habla mal: la primera se subdivide en mentirosa y aduladora, y la segunda injuria a la cara a la vez que difama detrás. Y si los hombres hemos de dar cuenta el día del juicio de toda palabra ociosa que pronunciamos, como no debe ser rigurosa la sentencia para la palabra mentirosa. Mordaz e injuriosa del arrogante y lascivo, que calumnia y difama (Sermón 17, 2)

Silencio, ¿para qué?  Silencio para escuchar a Dios

Con el silencio, a menudo, podemos evitar el pecado y abrirnos a Dios. Nuestro silencio no es algo pasado de moda, sino actual y necesario para nuestra vida. Es un silencio abierto a la escucha de Dios, pues Dios habla en el silencio, Nos dice el libro d los Reyes (1Re 19,11-12) que el Señor no se presentó a Elías en el viento huracanado, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en la brisa del viento. Para percibirlo es necesario el silencio.

Un silencio exterior que ayuda y es necesario para crear un silencio interior. No debe ser un silencio ofensivo, pues no venimos al monasterio para llevar constantemente conversación con este o aquel monje. Si perdemos de vista el objetivo de la vida monástica vivida en comunidad, que es la de buscar a Dios, perdemos el norte de nuestra vida.

El silencio exterior es una herramienta fundamental para lograr el silencio interior, para apagar el ruido de nuestras preocupaciones mundanas y abrir las puertas a Dios. Afirmaba el Papa Benedicto que si no somos capaces de escuchar la voz de Dios, fundamentalmente en la plegaria, el yo humano acaba por encerrarse en sí mismo, y la conciencia, que debería ser un eco de la voz de Dios, corre el peligro de reducirse a un espejo del “ego”, de manera que el coloquio interior se transforma en un monologo que da pie a innumerables justificaciones. (Hom. 8 de febrero de 2008)

El objetivo al que debe dirigirse nuestro silencio es ayudarnos a encontrar a Dios, a abrir nuestro oído, nuestro corazón, todo nuestro ser. Abrirnos a la Palabra de Dios, al árbol de la vida, dando gracias por lo que recibimos y no entristecernos por la abundancia de lo que sobra. (Comentario al  Diatessaron)

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