domingo, 4 de julio de 2021

CAPÍTULO 5 LA OBEDIENCIA

 

CAPÍTULO 5

LA OBEDIENCIA

El primer grado de humildad es la obediencia sin demora. 2 Exactamente, la que corresponde a quienes nada conciben más amable que Cristo. 3 Estos, por razón del santo servicio que han profesado, o por temor del infierno, o por el deseo de la vida eterna en la gloria, 4 son incapaces de diferir la realización inmediata de una orden tan pronto como ésta emana del superior, igual que si se lo mandara el mismo Dios. 5De ellos dice el Señor: «Nada más escucharme con sus oídos, me obedeció». 6Y dirigiéndose a los maestros espirituales: «Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí». 7 Los que tienen esta disposición prescinden al punto de sus intereses particulares, renuncian a su propia voluntad 8 y, desocupando sus manos, dejan sin acabar lo que están haciendo por caminar con las obras tras la voz del que manda con pasos tan ágiles como su obediencia. 9Y como en un momento, con la rapidez que imprime el temor de Dios, hacen coincidir ambas cosas a la vez: el mandato del maestro y su total ejecución por parte del discípulo. 10 Es que les consume el anhelo de caminar hacia la vida eterna, 11 y por eso eligen con toda su decisión el camino estrecho al que se refiere el Señor: «Estrecha es la senda que conduce a la vida». 12 Por esta razón no viven a su antojo ni obedecen a sus deseos y apetencias, sino que, dejándose llevar por el juicio y la voluntad de otro, pasan su vida en los cenobios y desean que les gobierne un abad. 13 Ellos son, los que indudablemente imitan al Señor, que dijo de sí mismo: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me envió». 14 Pero incluso este tipo de obediencia sólo será grata a Dios y dulce para los hombres cuando se ejecute lo mandado sin miedo, sin tardanza, sin frialdad, sin murmuración y sin protesta. 15 Porque la obediencia que se tributa a los superiores, al mismo Dios se tributa, como él mismo lo dijo: «El que a vosotros escucha, a mí me escucha». 16 Y los discípulos deben ofrecerla de buen grado, porque «Dios ama al que da con alegría». 17 Efectivamente, el discípulo que obedece de mala gana y murmura, no ya con la boca, sino sólo con el corazón, 18 aunque cumpla materialmente lo preceptuado, ya no será agradable a Dios, pues ve su corazón que murmura, 19 y no conseguirá premio alguno de esa obediencia. Es más, cae en el castigo correspondiente a los murmuradores, si no se corrige y hace satisfacción.

La obediencia es propia de aquellos que no aman nada tanto como a Cristo, y son impulsados por el deseo de la vida eterna. Nuestra opción no pretende la aniquilación de nuestra personalidad, ni la pérdida de nuestra libertad, sino, todo lo contrario, desarrollarlas, huyendo de las limitaciones humanas, fruto de las debilidades tanto físicas como morales que todos arrastramos.

Escuchamos estos días en el refectorio, en la lectura, el testimonio de cristianos comprometidos que desafían al régimen nacionalsocialista de Alemania, arriesgando la propia vida. Eran obedientes al mandamiento del Señor, y por esto rechazaron el colaborar con este régimen que iba contra la ley de Dios, aunque una parte de la sociedad, e incluso de la misma Iglesia más preocupada de lo efímero de esta vida, no estaba en dicha línea de rechazo.

Como escribía el Papa Pío XI, el año 1931:

“La paz interior, esta paz que nace de la plena y clara conciencia que uno tiene de estar en el bando de la verdad y de la justicia, y de combatir y sufrir por ellas, esta paz que solo puede dar el Rey divino, y que el mundo es incapaz de dar, esta paz bendita y benefactora, gracias a la bondad y la misericordia de Dios, no nos ha abandonado nunca, y tenemos la esperanza que, suceda el que suceda, no nos abandonará jamás, pero bien sabéis vosotros, venerables hermanos, que esta paz nos da un libre acceso a los disgustos más amargos”. (No tenemos necesidad, 2)

Nuestra opción es por una obediencia que nos lleva a la paz interior. Es una obediencia que pone en práctica la Palabra escuchada, meditada y aplicada, superando la prevención de nuestra sociedad, y rechazando las obediencias malsanas que sucumben a los intereses materialistas. El tema de la obediencia suscita siempre el debate entre lo permitido y lo prohibido, sobre los derechos y los deberes… Todos tenemos un maestro común que es a quien debemos obedecer y que es el Cristo, a quien no debemos anteponer nada.

Algunos comentaristas lo escenifican con el ejemplo de una orquesta donde cada uno tiene un papel concreto, y debe seguir las normas de la música, el ritmo, la armonía, y todo con una partitura, que en nuestro caso sería la Regla de san Benito. No se pide en una orquesta que cada músico toque los instrumentos, sino que toque lo que le corresponde, y todos interpretar la misma pieza musical. Nuestra obediencia viene a ser una obediencia en las pequeñas cosas de cada día.

Y quien tiene una responsabilidad está llamado a cumplirla con diligencia y eficacia. Obedecer de buen grado, nos dice san Benito, pues si lo hacemos murmurando nuestro servicio no será agradable al Señor. Hay responsabilidades más y menos importantes, pero todas, llevadas a cabo con el buen espíritu de una sana obediencia, son agradables al Señor.

Es muy importante la responsabilidad, y está bien que recordemos el texto de Mt 21, sobre los dos hijos enviados por el padre a la viña. Y no son tan complicados los servicios que se nos encomiendan: atender a la portería, hacer la limpieza… que si la hacemos mal puede ser más bien perjudicial que positivo para la comunidad. Y llevar a cabo un buen servicio quiere decir asimismo tener cuidado del material que se nos confía, como si fueran “vasos sagrados”, dice san Benito.

A nadie se le obliga a ser monje, pero lo que nos pide san Benito es ser coherentes y responsables delante de Dios y de la comunidad. Obedecer es acoger libremente un ideal que engloba todas las dimensiones de la persona humana, una obediencia a Dios para santificarnos. Ciertamente, a veces hay órdenes que no apasionan, pero en la vida hay momentos de todo y las renuncias forman parte de la misma realización humana. Es esta obediencia de las pequeñas cosas la que mayoritariamente nos pide el Señor y que debemos intentar de cumplir venciendo nuestras debilidades. El aspecto utilitario de la obediencia es ayudar al buen funcionamiento del monasterio, una utilidad que es evidente en las cosas concretas y ordinarias.

Es la santificación del día a día, que diría san Jose María, o la santificación de la puerta de al lado en expresión del Papa Francisco. Escribe Oliveto Gerardín, que la enfermedad del individualismo nos afecta a todos, y cada uno debe olvidar la idea de que la libertad individual consiste en poder vivir como uno quiere, siempre y cuando no moleste a los demás; nuestra obediencia es la que toma distancia real con respecto a los propios deseos, la que es soberana, y en sí misma libertad plena, exigente y responsable. (Confesiones de un monje joven, p.133-140)

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