domingo, 26 de diciembre de 2021

CAPÍTULO 72, DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES

 

CAPÍTULO 72

DEL BUEN CELO QUE DEBEN TENER LOS MONJES

Si hay un celo malo y amargo que separa de Dios y con. doce al infierno, 2 hay también un celo bueno que aparta de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. 3 Este es el celo que los monjes deben practicar con el amor más ardiente; es decir: 4 «Se anticiparán unos a otros en las señales de honor»: 5 Se tolerarán con suma paciencia sus debilidades tanto físicas como morales. 6 Se emularán en obedecerse unos a otros. 7 Nadie buscará lo que juzgue útil para sí, sino, más bien, para los otros. 8 Se entregarán desinteresadamente al amor fraterno. 9 Temerán a Dios con amor. 10 Amarán a su abad con amor sincero y sumiso. 11 Nada absolutamente antepondrán a Cristo; 12 y que él nos lleve a todos juntos a la vida eterna.

Vuestro celo ha estimulado a muchos de ellos” escribe san Pablo a los cristianos de Corinto (2Cor 9,2)

Hay un celo que nace de la amargura y que, alejando de Dios, acaba por llevar al infierno; es aquel celo que nace de afectos impropios de la vida de un monje, crea dependencias interpersonales que están fuera de lugar en una vida comunitaria. Pero el celo, por sí mismo, no es malo intrínsecamente, pues hay un celo bueno que aleja de los vicios y lleva a Dios, como vemos en la comunicación de san Pablo a los corintios. Todo depende de lo que motiva este celo; así mismo, san Pablo, declara a los filipenses que el celo por su religión le había llevado a él a perseguir a la Iglesia, pero este no era agradable a los ojos de Dios, no se centraba en Cristo.

En los textos que nos propone la liturgia en la solemnidad del Nacimiento de nuestro Señor, aparecen dos figuras como ejemplo de buen celo: José y María, llamados de distinta manera al seguimiento de Cristo, a hacer la voluntad del Padre. Pero es Cristo mismo el modelo de buen celo y de obediencia al hacerse hombre para salvar a los hombres. El buen celo, como el de José y María, no cae en excesos, no se deriva del afán de imponer a lo otros el que puede entenderse por perfección, partiendo desde la falsa sensación de seguridad de creernos haber cumplido todo deber, ni de ímpetus inconsiderados o violentos, sino del amor de Dios, que es puro y humilde. San Benito los reduce a tres formas el buen celo del monje en relación con los hermanos: respeto, paciencia y prontitud en el servicio.

La primera manera de practicar el buen celo es el mutuo respeto; ”que se avancen a honorarse unos a otros” (72,4) en referencia directa a Rom 12,10: Amaos con afecto, como hermanos, avanzaos a honraros unos a otros”. Si creemos que el respeto se opone a la libre expansión de los afectos no sabemos ver que el respeto es la salvaguardia del amor.

Escribe Dom Columbano Marmión en su obra “Jesucristo ideal del monje”: somos personas consagradas a Dios; es la primera fuente del mutuo amor. Hemos de amar como Jesucristo amaba a sus discípulos, que cuanto más próximos a Él más lo estaban con respecto al Padre”

La caridad fraterna no debe degenerar en amistades particulares, porque la familiaridad excesiva lejos de reforzar los lazos de afecto, los destruye, lejos de unir a la comunidad, la divide, pues en lugar de reforzar lazos los destruye. Hemos de amarnos como dice san Benito:  “con un amor ferventísimo” (RB,2,3). Tenemos un reflejo formal en la manera de llamarse: “que no se permita llamar al otro solamente por su nombre” (Rb 63,11), sino que los jóvenes respetarán a los ancianos por su edad y determina las palabras a utilizar en el trato (RB 63,12-13). Nunca un afecto particular nos debe apartar de la centralidad del amor de Cristo. Esto no supone amarse de una manera abstracta, sino siendo Jesucristo, siempre, nuestro modelo, el cual también tenía sus amistades: sus amigos de Betania…Ante la tumba de Lázaro no pudo contener las lágrimas, haciendo exclamar: “Mirad como le amaba” (Jn 11,36)

La segunda manera del celo es la paciencia recíproca: “que se soporten unos a otros sus debilidades, tanto físicas como morales” (72,5). Nadie está exento de defectos. Extrañarse de las debilidades de los otros demuestra poca madurez espiritual, e inquietarse por ésta nos muestra nuestra propia imperfección. Nuestras debilidades pueden acentuarse por hábitos inadecuados, o con la misma vejez, y pueden dar lugar a antipatías, incluso, en ocasiones, con la mera presencia. ¿Cómo superar estos obstáculos?, ¿cómo impedir que se manifieste este disgusto incluso exteriormente?  Sólo el amor y la caridad ardiente puede hacer posible el vencer nuestra limitada naturaleza y amar a nuestros hermanos como son. Así Dios nos ama a nosotros. Tal como somos, con nuestras cualidades particulares, como con nuestras debilidades y defectos de fábrica. San Benito nos da ejemplo de esta paciencia cuando dice que el abad “no debe dejar crecer los vicios, sino desterrarlos prudentemente y con caridad según conviene a cada uno” (64,14)

La tercera manera es la consecuencia directa del respeto y la paciencia, cuando san Benito añade “que ninguno busque aquello que le parece útil para él, sino más bien el que lo sea para los demás, y que practiquen desinteresadamente la caridad fraterna”  (72,7-9)

Es una referencia directa al consejo del Apóstol a los gálatas: “por amor haceos siervos unos de los otros (5,13), y a los cristianos de Roma les dice: “Más bien que cada uno mire de complacer a los demás y procurar el bien de ellos, para edificar la comunidad” (15,2).

No se trata aquí de dar o recibir órdenes, propiamente dichas, ni de atender peticiones contrarias a la Regla o anteponer mandamientos particulares, como dice san Benito en el capítulo precedente (71,3), sino de aquellos pequeños servicios de los que tenga necesidad el otro o el conjunto de la comunidad. Es lo que dice el Apóstol a los filipenses: “que cada uno no mire por él sino que procure por los demás. (2,4). Pensar, primero en el otro es una señal clara de caridad, pues para obrar así, y no una vez, sino siempre y en todas las circunstancias, sin distinción de personas es amar verdaderamente a Dios.

Para san Benito el verdadero celo nace del amor a Cristo. Cuando nos dice la manera como el buen celo debe manifestarse a los hermanos, como resumiendo viene a decir: “que teman a Dios con amor, que amen a su abad con afecto sincero y humilde; que no antepongan nada, absolutamente, al Cristo, el cual nos lleve todos juntos a la vida eterna”.

El amor a cristo es la fuente del buen celo. Decía el Papa Benedicto XVI: “De este padre del monacato occidental -san Benito- conocemos el consejo dejado a los monjes en su Regla: no anteponer nada al amor de Cristo (4,21). Al inicio de mi servicio como sucesor de Pedro pido a san Benito que me ayude a mantener con firmeza a Cristo en el centro de mi existencia. Que en nuestros pensamientos y en todas las actividades siempre se halle Cristo en el primer lugar”  (Audiencia General 27 Abril de 2005).

 

  

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