CAPÍTULO
7, 1-9
LA
HUMILDAD
La divina escritura,
hermanos, nos dice a gritos: «Todo el que se ensalza será humillado y el que se
humilla será ensalzado». 2Con estas palabras nos muestra que toda exaltación de
sí mismo es una forma de soberbia. 3 El profeta nos indica que él la evitaba
cuando nos dice: «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no
pretendo grandezas que superan mi capacidad». 4 Pero ¿qué pasará «si no he
sentido humildemente de mí mismo, si se ha ensoberbecido mi alma? Tratarás a mi
alma como al niño recién destetado, que está penando en los brazos de su
madre». 5 Por tanto, hermanos, si es que deseamos ascender velozmente a la
cumbre de la más alta humildad y queremos llegar a la exaltación celestial a la
que se sube a través de la humildad en la vida presente, 6 hemos de levantar
con los escalones de nuestras obras aquella misma escala que se le apareció en
sueños a Jacob, sobre la cual contempló a los ángeles que bajaban y subían. 7
Indudablemente, a nuestro entender, no significa otra cosa ese bajar y subir
sino que por la altivez se baja y por la humildad se sube. 8 La escala erigida
representa nuestra vida en este mundo. Pues, cuando el corazón se abaja, el
Señor lo levanta hasta el cielo. 9 Los dos largueros de esta escala son nuestro
cuerpo y nuestra alma, en los cuales la vocación divina ha hecho encajar los
diversos peldaños de la humildad y de la observancia para subir por ellos.
Estamos, simbólicamente
hablando, a los pies de la escala de la humildad, y podemos contemplar doce
grados de esta escala, que, como la escala de Jacob, va de la tierra al cielo.
Para llegar a lo alto, tenemos necesidad de las buenas obras, la obediencia, el
silencio, estar dispuestos a escuchar la voz del Maestro, ceñidos con la fe y
la observancia de las buenas obras, sin abandonar movidos por el terror.
¿Por qué nos recomienda
san Benito, subir esta escala? Porque es
la divina Escritura, el mismo Cristo quien nos invita a subir: “quien se
ensalza será humillado, y quien se humilla será ensalzado”.
Con palabras de san
Bernardo: “La humildad podría definirse así: es una virtud que inclina el
hombre a despreciarse delante de la clara luz de su propio conocimiento. Esta
definición es adecuada para quienes han decidido progresar en el fondo de su
corazón. Avanzan de virtud en virtud, de grado en grado, hasta llegar a la cima
de la humildad”.
Para progresar, para
avanzar y llegar al final, tenemos que mirar bien donde ponemos los pies,
firmes en cada escalón, procurando no retroceder, poner la vista en la cima, no
mirar atrás, ni conformarnos con los escalones que vamos superando.
Esta escala es para
subir hasta el final, no quedarse a medio camino. Pero la escala tiene otra
virtud: podemos intentar subir siempre que lo deseamos. Quien nos espera arriba
siempre invitando a subir, la mano abierta para ayudarnos en el esfuerzo. Lo
que no nos conviene es quedarnos con los brazos cruzados, pues sin esfuerzo no
hay progreso, no se avanza. Si llegamos a subir podremos decir como Jacob: “¡Qué
venerable es este lugar! Es la casa de Dios y la puerta del cielo”. (Gen 28,17)
La humildad, con el
silencio, la obediencia, la fidelidad al Oficio Divino, el trabajo y la lectio,
es un camino privilegiado para avanzar en la vida monástica. Decía san Agustín
que “para llegar al conocimiento de la verdad hay muchos caminos: el primero
es la humildad, el segundo es la humildad, y el tercero, la humildad”. Se
trata de practicarla animados por el silencio, con el cual conecta muy bien.
La humildad es muy útil
en la vida del monje, una buena arma contra el gran enemigo. Dice un apotegma:
“Macario
caminaba un día desde el pantano hacia su celda llevando unas hojas de palmera,
cuando, de repente, se encuentra con el diablo; éste quiso impresionarlo con
una hoz que llevaba, pero fue en vano. Entonces le dijo: “¿qué fuerza emana de
ti, Macario, que soy impotente contra ti? Todo lo que tú haces yo también lo
hago: Tú ayunas, y yo no como nada; tú, vigilas y yo no duermo. A pesar de ello
me ganas en un punto. Macario le preguntó: ¿cuál? Le respondió: tu humildad,
por su causa yo no puedo nada contra ti”. (Apotegma 9)
La humildad va más allá
de las palabras. No es hacer profesión de nuestra inutilidad. La verdadera
humildad delante de Dios es reconocer la realidad de nuestro ser, de nuestra
vida, de nuestras debilidades físicas y morales, pero no ver para asumir, sino
ver con la disposición de superarnos en la medida de lo posible, confiando en
la gracia del Señor.
Humildes, ¿para qué?
Para acercarnos más a aquel que es nuestro modelo de humildad, y a quien o
debemos anteponer nada. Humildes, ¿para quién? Para Cristo y los hermanos.
Humildes, ¿dónde? En nuestro monasterio, en las tareas de cada día, con
sinceridad de corazón. Humildes, ¿cuándo? En todo momento, a lo largo de nuestra
jornada.
Escribía el Papa Benedicto
XVI:
“La
humildad es, sobre todo, verdad, vivir en la verdad, aprender la verdad, que mi
pequeñez es precisamente mi grandeza, pues así soy importante para el gran
entramado de la historia de Dios con la humanidad.
Precisamente,
reconociendo que soy un pensamiento de Dios de la construcción de su mundo, y
que soy insustituible, precisamente así, en mi pequeñez, y solamente así soy
grande. Eso es el inicio de ser cristiano, vivir la verdad… Vivir contra la
verdad siempre es vivir mal. ¡Vivamos de verdad!
Aprendamos
este realismo: no querer aparentar sino agradar a Dios, y hacer lo que Dios ha
pensado de mí y para mí, aceptando también al otro. Aceptar al otro que quizás
es más grande que yo, supone precisamente este realismo y amor a la verdad,
supone aceptarme a mí mismo como “pensamiento de Dios”, tal como soy, con mis
límites y, de esta manera, con mi grandeza.
Aceptarme
a mí mismo y aceptar al otro van unidos: solo aceptándome a mí mismo en el gran
entramado divino puedo aceptar a los otros, que forman conmigo la gran sinfonía
de la Iglesia y de la creación.
Creo
que las pequeñas humillaciones que vivimos cada día son saludables, pues nos
ayudan a reconocer la propia verdad, a vernos libres de vanagloria, que va
contra la verdad y no nos hace felices y buenos….
Precisamente, esta humildad, este realismo nos hace libres. Si soy arrogante, soberbio, querré siempre agradar, y si no lo consigo me sentiré miserable, infeliz. En cambio, cuando soy humilde, tengo la libertad de también de ir contra corriente de una opinión dominante, del pensamiento de otros, porque la humildad me da la capacidad, la libertad de la verdad” (Encuentro del Santo Padre con el clero de Roma en el inicio de la Cuaresma. 23, Febrero 2012)
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