domingo, 1 de mayo de 2022

CAPÍTULO 23, LA EXCOMUNIÓN POR LAS FALTAS

 

CAPÍTULO 23

LA EXCOMUNIÓN POR LAS FALTAS

Si algún hermano recalcitrante, o desobediente, o soberbio, o murmurador, o infractor en algo de la santa regla y de los preceptos de los ancianos demostrara con ello una actitud despectiva, 2 siguiendo el mandato del Señor, sea amonestado por sus ancianos por primera y segunda vez. 3Y, si no se corrigiere, se le reprenderá públicamente. 4 Pero, si ni aún así se enmendare, incurrirá en excomunión, en el caso de que sea capaz de comprender el alcance de esta pena. 5 Pero, si es un obstinado, se le aplicarán castigos corporales.

Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor. Por eso, tanto si vivimos como si morimos somos del Señor. (Rom 14,8)

Esta frase del Apóstol. Puede resumir bien lo que debería resumir nuestra vida. Compartir la vida divina, no anteponer nada a Cristo; es el resumen de nuestra vocación. Ciertamente, Dios vive su propia vida, y nosotros solo podemos aspirar a imitarla; pero aún aspirando a imitar a Dios, somos libres a lo largo de nuestra existencia, nos salen obstáculos, o los creamos, pero esto que es humano no viene a ser lo más grave, sino que lo grave sería la falta de contrición y de reconocimiento de las faltas que nos empuja a alejarnos de la vida en Cristo, vida divina, que debe ser siempre nuestro objetivo. Con palabras de san Bernardo: “la culpa no está en el sentimiento, sino en el consentimiento”.

San Benito sabe que faltamos, y quiere que nos arrepintamos, que nos corrijamos y volvamos a centrar nuestra vida en Cristo. Lo que de palabra puede parece fácil, de obra quizás ya no es tanto, pues el orgullo, la autosuficiencia, nos llevan hacia la desobediencia, murmuración, menosprecio de los otros. No arrepentirnos es menospreciar la misericordia de Dios. Con frecuencia valoramos las cosas en función de lo que nos sirven o satisfacen nuestras pasiones… Los talentos y los dones de Dios se nos dan, no para satisfacer nuestro ego, sino para servir y vivir en el Señor.

El pecado, en el fondo, es una muestra de ingratitud. Pecamos cuando nos servimos de los talentos espirituales, intelectuales y físicos, no para dar gloria a Dios, cumpliendo su voluntad, sino para oponernos mediante nuestra desobediencia. ¿A quién hacemos mal cuando pecamos? En primer lugar, a nosotros mismos, pues optamos por una satisfacción efímera, olvidando la enseñanza de san Benito cuando se refiere a la intención pura y el celo por Dios, que nos llevan a la recompensa. (cfr. RB 64,6) Además, provocamos el mal en la comunidad, al ser negligentes en nuestra tarea, faltando al deber de caridad y buscando nuestro propio interés.

¿Cómo alejarnos de las faltas?, ¿cómo no caer en ellas, y vencerlas?

No es suficiente con nuestro esfuerzo, necesitamos la gracia de Dios, que debemos buscar en una relación personal con él, en una escucha atenta a su Palabra. Escuchar la Palabra, nos pide un esfuerzo, estar atentos… Nos ayuda a esto la plegaria. Menospreciar el Oficio Divino no es arriesgar nuestra salud y la de los hermanos solamente, sino anteponer nuestra voluntad a la de Dios, que queda de manifiesto en la ausencia del Oficio o anteponer tareas personales que nos hacen llegar tarde…

La plegaria, como el mismo ritmo de nuestra vida, marcado, claramente por la Regla, nos ayuda a adquirir unos principios claros, que, aunque se refieran a pequeñas cosas, en el fondo son de vital importancia para nuestra vida monástica.

En cada obligación, en cada acontecimiento podemos encontrar la huella de Dios, su providencia, su tolerancia, su voluntad. Si vivimos con fe las pequeñas cosas, incluso las que consideramos insignificantes se convierten en grandes en la presencia de Dios.

Otra ayuda importante es el uso frecuente del sacramento de la penitencia, que no solo nos perdona las faltas cometidas, sino que el arrepentimiento nos prepara y predispone para no recaer, pero el arrepentimiento nos pide reconocernos pecadores a nosotros mismos y no a los otros.

Nos dice un apotegma anónimo:

“Aquellos que desean salvarse no se ocupan de los defectos del prójimo sino siempre de las propias faltas, y así progresan. Tal era aquel monje que viendo pecar a su hermano decía gimiendo: “¡desgraciado de mí!, hoy él y mañana, seguramente, yo”. ¡Ved qué prudencia! ¡qué presencia de Espíritu!  Como ha hallado el camino de no juzgar al hermano al decir: “Mañana, seguramente yo”, porque se inspira en el temor y la inquietud por el pecado que teme cometer y así evita enjuiciar al prójimo. Pero no contento con eso se humilla por debajo del hermano añadiendo: “él ha hecho penitencia por su falta, pero yo no la hago, ni llegaré a hacerla, seguramente porque no tengo la suficiente voluntad para hacer penitencia” (Doroteo de Gaza, Conferencias VI,75)

Tenemos recursos para vencer la voluntad de pecar. El recurso de la excomunión debería ser siempre el último, aunque la plantee san Benito para hacernos conscientes de la gravedad de la falta. Nos debe ayudar sobre todo mantener el amor a Cristo, pues el amor no se contenta con evitar el mal, pues se eleva por encima de la obligación y nos da el impulso necesario para obtener la fuerza y los medios necesarios para obrar el bien, superando los obstáculos y evitando todo aquello que pueda romper nuestra relación con Cristo. ( Cfr Baur, Benito, En la intimidad con Dios, p. 63-83)

Resumiendo, todo nos debería llevar a poder decir, siempre y en todo momento, como el Apóstol: “Para mi vivir es Cristo” (Fl 1,21)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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