CAPÍTULO
7I, 35-43
LA
HUMILDAD
35 El cuarto grado de
humildad consiste en que el monje se abrace calladamente con la paciencia en su
interior en el ejercicio de la obediencia, en las dificultades y en las mayores
contrariedades, e incluso ante cualquier clase de injurias que se le infieran, 36
y lo soporte todo sin cansarse ni echarse para atrás, pues ya lo dice la
Escritura: «Quien resiste hasta el final se salvará». 37Y también: «Cobre
aliento tu corazón y espera con, paciencia al Señor». 38Y cuando quiere
mostrarnos cómo el que desea ser fiel debe soportarlo todo por el Señor aun en
las adversidades, dice de las personas que saben sufrir: «Por ti estamos a la
muerte todo el día, nos tienen por ovejas de matanza». 39Mas con la seguridad
que les da la esperanza de la recompensa divina, añaden estas palabras: «Pero
todo esto lo superamos de sobra gracias al que nos amó». 40Y en otra parte dice
también la Escritura: «¡Oh Dios!; nos pusiste a prueba, nos refinaste en el
fuego como refinan la plata, nos empujaste a la trampa, nos echaste a cuestas
la tribulación». 41Y para convencernos de que debemos vivir bajo un superior,
nos dice: «Nos has puesto hombres que cabalgan encima de nuestras espaldas».
42Además cumplen con su paciencia el precepto del Señor en las contrariedades e
injurias, porque, cuando les golpean en una mejilla, presentan también la otra;
al que les quita la túnica, le dejan también la capa; si le requieren para
andar una milla, le acompañan otras dos; 43 como el apóstol Pablo, soportan la
persecución de los falsos hermanos y bendicen a los que les maldicen.
“Los grados de humildad
a los cuales san Benito reduce toda la espiritualidad de su Regla, muestran una
profundización progresiva.
Se trata, en suma, de
establecer y mantener en el pensamiento que nuestra vida parte de un error, de
una falta” (El sentido de la vida monástica, p. 210, Louis Bouyer)
La obediencia es
práctica, es un instrumento, no un concepto teórico al que referirse mental o
vocalmente. Teorizar sobre ella sería como aquel monje que alaba la plegaria de
Maitines, pero apenas participa en ella. La obediencia es un instrumento que
nos ayuda cuando aparecen las contradicciones, las dificultades, la injusticia,…
y es manifiesta en el ejercicio de otra alta virtud muy amada por san Benito,
la paciencia, mediante la cual participamos en los sufrimientos de Cristo.
La reacción más
habitual y, a la vez, la más natural ante las dificultades y contradicciones es
la huida. Nuestra sociedad lo práctica cada vez más; todo dura mientras no
surge la dificultad, y ésta no es algo teórico, pues sale al paso cada día. La
fidelidad, la perseverancia no son valores en alza en nuestro entorno; y
también en la vida monástica estos valores corren el riesgo de ser menos
valorados y apartados, como algo que molesta, que impide el ejercicio que
impide el ejercicio de nuestra libertad. No es que la dificultades o
injusticias sean enormes, más bien, cada vez lo son más; cualquier cosa que
contradice nuestra voluntad, nos predispone al desfallecimiento, y nos lleva a
una reacción infantil de manifestar nuestro rechazo.
¿Qué falla, entonces?
La respuesta rápida y fácil, es decir que fallan los otros; no nos atrevemos a
decir que somos perfectos, pero esta es la idea que está en el fondo de nuestra
autodefensa. Somos maestros para estos argumentos; e incluso para llegar a
decir que el mal habita en aquel o en otro hermano. Necesitamos un
reconocimiento de nuestra culpa, como nos habla Louis Bouyer; nos falta la
confianza en Aquel que nos estima; en Aquel por quien podemos salir vencedores
en cualquier dificultad… Si aspiramos a una vida sin dificultades es que no
tenemos una idea muy adecuada y realista de la vida, pues la vida es lucha,
lucha por mantener la fidelidad, la perseverancia, y esto no está ausente de la
vida monástica y comunitaria, ya que ésta es exigente, una vida de compromiso,
como supone siempre el compromiso con Cristo, a quien estamos llamados a
seguir.
No agrada ser probado
como la plata al fuego, o cargar con un peso insoportable… Pues todo esto en sí
mismo no tiene sentido; lo que da sentido a las dificultades, a las
contradicciones, injusticias… es superarlas con la ayuda de Quien nos ama.
Escribe san Juan
Crisóstomo:
“Lo que debemos repetir
nosotros en cualquier contratiempo que tengamos, tanto si se trata de un revés
de fortuna o de una enfermedad corporal, o de un ultraje o de cualquier otra
desgracia humana es: El Señor había dado, el Señor lo ha vuelto a tomar, sea
como le ha parecido al Señor, que el nombre del Señor sea bendito por todos los
siglos” (Hom. sobre el paralítico)
Pensemos en lo que nos
dice san Benito en los grados de la humildad previos a mantener el temor de
Dios no dejándonos dominar por nuestros deseos: obedecer por amor de Dios. Los
grados de la humildad no los establece san Benito al azar; tienen un sentido
cada uno de ellos, pero sobre todo como camino, como un itinerario espiritual.
Y de este modo viene a ser el núcleo espiritual de la Regla.
No es fácil presentar
la otra mejilla; ni ceder el manto cuando nos han cogido la túnica… Sin el amor
de Aquel que tanto nos ama es imposible de vivirlo. Sin embargo, como nuestra
vida sin el amor de Cristo pierde todo sentido parea llegar a este amor,
necesitamos reconocer nuestra culpa y convertirnos.
Escribe san Bernardo:
“¿Me preguntas de que
tienes que convertirte? Apártate de tu voluntad” (Sermón 15, De diversos)
Para vencer nuestra
voluntad no hay otro camino que abrirnos a la voluntad de Dios, y ésta la
reconocemos acercándonos a Él mismo. Escribe san Ambrosio:
“Desea a Dios quien
repite sus palabras, las medita en su interior. Hablamos siempre de Él. Si
hablamos de sabiduría, Él es la sabiduría; si de virtud, Él es la virtud; si de
justicia, Él es la justicia; si de paz, Él es la paz; si de verdad, de la vida,
de la redención, Él es todo eso” (Coment. Sal 36)
Mantenernos firmes, que
no desfallezca nuestro corazón, aguantar en el Señor, bendecir a quienes nos
maldicen, son muestras, evidencias, de que vamos por buen camino; no somos
perfectos, pero al menos reconocemos la falta, intentamos acercarnos a Aquel
que nos ama. De otra manera aferrados a nuestra voluntad, no hacemos sino
alejarnos del objetivo de nuestra vida, porque si morimos cada día es para
acercarnos más y más a la recompensa divina, no perdiendo la esperanza.
Con este cuarto grado
acaban los grados, podríamos decir preparatorios. A partir del cinco grado
comienza el ascenso fundamental en cosas concretas. Pero sin estos primeros
cuatro grados es inútil intentar de
subir el resto, pues nos desequilibraríamos, y, como escribe L. Bouyer, “el
equilibrio que busca el monje es el equilibrio escatológico de la resurrección,
único camino para alcanzarla, teniendo como referencia siempre la cruz, pues
cualquier otro equilibrio es quimérico. (cfr El sentido de la vida monástica,
p.213)
No hay comentarios:
Publicar un comentario