CAPÍTULO
41
A
QUÉ HORAS DEBEN COMER LOS MONJES
Desde la santa Pascua
hasta Pentecostés, los hermanos comerán a sexta y cenarán al atardecer. 2 A
partir de Pentecostés, durante el o que combinan la vida solitaria y la
comuntariaverano, ayunarán hasta nona los miércoles y viernes, si es que los
monjes no tienen que trabajar en el campo o no resulta penoso por el excesivo
calor. 3 Los demás días comerán a sexta. 4 Continuarán comiendo a la hora
sexta, si tienen trabajo en los campos o si es excesivo el calor del verano,
según lo disponga el abad, 5 quien ha de regular y disponer todas las cosas de
tal modo, que las almas se salven y los hermanos hagan lo dispuesto sin
justificada murmuración. 6 Desde los idus de septiembre hasta el comienzo de la
cuaresma, la comida será siempre a la hora nona. 7 Pero durante la cuaresma,
hasta Pascua, será a la hora de vísperas. 8 Mas el oficio de vísperas ha de
celebrarse de tal manera, que no haya necesidad de encender las lámparas para
comer, sino que todo se acabe por completo con la luz del día. 9 Y dispóngase
siempre así: tanto la hora de la cena como la de la comida se ha de calcular de
modo que todo se haga con luz natural.
EL hilo argumental de
la Regla es la moderación y la regularidad. No sería de recibo que nos dijera
lo contrario. Podríamos pensar que estos son capítulos secundarios de la Regla,
pero si en otros capítulos aparece más claro todo el cuerpo doctrina de la
Regla, en estos otros, aparentemente secundarios se nos dice como vivir en la
práctica diaria.
Por razones de utilidad
es bueno ordenar horarios y costumbres, pues uno no se imagina que cada uno, en
una comunidad, se prepare los platos a su gusto. Esta es una regularización que
encontramos incluso en ordenes eremíticas, o que combinan la vida solitaria y
la comunitaria.
Por ejemplo, en las
celdas cartujanas, en la sala “Ave María” es la herencia de la cuina que cada
monje tenía en su celda, pues cada uno se preparaba su comida, cuando ya en el
tiempo de san Bruno se toma conciencia que era una costumbre que no facilitaba
la línea de mantener una unidad de horarios y costumbres, y se vino, así a
transformar esa celda como un espacio de plegaria, y estudio, descanso….
Mientras, por otro lado, se logra una uniformidad de las comidas para toda la
comunidad.
En este ejemplo, donde
se contempla que la vida monástica, en sus diversos carismas, está fundamentada
en una unidad, mejor que en una uniformidad, que le da consistencia y ayuda, para
ayudar a los monjes a centrarse en lo es el objetivo de su vida: buscar o
centrarse en Cristo. También es algo que nos debe llevar a tener consideración
y agradecimiento hacia los miembros que procuran el alimento a la comunidad a
la hora establecida y evitar la inútil murmuración.
En estos aspectos de la
vida diaria siempre encontramos la fina sensibilidad y humanidad de san Benito.
Dos capítulos
anteriores san Benito nos hablaba de que haya dos comidas con alimentos
cocidos, según las necesidades de cada uno, pues si alguno no puede tomar de
uno, coma del otro. En otro capítulo habla de que el vino no es propio de
monjes, pero no es algo que no se puede hacer entender a los monjes, si las
condiciones del trabajo o la misma calor piden una cierta permisibilidad, de
modo que se beba hasta la saciedad, o sea con moderación.
Hoy, en este capítulo,
también nos muestra su humanidad. Nos habla del calor, y que todo se haga con
la claridad del día, para evitar encender luces. Una sensibilidad hacia las
flaquezas humanas, y hacia el ambiente. Incluso podríamos ver aquí un cierto
ecologismo, o, en cualquier caso, la voluntad de un ahorro económico, y de
trabajo.
Con este capítulo acaba
el bloque dedicado a la mesa: lectura al refectorio, mesura en la comida y en
la bebida, las horas de las comidas. Pueden pare3ce capítulos menores, pero
viene3n a ser una aplicación más practica de lo que podríamos llama la teología
de la Regla.
Todo ello viene a ser
fruto de su experiencia, de la que nace su sabiduría. San Benito no sentó a
teorizar sobre la vida monástica, sino que la vivió y de ella va sacando todas
estas consecuencias. De aquí que habla y establezca normas, siempre marcado por
su profundo humanismo, teniendo en cuenta las flaquezas humanas, o las
condiciones climáticas de cada lugar. No plantea normas rígidas, sino normas
para ser vividas en su totalidad e integridad, dejando siempre lugar a la
debilidad humana, pero no a la dejadez o renuncia, y todavía menos a la
murmuración.
Vivir con moderación
sería el resumen. Pues en la vida monástica puede suceder que la importancia de
la alimentación desvíe en gula, en expresión de san Juan Clímaco. Éste dedica
el grado 14 de su Escala Espiritual a este tema. Y nos viene a decir que la
gula obnubila la razón, haciéndonos creer la necesidad de la comida,
prescindiendo de la templanza, la penitencia y la compasión. Y añade que “las
hijas de la gula son la pereza, la murmuración, la excesiva confianza en sí
mismo, las groserías, y las carcajadas, la apatía para escuchar la Palabra de
Dios, la insensibilidad para las cosas espirituales, la esclavitud del alma,
los gastos superfluos, la soberbia, la afición a las cosas mundanas. A todo
esto sigue una oración impura y todo tipo de calamidades y desastres no
previstos, verdadero anticipo de la desesperación, que es el peor de los
males”.
También escribe san
Jerónimo que “todo aquello por lo cual se fatigan los hombres en este mundo
se lo ponen en la boca, y una vez triturado con los dientes pasa al vientre
para ser digerido, y el pequeño placer que causa a nuestro paladar dura tan
solo el momento que pasa por la garganta” (Coment. sobre el Eclesiastés, 23)
Demos, pues a la
nutrición la importancia justa y mantengamos el equilibrio y la moderación en
todos los aspectos de nuestra vida.
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