CAPÍTULO 1 LAS CLASES DE MONJES
Como
todos sabemos, existen cuatro géneros de monjes. 2El primero es el de los
cenobitas, es decir, los que viven en un monasterio y sirven bajo una regla y
un abad. 3El
segundo género es el de los anacoretas, o, dicho de otro modo, el de los
ermitaños. Son aquellos que no por un fervor de novato en la vida monástica,
sino tras larga prueba en el monasterio, 4aprendieron a luchar contra el diablo
ayudados por la compañía de otros, 5y, bien formados en las filas de sus hermanos
para el combate individual del desierto, se encuentran ya capacitados y seguros
sin el socorro ajeno porque se bastan con el auxilio de Dios para combatir,
solo con su brazo contra los vicios de la carne y de los pensamientos. 6El tercer género de monjes, y pésimo por
cierto, es el de los sarabaítas. Estos se caracterizan, según nos lo enseña la
experiencia, por no haber sido probados como el oro en el crisol, por regla
alguna, pues, al contrario, se han quedado blandos como el plomo. 7Dada su manera
de proceder, siguen todavía fieles al espíritu del mundo, y manifiestan
claramente que con su tonsura están mintiendo a Dios. 8Se agrupan de dos en dos
o de tres en tres, y a veces viven solos, encerrándose sin pastor no en los
apriscos del Señor, sino en los propios, porque toda su ley se reduce a
satisfacer sus deseos. 9Cuanto ellos piensan o deciden, lo creen santo, y
aquello que no les agrada, lo consideran ilícito. 10El
cuarto género de monjes es el de los llamados giróvagos, porque su vida entera
se la pasan viajando por diversos países, hospedándose durante tres o cuatro
días en los monasterios. 11Siempre errantes y nunca estables, se limitan a
servir a sus propias voluntades y a los deleites de la gula; son peores en todo
que los sarabaítas. 12Será
mucho mejor callamos y no hablar de la miserable vida que llevan todos éstos.
13Haciendo, pues, caso omiso de ellos, pongámonos con la ayuda del Señor a
organizar la vida del muy firme género de monjes que es el de los cenobitas.
Una Regla, un
abad, una larga prueba en el monasterio son los buenos instrumentos para llegar
a estar bien entrenados en la vida monástica. El objetivo de la vida del monje
es buscar a Dios, lo cual no es fácil. Por ello, san Benito, fruto de su
experiencia plantea el monasterio como una Escuela del servicio divino, un
lugar para ir aprendiendo a lo largo de una prueba donde la paciencia juega un
papel fundamental. En esta escuela tenemos diversos medios que nos pueden
ayudar a avanzar cada día hacia Dios. El primero es la Regla, que cada día escuchamos, y que ha ser para nosotros como
una hoja de ruta para nuestro camino monástico; un camino que no hacemos solos,
porque somos torpes o débiles, y solos no llegamos a alcanzar nuestros
objetivos. La comunidad ha de
ser nuestro segundo medio para ayudarnos
a avanzar. Pero los primeros interesados en avanzar debemos ser nosotros
mismos, centrando nuestra vida en la plegaria y el trabajo.
La jornada de la
comunidad está pensada para ayudarnos en esta tarea de encontrar a Dios. Si
hacemos de la excepción la norma, si de la singularidad hacemos hábito, nos
apartamos del camino y nunca llegaremos a vivir el encuentro. Solo no podemos
avanzar, no llegaremos lejos. Caminar hacia Dios apoyándose en uno mismo no es
el camino adecuado. Los vicios de la carne y de los pensamientos nos acechan a
menudo, y el combate solitario no es recomendable. De aquí la necesidad de una
Regla, para no caer en definitiva en la molicie, y hacer de nuestra vida una
mentira.
Dentro del mismo
monasterio tenemos también el riesgo de venir a ser alguno de esta diversidad
de monjes. Seremos sarabaítas si nos
creamos una Regla a la medida, o adaptamos la de san Benito a nuestras
conveniencias, y además pidiendo que los demás la cumplan con todo rigor.
Tenemos entonces por ley la satisfacción de nuestros deseos, y declaramos
santas i lícitas las que convienen a nuestro capricho. Podemos ser giróvagos cuando estamos en todas partes menos en aquel
que tenemos que estar, siempre rondando, nunca quietos, sirviendo a nuestros
deseos. Seguir un horario, participar en la plegaria del Oficio, y en el tiempo
de trabajo encomendado, nos ayudará a nuestra vida monástica. A menudo si nos
buscan con frecuencia no estamos donde debemos estar, porque siempre nos ha
salido algo más importante que la plegaria o el trabajo. Pero, de hecho,
solamente es importante para nosotros lo que nos pide la comunidad, y no lo que
hacemos por nuestra cuenta fuera de tiempo, o ni tan solo esto llegamos a
hacer.
Para san Benito solo hay dos clases de monjes: los que son y los que aparentan serlo. ¿Qué
es lo que identifica al monje? Realmente, ¿la vida que llevamos nos acerca o
nos aleja de Dios? El monje es un
luchador, no contra los otros miembros de la comunidad, con la crítica o llevando
a “su aire”, sino combatiendo contra los propios vicios, con una moral de lucha
para vencer, buscando avanzar un poco cada día en esta lucha y haciendo
retroceder al enemigo, que es el vicio, la pereza física o espiritual, e ir
ganando terreno en nuestra relación con Dios. En este combate solo hay un arma
válida: la humildad; y un aliado
eficaz: Dios. Siempre es grande la
tentación de buscar compensaciones, buscar el reconocimiento personal,
satisfacer nuestra autonomía, o sentirnos reconocidos por la gente de fuera.
Somos una
comunidad de personas adultas e independientes que sabemos lo que queremos, que
hemos venido al monasterio voluntariamente, llamados por el Señor. Sabemos
también que renunciamos a una parte de nuestra voluntad, para ayudarnos
mutuamente bajo una Regla común y estable, con un objetivo único que es Cristo,
y éste es muy exigente, y no se deja engañar por nuestras excusas. La Regla nos
llama constantemente a ejercer nuestra libertad, a tomar decisiones personales,
y no siempre se cumplen nuestras expectativas personales. Somos libres para
decidir si participamos o no en la plegaria comunitaria, si cumplimos o no con
nuestro trabajo. En una palabra, cada día podemos optar por ser cenobitas,
giróvagos o sarabaítas. En nuestra práctica diaria podemos reafirmar o anular
nuestros votos, que hicimos ante la comunidad y, lo que es más importante,
ante Dios.
Libremente os
hicimos, y libremente decidimos cada día cumplirlos o no. Nos puede ayudar
vivir bajo la obediencia de la Regla,
recibir el testimonio de nuestros hermanos, no abandonarnos en nuestra
formación. O por el contrario rechazar el yugo de la Regla, y con las obras
demostrar que nuestra consagración es una mentira delante de Dios.
En el fondo aquí
tenemos una decisión a tomar cuando cada día toca la campana que nos convoca a
la plegaria de maitines: levantarse, o dar media vuelta y dar la espalda a
Cristo.
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