Capítulo 25º:
LAS CULPAS GRAVES
El
hermano que haya cometido una falta grave será excluido de la mesa común y
también del oratorio. 2Y ningún hermano se acercará a él para hacerle compañía
o entablar conversación. 3Que esté completamente solo mientras realiza los
trabajos que se le hayan asignado, perseverando en su llanto penitencial y
meditando en aquella terrible sentencia del Apóstol que dice: 4«Este hombre ha
sido entregado a la perdición de su cuerpo para que su espíritu se salve el día
del Señor». 5Comerá a solas su comida, según la cantidad y a la hora que el
abad juzgue convenientes. 6Nadie que se encuentre
con él
debe bendecirle, ni se bendecirá tampoco la comida que se le da.
En el
monasterio podemos vivir nuestra vocación con calor, tibieza o frío. La exclusión de la mesa y del
oratorio, y la negación de bendición, san Benito nos lo presenta como castigo
por una falta grave; un medio, que conlleva un trabajo aparte para perseverar
en las lágrimas y en la penitencia, y meditar sobre la falta cometida. ¿Qué nos
mueve a la exclusión? Quizás, hoy, el alejamiento de la vida
comunitaria no lo contemplamos como un castigo sino como una huida de nosotros
mismos, que no cuidamos nuestra vida espiritual y nos cuesta la vida en
comunidad. O preferimos en ocasiones soportarnos a nosotros mismos cuando la
vida comunitaria es defectuosa.
Hace
años un monje me decía en plan de reflexión que si tenemos un problema con otro
monje puede ocurrir que tengamos
nosotros razón; si lo tenemos con dos, ya es más difícil que toda la razón esté
de nuestra parte; pero si el problema lo tenemos con cuatro o más, lo más
seguro es que el origen del problema resida en nuestro interior. Y añadía que
es muy difícil que cuatro se pongan de acuerdo para ir en contra de otro. Dejando la ironía nos suele suceder que nos
vamos enfriando, nos auto-excomulgamos, dejando de participar en la mesa, en la
plegaria, en el trabajo….
La
jornada monástica está pensada y dirigida para ayudarnos, y proporcionarnos un
marco temporal y espacial que nos
facilite la vida en nuestra búsqueda de Dios. El horario no es un motivo de
opresión, sino facilitar el que hagamos lo que tenemos que hacer, para que no
tengamos quebraderos de cabeza en cuanto a nuestra responsabilidad en cada
momento del día, y podamos centrarnos más en la búsqueda de Dios, que a esto
venimos al monasterio.
Empezamos
cada día pidiendo al Señor que abra nuestros labios para proclamar su alabanza.
Los salmos, la Escritura, la enseñanza de los Padres, nos despiertan los
sentidos y la mente, y nos ayudan a vivir el primer contacto con el Señor, que
nos regala después con el alimento de la Eucaristía, y así podemos afrontar con
gozo el trabajo de cada día. Nos dice el Apóstol: “quien no quiera trabajar que no coma” (2Tes 3,10). Podríamos decir
también que quien no se alimenta espiritualmente no encontrará gozo interior en
su trabajo.
A
mediodía volvemos a tener el soporte de la plegaria para seguir afrontando el
trabajo de la jornada, y así hasta llegar a la acción de gracias final por el
día vivido en la plegaria común y en el trabajo, que completamos con el
alimento de la Regla, la plegaria de Completas, y la confianza en la Madre, un
último gesto de despedida del día, que también hemos vivido cuidando nuestro
cuerpo en una vida comunitaria.
Decía
santa Sinclética que si cambiamos de costumbres, cambiando el horario a nuestro
capricho, como una gallina deja de incubar sus huevos, corremos el riesgo de
dejar morir nuestra vocación.
Perseverar, o resistir es un buen remedio para combatir la acedía y
vencer la tentación de la huida. Podemos
huir de manera real, con salidas del monasterio con cualquier excusa y frecuencia, encerrarnos en la celda, o abandonando
la vida monástica física o espiritualmente, dejándonos arrastrar por la
tibieza, olvidando nuestra condición de monjes, para llevar una vida de
“residencia monástica” apartándonos del
resto de la comunidad, o en todo caso siendo meros testigos mudos. Para acabar
con la amargura en el corazón y la murmuración en la boca.
La
tentación siempre está a punto en nuestra vida, pero en la vida del monje más,
pues hemos de luchar cada día por mantenernos bien vivos en nuestra vocación, y
con fidelidad. Cuando el demonio meridiano nos hace malas pasadas y nos quiere
excomulgar, la perseverancia y la fidelidad son las armas de que disponemos;
poner los cinco sentidos en hacer lo que toca hacer, hacerlo bien, en la
plegaria, el trabajo, en todo acto comunitario…
Pues permanecer en silencio en el coro, por ejemplo, puede llevar
nuestro pensamiento interno a no cesar de murmurar…. Los Padres proponían contra la acedía el
remedio de ir dilatando la tentación de la huida. Se decía que dos abades que pasaron cincuentas años animándose
mutuamente, y diciendo: “pasado el invierno nos iremos de aquí”. Y cuando
llegaba el verano decía de nuevo: al acabar el verano nos iremos”. Y así,
durante toda su vida vivieron como padres dignos de memoria eterna.
También
un monje de nuestra comunidad decía que cuando
tenía ganas de marcharse, dejaba la maleta preparada para el día
siguiente, pero como en el caso de los abades, el tema se reconducía y todavía
sigue en el monasterio. El demonio de la
acedía nos puede ir debilitando, hacernos sentir la lentitud del tiempo cuando
el día se hace interminable, e insoportable lo que debemos llevar a cabo.
Entonces empezamos a buscar excusas para
hacer cualquier cosa o simplemente nada; pero el sentimiento del vacío nos va invadiendo. El problema es que el vacío es
interior, no cuidamos el calor y el alimento de nuestra vocación con el fuego
de la plegaria, del trabajo, y sobre todo con el contacto directo y diario con
la Palabra de Dios.
Los
monjes lo damos todo al Señor el día de nuestra profesión, le ofrecemos nuestra
vida como una oblación sobre el altar, e incluso físicamente cuando dejamos la
cédula de profesión sobre el altar, pero si Dios ya no nos llena, ya no es el
centro de nuestra vida, sentimos la tentación de recuperar lo que hemos dado,
velada o abiertamente, y nos viene la tentación de recuperar lo que habíamos
renunciado al hacernos monjes. Dejamos de ser fieles a la observancia en la
pobreza, el silencio, la obediencia, faltas insignificantes en un principio,
pero que acaban por aislarnos de la comunidad, buscando fuera aquello a que
habíamos renunciado, o haciéndonos una vida según nuestros caprichos.
Y si nos
vamos enfriando más podemos llegar a caer en faltas graves porque ya antes nos
habíamos excluido. Escribe un santo del
siglo XX: “La pérdida de coraje es enemiga de tu
perseverancia. Si no la combates llegarás al pesimismo primero y a la tibieza
después… Eres tibio si haces con desgana y mal las cosas que tiene relación con
el Señor; si buscas con cálculo y astucia cómo puedes recortar tus deberes;
sino piensas más que ti mismo y en tu comodidad,… ¡Qué pena, un “hombre de Dios” pervertido! Pero que pena más grande un ¡“hombre de Dios
tibio y mundano”! (Jose M. Escrivá de Balaguer, Camino, 988, 331, 414)
Intentemos
mantener el fuego de nuestra vocación,
que no se enfríe ni vengamos a caer en la tibieza, para acabar por
perderla. Tenemos los instrumentos cerca: la plegaria, el trabajo y la Palabra.
Sirvámonos de ellos.
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