CAPÍTULO 5 LA OBEDIENCIA
El primer
grado de humildad es la obediencia sin demora. 2Exactamente la que corresponde
a quienes nada conciben más amable que
Cristo. 3Estos, por razón del santo servicio que han profesado, o por temor del
infierno, o por el deseo de la vida eterna en la gloria, 4son incapaces de
diferir la realización inmediata de una orden tan pronto como ésta emana del
superior, igual que si se lo mandara el mismo Dios. 5De ellos dice el Señor: «Nada más escucharme con sus oídos, me obedeció».
6Y dirigiéndose se a los maestros espirituales: «Quien os escucha a vosotros, me escucha a mí». 7Los que tienen
esta disposición prescinden al punto de sus intereses particulares, renuncian a
su propia voluntad 8y, desocupando sus manos, dejan sin acabar lo que están
haciendo por caminar con las obras tras la voz del que manda con pasos tan
ágiles como su obediencia. 9Y como en un momento, con la rapidez que imprime el
temor de Dios, hacen coincidir ambas cosas a la vez: el mandato del maestro y
su total ejecución por parte del discípulo. 10Es que les consume el anhelo de
caminar hacia la vida eterna, 11y por eso eligen con toda su decisión el camino
estrecho al que se refiere el Señor: “Estrecha es la senda que conduce a la vida».
12Por esta razón no viven a su antojo ni
obedecen
a sus deseos y apetencias, sino que, dejándose llevar por el juicio y la
voluntad de otro, pasan su vida en los cenobios y desean que les gobierne un
abad. 13Ellos son, los que indudablemente imitan al Señor, que dijo de sí mismo:
«No he
venido para hacer mi voluntad, sino la
de Aquel que me envió » .
14Pero incluso este tipo de obediencia sólo
será grata a Dios y dulce para los hombres cuando se ejecute lo mandado sin
miedo, sin tardanza, sin frialdad, sin murmuración y sin protesta. 15Porque la
obediencia que se tributa a los superiores, al mismo Dios se tributa, como él
mismo lo dijo: «El que a vosotros
escucha, a mí me escucha». 16 Y los discípulos deben ofrecerla de buen
grado, porque «Dios ama al que da con alegría».
17Efectivamente, el discípulo que obedece de mala gana y murmura, no ya con la
boca, sino sólo con el corazón, 18aunque cumpla materialmente lo preceptuado,
ya no será agradable a Dios, pues ve su corazón que murmura, 19y no conseguirá
premio alguno de esa obediencia. Es más, cae en el castigo correspondiente a
los murmuradores, si no se corrige y hace satisfacción.
Para san
Benito hay un lazo estrecho entre humildad y obediencia; la obediencia es de
alguna manera la manera de expresar la humildad. No viene a ser una renuncia
radical a la expresión de la propia voluntad, o de una idea personal para entrar en
dependencia del pensamiento de otro. La vida monástica no es alienación o
despersonalización, sino un desarrollo más pleno de la personalidad humana como
criatura hecha a imagen y semejanza de Dios. San Pablo nos habla de la
obediencia como servicio: Apreciando
vuestro servicio en lo que vale, glorifican a Dios por la obediencia que
profesan al evangelio de Cristo y por la generosidad que os hace solidarios con
todos. (2Cor 9,13)
El
Concilio Vaticano II en el decreto Perfectae Caritatis entiende el compromiso
del religioso como un seguimiento de Cristo casto, pobre y humilde; nos dice: Los
religiosos por la profesión de la obediencia, ofrecen a Dios como sacrificio de
sí mismos, la consagración completa de su propia voluntad, y mediante ella se
unen de manera más constante y segura a la divina voluntad salvífica. De aquí
se deduce que siguiendo el ejemplo de Jesucristo, que vino a cumplir la
voluntad del Padre tomando la forma de siervo”, aprendió mediante sus
sufrimientos la obediencia. Los religiosos, movidos por el Espíritu Santo (….)
sirven a todos los hermanos en Cristo, como el mismo Cristo, mediante la
sumisión al Padre, sirvió a los hermanos y dio la vida por la redención de
muchos. De esta manera se vinculan más estrechamente al servicio de la Iglesia
y se esfuerzan por llegar a la medida de la edad que realiza la plenitud de
Cristo. En consecuencia, los súbditos en
espíritu de fe y de amor a la voluntad de Dios, viven con humildad la
obediencia a los superiores, en conformidad con la Regla y las Constituciones,
contribuyendo con su inteligencia y voluntad, y los dones de la naturaleza y la
gracia, a la ejecución de los mandatos
en el cumplimiento de los oficios que se les encomiendan, persuadidos de que
así, según el designio de Dios, a la edificación del Cuerpo de Cristo. Esta
obediencia religiosa no disminuye la dignidad de la persona humana sino que
lleva a la madurez, dilatando la libertad de los hijos de Dios”. (PC 14)
La
obediencia es la ofrenda de la propia libertad, núcleo del ser humano; pero
esta voluntad no queda aniquilada, sino
que es una renuncia voluntaria para identificarse de manera más firme y segura
con la voluntad salvífica de Dios. La obediencia religiosa nace del amor, y es
siempre una búsqueda de comunión con la voluntad divina, que busca la salvación
de la humanidad. Nuestro modelo es Cristo, que identifica su voluntad con la
del Padre, haciéndose servidor de sus hermanos los hombres, siguiendo el camino,
no fácil, de la sumisión a la voluntad
del Padre a fin de redimir a los hombres. La primera y única obediencia del
monje es a Dios, escuchando y
obedeciendo la llamada de la voz interior del Espíritu, y dejándose guiar por
éste en el servicio a los hermanos. L obediencia tiene en nosotros un valor de
participación en los sufrimientos de Cristo, buscando seguirlo en su modelo de
vida. La voz de Dios se manifiesta por ejemplo en la campana que nos convoca a
la plegaria y al trabajo y guía toda nuestra jornada dedicada a buscar a Dios.
La
obediencia surge de la fe, por este acto por el cual creemos en Dios, y ponemos
en él toda nuestra confianza. La obediencia comporta hacer nuestra la voluntad
de Dios; no ser una simple y mera correa de transmisión, sino una obediencia
consciente de hombre libre, responsable y activa, tanto en el cumplimiento de
la tareas que se nos encomiendan, como en las iniciativas que es preciso
tomar. Aportando la fuerza de nuestra
inteligencia y de nuestra voluntad con alegría y seriedad, con los dones que Dios
nos ha dado. No debe ser una obediencia pasiva, que es necesario vigilar de
cerca, que necesita ser reafirmada con el aplauso, sino entregarse del todo a
quienes nos mandan en la certeza de que trabajamos según el designio de Dios.
La
obediencia no es una dimisión de nuestra responsabilidad respecto a nuestra
vida y nuestros actos; es una luz que nos ilumina para interpretar la voluntad
del Señor en cada momento. Cuando obedecemos hacemos un acto de libertad
personal, escogemos seguir libremente el camino de Cristo, dedicar toda nuestra
energía a realizar su voluntad, pero seguimos siendo responsables, por lo que
no está bien hacer mal las cosas o a medias. Siempre somos responsables del
bien o del mal que hacemos o dejamos de hacer. Vivida así, la obediencia nos
lleva a la madurez espiritual, apartándonos de nuestros deseos y las
influencias de los otros; no buscando un camino para huir de las exigencias que
nos plantea la vida y la libertad que Dios nos regala. Entonces, no diremos que
no nos dejan hacer lo que queremos, pues siguiendo nuestros deseos personales
nunca viviremos en paz, ni seremos felices, pues somos esclavos de nuestro “yo”
cerrado a los otros. A menudo la expresión “hacer lo que deseo” no quiere decir
otra cosa que desear mis caprichos, ser un inmaduro, cuando la libertad de la
obediencia nos libra de nuestros pobres deseos, y de estar siempre sometidos a
nuestras debilidades.
Todos
somos hermanos, y uno solo es el maestro, Cristo. La obediencia no une a todos;
a más responsabilidad, más grado de obediencia a la voluntad de Dios, expresada
por el espíritu, por medio de la voz de la Iglesia, los signos de los tiempos y
la voz de los hermanos. Es el camino para superar nuestros intereses
individuales en la vida comunitaria de manera fecunda. La obediencia hace eficaz la caridad, asegura la madurez
humana y la libertad de quien se entrega a Cristo por amor.
Escribe
san Juan Pablo II en la exhortación apostólica Vita consecrata:
“La obediencia caracteriza la vida
consagrada. Hace presente de manera particularmente viva la obediencia del
Cristo al Padre, y precisamente, basándose en este misterio, da testimonio de
que no hay contradicción entre obediencia y libertad. En efecto, la actitud del
Hijo desvela el misterio de la libertad humana como camino de obediencia a la
voluntad del Padre, y el misterio de obediencia como un camino para conseguir
progresivamente la verdadera libertad. Eso es lo que quiere expresar la persona
consagrada de manera específica con este voto, con el cual pretende testificar
la conciencia de una relación de filiación, que desea asumir la voluntad
paterna como un alimento cotidiano (cfr Jn 4,34), como su roca, su alegría,
escudo y baluarte (cfr Sal 18). Demuestra así que crece en la plena verdad de
si mismo, permaneciendo unida a la fuente de su existencia i ofreciendo el
mensaje consolador: “Tienen mucha paz los que aman la Ley, nada los hará
tropezar: Cumplo los mandamientos, Señor, mientras espero tu salvación” (Sal
119, 165-166)” (VC, 91)
Conformándonos
activamente a la voluntad de Dios, nuestra voluntad avanza en la Escuela del
servicio divino, y va coincidiendo en lo que Dios quiere de nosotros, y esto
nos acerca a la libertad de los hijos de Dios que nos inclina hacia el bien.
Entonces ya no tiene importancia de donde sale la orden, porque respondemos
según lo que dice san Agustín: “Se te ha
dado este corto precepto, de una vez por siempre: Ama y haz lo que quieras; si
callas, calla por amor; si hablas, habla por amor; si corriges corrige con
amor; si perdonas, perdona por amor; ten siempre la raíz del amor en tu
corazón: de esta raíz solamente puede brotar lo que es bueno”. (Coment.
1Jn,7,8)
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