CAPÍTULO 36
LOS HERMANOS ENFERMOS
Ante todo y por encima de todo
lo demás, ha de cuidarse de los enfermos, de tal manera que se les sirva como a
Cristo en persona, 2 porque él mismo dijo: «Estuve enfermo, y me visitasteis»;
3 y: «Lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis». 4 Pero
piensen también los enfermos, por su parte, que se les sirve así en honor a
Dios, y no sean impertinentes por sus exigencias caprichosas con los hermanos
que les asisten. 5 Aunque también a éstos deben soportarles con paciencia,
porque con ellos se consigue un premio mayor. 6 Por eso ha de tener el abad
suma atención, para que no padezcan negligencia alguna. 7 Se destinará un lugar
especial para los hermanos enfermos, y un enfermero temeroso de Dios, diligente
y solícito. 8 Cuantas veces sea necesario, se les concederá la posibilidad de
bañarse; pero a los que están sanos, y particularmente a los jóvenes, se les
permitirá más raramente. 9 Asimismo, los enfermos muy débiles podrán tomar
carne, para que se repongan; pero, cuando ya hayan convalecido, todos deben
abstenerse de comer carne, como es costumbre. 10 Ponga el abad sumo empeño en
que los enfermos no queden desatendidos por los mayordomos y enfermeros, pues
sobre él recae la responsabilidad de toda falta cometida por sus discípulos.
Como siempre san
Benito es muy directo. No habla de la enfermedad, sino de hermanos enfermos, de
personas; se preocupa por el paciente, en tanto que el hermano enfermo es uno
de los pequeños con quien se identifica
Jesús, como con el que tiene hambre, sed, o es forastero, desnudo o en la
prisión.
No hay en la Regla,
ni tampoco en el evangelio, un culto al sufrimiento por el sufrimiento. Cada
vez que Jesús está delante del sufrimiento se apresta a aliviarlo. Esta es la
razón de fondo para san Benito, fiel a la tradición monástica, por la gran
atención que es preciso tener hacia
cualquier persona que padece una enfermedad.
Así, los hermanos
enfermos tendrán una celda separada, y no estarán obligados a la abstinencia de
carne. Tanto el administrador como los que atienden a los enfermos han de tener
un cuidado especial con ellos. El abad, en última instancia, es el responsable
de asegurarles esta buena atención.
San Benito sabe de
las complicaciones que puede traer una enfermedad para una persona. Es difícil
saber cómo reacciona alguien cuando se pone enfermo. La persona más fuerte
puede reaccionar consternada y una persona débil puede aceptarla con valor o
entereza. También san Benito, en su lista de consejos, tiene en cuenta distintas
situaciones. Incluso hemos tenido experiencia de ello con nuestros hermanos,
que en los últimos años han estado enfermos. Han tenido actitudes diferentes a
la hora de afrontar la enfermedad.
El paciente que es
objeto de toda atención, no debe olvidar que lo es porque encarna, de alguna
manera, a Cristo, y ha de evitar sobrecargar a los demás con exigencias poco
razonables. El paciente ha de tener también paciencia. A la vez, ante la
exigencia del enfermo, conviene llevarlo con paciencia y comprensión, lo cual
no siempre es fácil. Y la situación puede agravarse cuando hay un deterioro
psicológico del enfermo. Todos somos enfermos en uno u otro momento, con más o
menos tiempos, con más o menos esperanza de curación… Nos hallamos delante del
problema del sufrimiento humano en una de sus formas más exigentes. El
sufrimiento, aunque sea intenso, por ejemplo, causado por una lesión, se sabe
que se cura en un cierto tiempo, y se puede soportar más fácilmente. Si sabe
que el esfuerzo te permite al final cantar victoria, el esfuerzo tiene más
aliciente. Pero cuando la enfermedad es grave o crónica, nos hace más
conscientes de nuestras limitaciones humanas, y en consecuencia el sufrimiento
adquiere un nivel más profundo.
En principio es
preciso aceptarlo, y saber que será necesario
un tiempo de lucha, como el caso de Job, y que el paciente en tal caso debe
luchar con su propio ritmo. A menudo surge una primera pregunta: ¿es para
mí? Esto puede implicar una no
aceptación de la enfermedad, sobre todo cuando no tiene respuesta, y si la
tiene, probablemente no hay tranquilidad, porque la genética o el factor de riesgo son siempre respuestas imprecisas y
de poco consuelo.
No padecer es, en
cierta manera, una forma de no hacer padecer a los otros; pero las enfermedades se
pueden alargar, hacerse crónicas, o ir a peor, y entonces es necesario el
soporte y el calor de los hermanos. Una visita, aunque sea corta, un compartir
la Eucaristía o tantas otras pequeñas
cosas.
Ciertamente, la
enfermedad puede llegar en cualquier momento, pero con la edad el riesgo de la
misma aumenta, unida a la certeza de la
perdida de vigor físico por la edad, y que ya van anunciando un final próximo.
Decía ya mi abuela,
que es triste hacerse viejo, y también no llegar a viejo, pues en el primer caso
vamos decayendo, y en el segundo, la vida no se hace larga. A no ser que nos
llegue una muerte repentina y no se llega a tener experiencia de la enfermedad.
Cuántas veces pedimos al Señor que nos libre de una muerte repentina; y pienso
si esto no es conveniente, a no ser por no tener tiempo de vivir una
reconciliación con Dios. Ahora, referido al sufrimiento, si se pudiese elegir,
muchas veces la elección sería girar la cabeza y entregar el alma a Dios, sin
un gesto de dolor. Rehuimos éste al no considerarlo digno; el sufrimiento
redentor, como el de Cristo, es el único
que se considera con un valor positivo y no depresivo. Y esto no debe impedirnos
también asumir la llegada de una enfermedad.
San Benito plantea,
sin hacer problema, que el paciente, fruto de esta rebelión inicial se torne
exigente, y que a continuación lo vaya asumiendo y soportando con caridad,
reconociendo en todo el proceso la presencia de Cristo.
El tiempo en que la
búsqueda del sufrimiento se creía virtud o generosidad es tiempo pasado. Hoy lo
consideramos una desviación de la espiritualidad, quizás debido a una mala
concepción teológica y una desviación cristológica, que parece haber dado lugar
en otros tiempos a ciertas neurosis. Con
pequeñas mortificaciones, cilicios o disciplinas está superado. Es más positivo
trabajar la paciencia en la vida comunitaria que poner piedrecillas en los
zapatos. Quizás, también, la tentación hoy es todo lo contrario: escapar a toda
forma de sufrimiento, sea espiritual, psicológica o física, o bien lo
disimulamos, como se busca disimular la muerte en nuestra sociedad. Pero este
querer eludir el sufrimiento también puede dar lugar a neurosis.
Unos u otros
excesos se oponen a la humildad en la cual se apoya san Benito. Para una persona
verdaderamente humilde no tiene sentido buscar la humillación; tampoco lo tiene
sentirse humillado por la pérdida de nuestras fuerzas físicas o incluso
psíquicas. Es preciso aceptar cada momento de nuestra vida, no sintiendo la
necesidad de humillarnos de manera artificiosa por un sufrimiento que trae la
vida misma. Es preciso aprender de la enfermedad y de los enfermos.
Ciertamente, cambia
cuando uno pasa de ser el acompañante, a
ser el acompañado en la enfermedad. Es algo que podemos experimentar en uno u
otro momento. Una de las ventajas de ser
el acompañado es que sabes de primera mano, como te encuentras, y aquel recelo
que el acompañante tiene de si el enfermo le dice la verdad como una mentira
piadosa, desaparece. También sientes el
calor de la comunidad, lo cual es una experiencia que enriquece, y que no se
agradece lo suficiente a los hermanos. La enfermedad nos cambia, y los enfermos
también, y esto nos prepara para el mismo cambio cuando llega el momento.
Lo hemos visto en
nuestra propia casa. Puedo recordar una conversación con un hermano nuestro en
urgencias, que pocas horas después perdía el habla y la conciencia en parte,
por un ictus. Muchas veces he pensado en todo ello, como si se me ofreciese un
preciso legado, o como una última lección de un monje con muchos años de vida
monástica, a un monje joven.
Todos tenemos
experiencias semejantes de hermanos que nos han comunicado su angustia o su
serenidad a lo largo de su enfermedad. Los enfermos nos hablan, lo hacen
diciendo como afrontan la enfermedad, con su palabra o con sus silencios, o con
su mirada. También les habla y nos habla
el servidor diligente y solícito a quien se le ha confiado el cuidado de los
enfermos.
Pero no
desaprovecho tampoco ahora dar las gracias a los hermanos que tienen este
servicio de cuidar a los hermanos enfermos y a todos aquellos que acompañan una
vez u otra al hospital o en las visitas medicas, o a aquellos que en cualquier
otra circunstancia ayudan a los hermanos en cualquier dificultad. Son
verdaderos gestos de fraternidad.
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