CAPÍTULO 62
LOS SACERDOTES DEL MONASTERIO
Si algún abad desea que le ordenen un sacerdote o un diácono,
elija de entre sus monjes a quien sea digno de ejercer el sacerdocio. 2 Pero el
que reciba ese sacramento rehuya la altivez y la soberbia, 3 y no tenga la
osadía de hacer nada, sino lo que le mande el abad, consciente de que ha de
estar sometido mucho más a la observancia de la regla.4 No eche en olvido la
obediencia a la regla con el pretexto de su sacerdocio, pues por eso mismo ha
de avanzar más y más hacia Dios. 5 Ocupará siempre el lugar que le corresponde
por su entrada en el monasterio, 6 a no ser cuando ejerce el ministerio del
altar o si la deliberación de la comunidad y la voluntad del abad determinan
darle un grado superior en atención a sus méritos. 7 Recuerde, sin embargo, que
ha de observar lo establecido por la regla con relación a los decanos y a los
prepósitos. 8 Pero si se atreviere a obrar de otro modo, no se le juzgue como
sacerdote, sino como rebelde. 9 Y si advertido muchas veces no se corrigiere,
se tomará como testigo al propio obispo. 10 En caso de que ni aun así se
enmendare, siendo cada vez más notorias sus culpas, expúlsenlo del monasterio,
11 si en realidad su contumacia es tal, que no quiera someterse y obedecer a la
Regla.
La cuestión de la presencia y el papel de los sacerdotes en una
comunidad monástica es tan antiguo como el monacato cristiano. El monaquismo y
el sacerdocio pertenecen a dos órdenes diversos de la realidad eclesial, de manera
que la vocación a la vida monástica y la vocación al sacerdocio son dos
vocaciones diferentes que pueden coexistir en una misma persona. La experiencia
de siglos, así como la de cada sacerdote monje, muestra que estas dos
vocaciones pueden enriquecerse mutuamente, pero también a veces pueden ser
motivo de conflicto entre sí.
La vida monástica es una manera concreta de vivir la vida
cristiana, de vivir el sacerdocio común. Todo cristiano es libre, al seguir una
llamada para adoptar un determinado tipo de vida y entrar en una comunidad
monástica, que lo acepta, para militar bajo una regla común aprobada por la
Iglesia. En cuanto al sacerdocio, su sacerdocio es, además, un ministerio al
que ha de ser llamado por la autoridad competente, es decir por el obispo. El
monje vive en una comunidad monástica bajo una regla y un abad; el sacerdote,
por su parte es un ayudante del obispo que está revestido de la plenitud del
sacramento del Orden (cf LG, 26), por lo cual el sacerdote ejerce su ministerio
bajo la autoridad del obispo. Ciertamente, la consagración episcopal confiere
la plenitud del Sacramento del Orden, que, en la comunidad eclesial se pone al
servicio del sacerdocio común de los fieles, de su crecimiento espiritual y de
su santificación. El sacerdocio ministerial, de hecho, tiene el objetivo y la
misión de hacer vivir el sacerdocio común de los fieles, que, en virtud del
bautismo, participan, a su manera, en el único sacerdocio de Cristo, como
afirma la constitución conciliar Lumen Gentium cuando dice:
“El
sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, están
ordenado uno al otro; los dos, en efecto, participan, a su manera, del único
sacerdocio de Cristo. Su diferencia es esencia, y no solo de grado” (LG 10)
Del sacerdocio bautismal participa todo cristiano, y también los
monjes; y el monje que tiene como centro de su vida a Cristo que ha venido a
servir y no a ser servido, cuando es llamado al sacerdocio ministerial, viene a
ser todavía más un servidor de la comunidad, en tanto en cuanto pone su
ministerio al servicio de sus hermanos. Escribe Dom Leqercq que el sacerdocio dentro del monacato se
puede presentar como una ofrenda, como la cumbre del ofrecimiento de su vida en
la cual la plegaria y la ascesis de la vida del monje adquieren una eficacia
eclesial.
La Regla solo consideran el sacerdocio en dos casos: el del sacerdote que viene al monasterio para
ser monje y el del monje ordenado de presbítero para asegurar el servicio
sacramental del monasterio. Por lo tanto
el ministerio sacerdotal del monje queda inscrito dentro de lo que podríamos
llamar como la iglesia particular que forma una comunidad monástica, al menos
que el monasterio tenga unos compromisos pastorales. San Benito insiste en que
el ministerio no implica una posición superior al resto de la comunidad, y ni
altera el lugar del monje dentro de la comunidad.
¿Cómo sirve un monje presbítero a su comunidad?
Con las facultades propias de su ministerio, como lo hace asimismo
el diácono. En la administración de los sacramentos, y en particular en la
celebración de la Eucaristía, centro litúrgico de nuestra jornada de cada día.
Dentro de la celebración eucarística hay que destacar la homilía, especialmente
la dominical. Recuerdo que el P. Robert
comentaba a menudo, con su peculiar estilo, que las homilías de la misa
conventual van dirigidas especialmente a la comunidad. Cada uno tenemos nuestro
estilo. Hay quien destaca con énfasis una frase para que nos llegue o nos
interrogue, hay quien sitúa las lecturas en el contexto litúrgico, lo cual es
muy acertado, porque todo el Año litúrgico forma un conjunto y las lecturas
elegidas nos proponen un itinerario personal.
Nos convendría releer de vez en cuando Evangelium Gaudium, Cap 3, punto 2, del Papa
Francisco, donde nos recuerda que la homilía no puede ser un espectáculo para
entretener (cf EG, 138), y es necesario
prepararla dedicando un tiempo oportuno de estudio, de plegaria, de reflexión y
con una creatividad personal, pues quien
predica y no se prepara no es espiritual; es deshonesto e irresponsable con los
dones recibidos. (cf EG, 145)
Homilías no excesivamente largas, claras y bien estructuradas,
aconseja el Papa. Un aspecto fundamental es la relación directa, estrecha con
la Palabra de Dios, es decir con las lecturas que se acaban de proclamar. Nos
puede ayudar en este servicio el Magisterio y la Tradición de la Iglesia. Los
Santos Padres son un buen recurso en este sentido; además tenemos el tiempo
privilegiado de nuestro encuentro personal con la Palabra en la Lectio de cada
día.
El sacerdocio en la comunidad es un servicio a los hermanos y a la
Iglesia. Nuestro arzobispo Jaime decía en mi ordenación de presbítero:
“todo
cristiano, por el hecho de haber recibido en el bautismo el sacerdocio común, y
también en virtud de la comunión de los santos, ha de sentir el peso de llevar
la humanidad hacia Dios y de vivir el gran mandamiento del amor el prójimo.
Pero, además, quien es ungido con el sacramento del Orden adquiere una nueva
responsabilidad derivada de su configuración con Cristo, que no es solamente
más intensa sino esencialmente diferente de los fieles. Está llamado a ser un
servidor fiel de sus hermanos de comunidad en primer lugar y servidor también
de todos los hombres. (1 Mayo 2015)
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