DEL
PRÓLOGO DE LA REGLA DE SAN BENITO
PRÓL 21-38
21Ciñéndonos, pues, nuestra cintura con la fe y la observancia de
las buenas obras, sigamos por sus caminos, llevando como guía el Evangelio, para
que merezcamos ver a Aquel que nos llamó a su reino. 22Si deseamos habitar en
el tabernáculo de este reino, hemos de saber que nunca podremos llegar allá a
no ser que vayamos corriendo con las buenas obras. 23Pero preguntemos al Señor como
el profeta, diciéndole: 24Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y descansar
en tu monte santo?, 25Escuchemos, hermanos, lo que el Señor nos responde a esta
pregunta y cómo nos muestra el camino hacia esta morada, diciéndonos: 26«Aquél
que anda sin pecado y practica la justicia; 27el que habla con sinceridad en su
corazón y no engaña con su lengua; 28el que no le hace mal a su prójimo ni
presta oídos a infamias contra su semejante». 29Aquel que, cuando el malo, que
es el diablo, le sugiere alguna cosa, inmediatamente le rechaza a él y a su
sugerencia lejos de su corazón, «los reduce a la nada», y, agarrando sus
pensamientos, los estrella contra Cristo. 30Los que así proceden son los
temerosos del Señor, y por eso no se inflan de soberbia por la rectitud de su
comportamiento, antes bien, porque saben que no pueden realizar nada por sí
mismos, sino por el Señor, 31proclaman su grandeza, diciendo lo mismo que el
profeta: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre, da la gloria»,
al igual que el apóstol Pablo, quien tampoco se atribuyó a sí mismo éxito
alguno de su predicación cuando decía: «Por la gracia de Dios soy lo que soy».
32Y también afirma en otra ocasión: «E1 que presume, que presuma del Señor».
33Por eso dice el Señor en su evangelio: «Todo aquel que escucha estas palabras
mías y las pone por obra, se parece al hombre sensato, que edificó su casa
sobre la roca. 34Cayó la lluvia, vino la riada, soplaron los vientos y
arremetieron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada en la
roca». 35Al terminar sus palabras, espera el Señor que cada día le respondamos
con nuestras obras a sus santas exhortaciones. 36Pues para eso se nos conceden como
tregua los días de nuestra vida, para enmendarnos de nuestros males, 37según
nos dice el Apóstol: «¿No te das cuenta de que la paciencia de Dios te está
empujando a la penitencia » 38Efectivamente, el Señor te dice con su inagotable
benignidad: «No quiero la muerte del pecador, sino que cambie de conducta y
viva».
San
Benito entiende la vida del monje como un continuo proceso de conversión, un
tiempo de purificación de nuestras debilidades. En el camino de nuestra vida
monástica el diablo y la sugestión nos salen al encuentro pero Dios es
paciente, aunque en ocasiones no hagamos las cosas bien. Él espera siempre
nuestra conversión de corazón. Él siempre es bueno, pues es la bondad misma, y
desea nuestra conversión y que vivamos; su infinita paciencia nos empuja o nos
debería de empujar al arrepentimiento; y tenemos suerte, dice el Papa
Francisco, de que Dios no se cansa de perdonar. También hay que decir que nosotros
siempre mostramos debilidades.
Nuestra
vida de monjes ha de ser un retorno constante al Prólogo de la Regla, a la guía
del Evangelio, una invitación constante a caminar, a practicar la justicia, a
decir la verdad desde el corazón, a no engañar con la lengua. No debemos
olvidar que nuestro objetivo es habitar en el templo de este reino, el del
Señor, donde solamente podemos entrar con las buenas obras. Estas buenas obras,
que san Benito nos presenta en el capítulo IV, y en el Prólogo, nos hablan de
que, ante todo, hemos de estar ceñidos con la fe. El taller de todas las buenas
obras, el lugar donde practicarlas con diligencia, es el recinto de monasterio
y la estabilidad en la comunidad.
San
Benito contempla a Dios como un padre, no como un juez; un padre amoroso que
nos quiere llenar de bienes, un padre a quien amar y obedecer; hemos elegido
una vida de obediencia a su Hijo único. Como decía el Abad General en la
homilía de la bendición de la madre Eugenia, abadesa de Talavera: “todo está hecho para que vivamos deseando
contemplar el rostro de Cristo. Todo es para obedecer el deseo de Cristo de
entrar y manifestarse en nuestra vida”. Es importante no volver a la
desobediencia. La conversión no es una cosa que podemos dejar siempre para
mañana. Es para hoy, todos los días, para intentarlo sin desfallecer. Buscando
la vida y el Señor que nos muestra el camino. El propósito de nuestra carrera
es el reino, guiados por el Evangelio, ceñidos por la fe y las buenas
obras. He aquí una vez más, como para san
Benito, la vida monástica no es un estado, un esperar que pase alguna cosa,
sino que es acción; nuestra vida no es pasiva sino activa. San Benito siente la
necesidad de llamar a sus discípulos, a nosotros, a la humildad. Los monjes
saben que todo lo que hacemos se debe a la gracia de Dios, y que poca cosa
depende de nuestros méritos. La diferencia entre lo que cree hacer por si mismo
y atribuye a su propia gloria todo lo que hace y el que lo atribuye a la gloria
de Dios es la diferencia que existe entre el que construye sobre la arena y el
que construye sobre la roca. Cuando llega la tempestad, y ciertamente llega,
solamente resiste lo que está construido sobre la roca.
Si
ponemos el fundamento de nuestra vocación en la comunidad, si anteponemos
cualquier amistad externa a nuestra comunidad, es que no vivimos realmente en
comunidad. Podemos comer y dormir en el monasterio, pero si nos hemos
autoexcluido porque hemos puesto el fundamento de nuestra vocación en la arena
inestable de nuestro propio deseo, la roca sobre la que se asentaba un tiempo
nuestra vocación la hemos pulverizado convirtiéndola en arena. Sin embargo,
Dios no se cansa de esperarnos; siempre estamos a tiempo de volver a la casa
del Padre, como el hijo pródigo, pero es preciso levantarnos, ponernos en
camino, tomar conciencia de que hemos pecado contra el Padre y los hermanos.
Entonces el Padre nos contemplará que llegamos por el camino del Evangelio a su
casa, que es la nuestra, la del Reino. Es normal que en la vida del monje haya
momentos de debilidad y desencanto, que demos pasos en falso, que caigamos, que
la aspereza del camino y la carga y el cansancio nos tienten. Pero nada de todo
esto puede acabar con nuestra fidelidad si nuestro corazón permanece libre
orientado hacia el Señor.
La
tentación más frecuente para quienes están obligados a caminar sin detenerse es
la de instalarnos en la comodidad; es un peligro espiritual, psíquico y
moral. Cuando uno lleva años caminando
la tentación de sentarse, de detenerse, no desaparece, incluso puede aumentar,
pues es la tentación de la comodidad, de la pereza, del pesimismo, y entonces
corremos el riesgo de caer en la deslealtad, no solo hacia la comunidad, sino
hacia nuestra propia vocación, aquella que nos trajo al monasterio, para tender
siempre hacia Cristo, a quien no hemos de anteponer nada. Si no trabajamos
nuestra vocación para ponerla cada día sobre el fundamento de la fe y del
Evangelio acabaremos por sucumbir, quizás por la cobardía de no afrontarla y
buscar otro camino.
Toda
vocación cristiana, y la del monje en particular, implica tres movimientos:
salir de nuestras posiciones personales, aventurarnos en la incerteza del
camino monástico, y, por encima de todo, seguir a Cristo.
Si la
vitalidad de la fe y la caridad disminuyen, nuestra fuerza personal nos lleva a
rechazar lo que es pesado y refugiarnos
en lo fácil, en los afectos personales y materiales, caducos y de pobreza
humana. Todo esto nos puede llevar a una crisis triste y demoledora, al
cansancio de Dios, en expresión del abad Brasó. El monje que cae en la dejadez,
de hecho renuncia a la búsqueda de Dios y se refugia en la mediocridad y en una
falsa resignación, en un desmesurado pesimismo y busca otros sustitutos; un
monje cuyo corazón se deja ganar por otros afectos cae en la regresión
espiritual. En la vida monástica toda defección comporta el principio de
infidelidad, de la degradación del amor de Dios, para caer en una vida
mediocre, desengañada, insatisfecha, sin energía espiritual, vacía y
peligrosamente negativa para el resto de la comunidad. Dios no se cansa nunca
de personar, siempre nos espera, pero también espera que nosotros seamos
conscientes de ello, que iniciemos el camino de vuelta a casa para salir a
nuestro encuentro y abrazarnos, solo el abrazo de Dios es suficiente, cualquier
otro afecto humano no es sino una piedra de tropiezo en el camino.
Pensemos,
ya que nuestra vida es corta, no sea que al llegar al final nos encontremos en
la región lejana de nuestros egoísmos, con la lámpara apagada, como las vírgenes
necias. La fe, hecha confianza, no elimina las dificultades, pero da la fuerza
y la seguridad para superarlas. Como dice san Benito en el Prólogo: “Levantémonos de una vez, que la Escritura
nos invita diciendo: “Ya es hora de despertarse”. Abiertos nuestros ojos a la
luz deífica escuchemos con oído atento lo que cada día nos dice la voz divina
que clama: “Si hoy escucháis su voz no endurezcáis los corazones”, y todavía:
“quien tiene orejas para escuchar que escuche lo que el espíritu dice a la
Iglesias”; y ¿qué dice? “Venid, hijos,
escuchadme, que os enseñaré el temor del Señor. Corred mientras tenéis la luz
de la vida, para que nos os sorprendan las tinieblas de la noche” (RB Pr 8-13)
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