domingo, 17 de septiembre de 2017

CAPÍTULO 66 LOS PORTEROS DEL MONASTERIO



CAPÍTULO 66

LOS PORTEROS DEL MONASTERIO

Póngase a la puerta del monasterio un monje de edad y discreto, que sepa recibir un recado y transmitirlo, y cuya madurez no le permita andar desocupado. 2 Este portero ha de tener su celda junto a la puerta, para que cuantos lleguen al monasterio se encuentren siempre con alguien que les conteste, 3 en cuanto llame alguno o se escuche la voz de un pobre, responda Deo gratias o Benedic. 4 Y, con toda la delicadeza que inspira el temor de Dios, cumpla prontamente el encargo con ardiente caridad. 5 Si necesita alguien que le ayude, asígnenle un hermano más joven. 6 Si es posible, el monasterio ha de construirse en un lugar que tenga todo lo necesario, es decir, agua, molino, huerto y los diversos oficios que se ejercitarán dentro de su recinto, 7 para que los monjes no tengan necesidad de andar por fuera, pues en modo alguno les conviene a sus almas. 8 Y queremos que esta regla se lea muchas veces en comunidad, para que ningún hermano pueda alegar que la ignora

En este capítulo san Benito nos presenta tres temas importantes.

En primer lugar, habla del trabajo bien hecho, al dar el perfil del portero del monasterio, que es el centro y el título del capítulo. Nos dice que el portero debe ser prudente, maduro, que no deambule, siempre a punto de dar un encargo y que lo haga con prontitud y fervor de Dios. Esto puede aplicarse a cualquier otro oficio o servicio comunitario; en una línea similar nos habla en otros capítulos del mayordomo, de los encargados de la cocina, del hospedero, de los artesanos, del prior y, ni que decir tiene, del abad.

San Benito no entendería, hoy, algunos absurdos que pueden darse: que el portero permanezca impávido, sin contestar, delante del teléfono que está sonando; que recibiendo un encargo no lo transmitiese al destinatario; no entendería que el cartero perdiera voluntariamente la correspondencia, o abriera cartas, no destinadas a él, para conocer su contenido; o que el encargado de la lavandería que manchara la ropa o la tirara estando en buenas condiciones; o que el cocinero dejará caer un exceso de sal en la olla; que el hospedero dejase el huésped a la intemperie, o que el bibliotecario subrayase los libros o arrancase páginas, o que el mayordomo destinará el dinero de la comunidad a caprichos personales.  

Y san Benito haría bien de no entender, porque el monje ha de ser responsable en aquello que le corresponde hacer, que no siempre es igual en cada uno y en cada época, o vendríamos a caer en esa diversidad de actuaciones, lo cual nos debe llevar a ser responsables y actuar movidos por el temor de Dios.

Nos decía hoy san Juan Crisóstomo en un bello sermón en Maitines que el mal que podemos hacer recae sobre nosotros, y somos nosotros quienes primero sufrimos las consecuencias.

Lo que aquí nos dice san Benito del portero se puede aplicar a cualquier otra tarea o responsabilidad, lo cual nos debe tener disponibles para ayudar, ser solidarios con otros miembros de la comunidad que pueden necesitar de nosotros, y que nos debe llevar a huir de la expresión muy poco monástica y fuertemente egoísta  “ya se arreglarán ellos”  que nos puede venir como tentación.

Afortunadamente, en lo que respecta al portero, los que habitualmente hacen este servició, o lo hacen los días festivos lo cumplen correctamente, siempre serviciales, sin caer en la desidia, la negligencia o la ineptitud, voluntariamente buscadas; y viene a dar una buena imagen de la comunidad. Ya he comentado más de una vez el buen servicio que se hace en la lavandería, así como en la hospedería interna, en la cocina, biblioteca…  Hemos de ser conscientes de que el servicio bien hecho no pone fronteras a nuestra vida, y que la faena mal hecha nunca tiene futuro monástico.

Pero aparte de las consideraciones sobre la tarea del portero, al final nos habla de otro tema muy importante en la vida monástica.

A lo largo de la Regla san Benito insiste a menudo, como lo hace con el tema de la murmuración, sabiendo que somos pobres hombres débiles, que caemos con frecuencia en las mismas tentaciones, no buscar fuera del monasterio lo que no tenemos necesidad de buscar. Por ello debe haber dentro del monasterio todo lo necesario, para no buscar de manera indebida fuera lo que ya tenemos dentro. Y tener lo necesario quiere decir no tener por capricho lo que desearíamos tener, sino lo que realmente necesitamos. Siempre que alguno pide algo, si la petición tiene un mínimo de sentido se le proporciona. Pero podemos caer en el infantilismo de hacer las cosas a escondidas, y entonces puede suceder de caer en la tentación de la soberbia, y llegamos a comentar, incluso fuera del monasterio, que al final se sabe, de la compensación que se busca fuera a escondidas. 

De nuevo se puede recordar a san Juan Crisóstomo, que el mal que podemos hacer recae sobre nosotros y que sufrimos las consecuencias. El peligro del consumismo, el peligro de salir a la plaza a la búsqueda de alguien con quien hablar, y otras tentaciones siempre nos acechan. No es fácil librarse de ello.  Necesitamos pedir la fuerza del Espíritu para que nos ayude a reforzar nuestra voluntad, enmienda en las faltas a la Regla. San Benito sabe de nuestras debilidades, y a lo largo de la Regla nos avisa una y otra vez acerca de dichas debilidades más habituales.

Otro punto que nos aporta en los versos finales es la importancia del conocimiento de la Regla. Que la Regla se lea diariamente en comunidad para que ninguno pueda alegar ignorancia. Debe ser nuestro libro de cabecera, manual práctico de aplicación de nuestra vida y en la comunidad de los mandatos del evangelio. Siempre poden tener la tentación de decir “a mí que me van a decir si hace tantos años que la oigo”.  Podemos sentirla, ciertamente, pero no escucharla. La Regla siempre es nueva, como el Evangelio; siempre nos descubre algo nuevo, y nos pone en evidencia cuando al escuchar nos damos cuenta de que estamos lejos de ser fieles en su cumplimiento. Como dice el Apóstol nos damos cuenta de que “no hago el bien que querría, sino el mal que no querría” (Rom 7,19). Escuchamos cada día la Regla a la tarde cuando asistimos a la colación, y podemos pasar años sin escucharla, o en todo caso los domingos, lo cual no es lo que procede, y aún si estamos con el pensamiento de que se acabe pronto el comentario, para acudir al desayuno.

Dice el Abad General al Capítulo General de la OCSO que nuestra vida “no es una vida de sueños, una supervivencia sencilla, o, sobre todo una vida cómoda que se realiza en la inmanencia, sino una vida hic et nunc, una experiencia de vida eterna que comienza en la vida actual. Y la Regla es una ayuda singular para ello.  





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