CAPÍTULO 52
EL ORATORIO DEL MONASTERIO
El oratorio será siempre lo que su mismo nombre significa y en él
no se hará ni guardará ninguna otra cosa. 2 Una vez terminada la obra de Dios,
saldrán todos con gran silencio, guardando a Dios la debida reverencia, 3 para
que, si algún hermano desea, quizá, orar privadamente, no se lo impida la
importunidad de otro. 4 Y, si en otro momento quiere orar secretamente, entre él
solo y ore; no en voz alta, sino con lágrimas y efusión del corazón. 5 Por
consiguiente, al que no va a proceder de esta manera, no se le permita quedarse
en el oratorio cuando termina la obra de Dios, como hemos dicho, pata que no
estorbe a los demás.
La plegaria, con el trabajo y la Palabra, son los ejes de nuestra
vida de monjes; la plegaria comunitaria y la individual. Para san Benito el
lugar donde se desarrolla cualquier actividad tiene mucha importancia. Los
monjes vivimos en una comunidad, y esta comunidad está arraigada en un espacio
concreto. El novicio, en cada etapa de
su formación promete la estabilidad en este lugar. Y dentro del monasterio hay
espacios para las diversas actividades del día: espacios para el trabajo, para
comer, para dormir, y, por supuesto, también el espacio donde la comunidad se
reúne para orar juntos y rezar el Oficio Divino, al que no hemos de anteponer
nada. Un espacio para cada actividad y una actividad para cada espacio.
Ciertamente, que para san Benito el oratorio no es el único lugar de plegaria
del monje. Pero está claro en toda la
Regla la obligación del monje en relación con la plegaria.
En el capítulo XIX cuando habla de la manera de cantar afirma que
“tenemos la certeza de que Dios está
presente en todas partes”. Tiene
también presente las palabras de Jesús: “cuando
quieras orar entra en tu celda cierra la puerta y ora a tu Padre en secreto”. La
soledad del corazón y la celda y el oratorio deben ser el lugar privilegiado de
la plegaria comunitaria y personal del monje.
Nos dice san Gregorio Magno que san Benito solía orar en la celda
mirando al cielo por la ventana, antes de que los monjes se levantaran para los
Maitines.
Para la plegaria comunitaria lo primero que nos recuerda san
Benito en este capítulo es que el oratorio debe ser lo que significa su nombre:
un lugar donde los monjes oran en comunidad y donde no se hace otra cosa.
Esta consagración de un espacio para una ocupación precisa es muy
importante para san Benito, y también debe serlo para nosotros. Si el oratorio,
la iglesia, es el lugar donde uno ora y nada más, tan pronto como entra, se
encuentra con un ambiente y un espíritu que le predispone ya para el Oficio
Divino. Es más efectivo que sea el mismo lugar el que nos condicione en lugar
de buscar métodos de oración o de concentración. También condiciona el
ambiente, nos dice san Benito, y que una vez acabada la plegaria se salga en
profundo silencio. Este silencio, no es simplemente el propósito de permitir a
quienes lo desean permanecer en el oratorio. Este silencio es en sí mismo
plegaria. Los hermanos nos reunimos en el oratorio para compartir la plegaria y
salimos en silencio para que continúe el ambiente de la plegaria, y que hemos
de procurar en todas las ocupaciones del día, y que nutre asimismo nuestra
plegaria personal. Por ello san Benito ha previsto que algún hermano desee
permanecer en el oratorio para continuar su plegaria personal, y por ello nos
pide orar en silencio, en el secreto de nuestro corazón, con lágrimas de
compunción y la intensidad del deseo en el corazón, y no en voz alta para no
molestar a cualquier otro hermano que quiera hacer lo mismo.
Ciertamente, no hemos de buscar en este capítulo la enseñanza
sobre la oración personal que está presente a lo largo de toda la Regla; aquí lo que le interesa es describir la actitud
del monje en relación con el lugar destinado a la oración comunitaria, y que
por extensión también puede servir para un momento más intenso de plegaria
personal en la celda. No olvidemos que ya ha hablado extensamente sobre la
actitud espiritual que se puede gozar en la plegaria, así como de la reverencia
en la misma en los capítulos XIX y XX de la Regla, donde afirma que la oración
debe ser “breve y pura, excepto cuando se alarga al ser
tocado por la inspiración de la gracia divina”.
El planteamiento de san Benito es simple. Si alguien quiere orar
en lo más íntimo de sí mismo, que entre en el oratorio o en la celda i ore;
quizás además de entrar físicamente en un espacio san Benito nos habla de
entrar dentro de nosotros. Hay un espacio físico para la plegaria común y la
personal, y un espacio interior común que debemos preparar y preservar
acudiendo y saliendo del oratorio animados de un espíritu de plegaria y de
silencio. A esto nos ayuda el verso que decimos al comienzo del Oficio: Deus in adiutorium meum intende, Domine
ad adiuvandum me festina”, traducido al catalán no del todo correcto por “sigueu amb nosaltres Deu nostre; Senyor
veniu a ajudar-nos” y al castellano por “Dios mío ven en mi auxilio, Señor date prisa en socorrerme”.
Se ha preferido este verso de la Escritura porque contiene todos
los sentimientos que puede tener la naturaleza humana. Se adapta bien a todas a
todos los estados y nos ayuda a mantenernos firmes delante de las tentaciones y
las distracciones. Este verso es considerado por Casiano como una muralla
inexpugnable y protectora, una coraza impenetrable y un escudo contra la
acedía, la aflicción del espíritu, la tristeza, o frente a algunos
pensamientos. Es una palabra, en cualquier situación del día, útil y necesaria
para comenzar el Oficio Divino. Porque si deseamos a Dios como ayuda y socorro,
necesitamos también su ayuda. Tanto cuando todo nos sonríe, como cuando viene
la prueba, la debilidad del hombre no puede, sin la ayuda de Dios, mantenerse
firme ante las circunstancias adversas de la vida.
Quizás hoy es un buen día para recordar uno de los episodios de
san Gregorio Magno sobre la vida de san Benito, cuando habla del monje débil de
espíritu que vuelve a la salud:
“En uno de
aquellos monasterios que había edificado en la región, existía un monje que no
podía resistir la oración individual después del Oficio, y así que los hermanos
se arrodillaban para darse a la oración él salía fuera y con un espíritu desocupado
y débil se ocupaba en cosas terrenas y transitorias… Cuando el varón de Dios
fue al monasterio, y cuando a la hora establecida, acabada la salmodia para
pasar a la oración individual, vio como un infante negro que estiraba hacia
fuera, por el borde del vestido, a aquel monje que no podía aguantar la oración…
Al día siguiente, acabada la oración, al salir del oratorio, el varón de Dios
encontró al monje que estaba fuera y ante la ceguera de su corazón lo golpeó
con una vara. Y a partir de aquel día no sufrió ya ningún engaño del infante
negro, sino que permaneció quieto a la hora de la oración, mientras el enemigo
no se atrevió a molestarlo, como si hubiese sido él mismo que había sido
golpeado por la vara” (Diálogo, cap. 4)
Evitemos el espíritu desocupado que nos arrastra a la distracción
en coses terrenas, echemos fuera ese infante negro de la distracción,
golpeémonos con la de nuestra conciencia y en el mayor silencio y reverencia
conservemos la reverencia debida a Dios no haciendo del oratorio otra cosa que
un lugar de plegaria
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