CAPÍTULO
7,44-48
LA HUMILDAD
«El quinto
grado de humildad es que el monje con una humilde confesión manifieste a su
abad los malos pensamientos que le vienen al corazón y las malas obras
realizadas ocultamente. 45La Escritura nos exhorta a ello cuando nos dice:
«Manifiesta al Señor tus pasos y confía en él». 46Y también dice el profeta:
«Confesaos al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia». 47Y en
otro lugar dice: «Te manifesté mi delito y dejé de ocultar mi injusticia.
48Confesaré, dije yo, contra mí mismo al Señor mi propia injusticia, y tú
perdonaste la malicia de mi pecado».
Hacer
experiencia de la presencia de Dios en nuestra vida es también tener
consciencia de los obstáculos que, a menudo, nosotros mismos, nos ponemos y que
también atribuimos a los demás. San Benito nos sugiere un medio para
liberarnos, y a la vez nos advierte que no es fácil este camino, y añade
todavía que es un camino en el que a menudo tendremos la tentación de escapar.
No es que san
Benito crea que el abad pueda tener un remedio milagroso, una especie de poción
mágica que nos permita huir de las tentaciones. En primer lugar, porque,
ciertamente, no la tiene; y ya es bastante que tenga que luchar contra las
suyas; y en segundo lugar, porque nuestro camino es una lucha contra nuestras
debilidades, tanto físicas como morales, un debate con nosotros mismos con
nuestras incertezas y nuestras falsas seguridades. Como escribe san Juan
Clímaco: una cosa es ser humilde y otra
distinta esforzarse por llegar a serlo; y otra alabar al que lo es. Los
perfectos están en el primer caso; al segundo pertenecen los verdaderos
obedientes; al tercero todos los fieles.
Seguimos un
camino de obediencia a Cristo, con quien nos hemos comprometido libremente, en
el recinto monástico, donde buscamos vivir en estabilidad y conversión de
costumbres.
Muchas son
las tentaciones, escribe el abad de Mont-des-Cats, Guillermo Jedrzejczak, que
tentador también lo es en cierta manera, a menudo sin querer, sin tener
conciencia, el mismo abad, que quizás puede poner palos a las ruedas yendo
contra nuestros deseos, mandando lo que no deseamos hacer, queriendo llevarnos
allá donde no queremos ir. Piedra de tropiezo y obstáculo lo tenemos en nuestra
vocación, en nuestro camino monástico, o en nuestro deseo personal o
capricho. De todo puede haber. La
primera tentación es la de evitar la piedra d tropiezo, de marchar campo a
través si el camino está pedregoso.
Leemos en un
cuento oriental:
En un reino lejano había un rey que colocó
una gran roca en medio del camino principal, de manera que impedía el paso. Y
se escondió para observar lo que sucedía. Los comerciantes más adinerados del
reino y algunos cortesanos que pasaron, rodearon la roca. Muchos se quedaron
delante de la roca para quejarse, y culpar al rey por no mantener los caminos
limpios. Después llegó un campesino con una carga de verduras. Dejó la carga en
tierra y se quedó observando la roca. Intentó moverla e hizo fuerza con una
palanca de madera, hasta que, con fatiga, consiguió apartarla. Mientras recogía
su carga de verduras encontró una bolsa, justamente en el lugar donde estaba
antes la roca. La bolsa contenía una buena cantidad de monedas de oro y una
nota del rey, indicando que era la recompensa por limpiar el camino. El
campesino aprendió lo que los otros no llegan a realizar; pues cada obstáculo
superado es una oportunidad para mejorar la propia condición.
Vivimos en
obediencia, ciertamente lo sabemos, pero deseamos retrasarla, y si puede ser
que sea adecuada a lo que previamente deseamos, mucho mejor.
Tiene su
ironía que el abad escriba sobre la obediencia, y los monjes para evitarse la
obediencia quizás cambiamos de ala de claustro, o nos ponemos la capucha para
no ser vistos ni ver, o evitamos en todo caso el encuentro.
Dice un
apotegma de los Padres del Desierto que “cuatro
ascetas, vestidos con pieles, fueron a encontrar un Padre y cada uno le comentó
la virtud del vecino: uno desayunaba mucho, otro era pobre, un tercero había
cultivado mucho la caridad. Del cuarto se decía que vivía desde hacía 22 años
en obediencia a un anciano. El Padre les respondió: “-Os digo que la virtud de éste
es la más grande. Porque cada uno de vosotros buscando la virtud que desea
adquirir, lo hace según su voluntad, pero el último, renunciando a la propia
voluntad hace la voluntad de otro. Estos hombres son mártires si perseveran
hasta el final”
En una época
en que todos tenemos un inmenso respeto por nuestra interioridad, y que es
necesario también tenerlo por los demás, esta abertura, por no decir desnudo espiritual
delante de los demás, nos incomoda.
También nos
pasa algo semejante con el sacramento de la penitencia. Ciertamente, pertenece
a su práctica, la frecuencia o asiduidad con que nos acercamos a la esfera
personal de cada uno. A mí me toca poner los medios, de hacerlo fácil, y creo
que viene a ser así con un confesor externo. También hay quien acude a
sacerdotes de confianza o sacerdotes huéspedes, pero nos hemos de interpelar
como poder vivir en profundidad nuestra vida de monjes sin acudir a ella.
Escribía el
Papa Benedicto XVI que “con frecuencia
nos encontramos delante de auténticos dramas existenciales y espirituales que
no encuentran respuesta en las palabras de los hombres, pero que son abrazados
y asumidos por al amor divino que perdona y transforma:“Vuestros pecados son
como la escarlata, pero podrían ser blancos como la nieve, son rojos como el
carmín, pero podrían ser como la lana” (Is 1,18). Conocer, y en cierta manera
visitar el abismo del corazón humano, incluso en sus aspectos más oscuros, por
una parte pone a prueba la humanidad y la fe del cristiano, y por otra alimenta
en él la certeza de que la última palabra sobre el mal del hombre y de la
historia la tiene Dios, solamente su misericordia es capaz de hacer todo nuevo”
A Dios no le
podemos esconder ni nuestros malos pensamientos, ni las faltas más secretas,
pues para él “no hay secreto que no haya de revelarse, ni nada escondido que no
haya de saberse” (Mt 10,26) Pero Dios
que es rico en misericordia nos ha amado tanto con un amor tan grande que nos
perdona, él que es bueno es eterno en su misericordia.
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