RB 7,62-70
LA
HUMILDAD
El duodécimo grado de humildad es que el monje, además de ser
humilde en su interior, lo manifieste siempre con su porte exterior a cuantos
le vean; 63es decir, que durante la obra de Dios, en el oratorio, dentro del
monasterio, en el huerto, cuando sale de viaje, en el campo y en todo lugar,
sentado, de pie o al andar, esté siempre con la cabeza baja y los ojos fijos en
el suelo. 64Y, creyéndose en todo momento reo de sus propios pecados, piensa
que se encuentra ya en el tremendo juicio de Dios, 65diciendo sin cesar en la
intimidad de su corazón lo mismo que aquel recaudador de arbitrios decía con la
mirada clavada en tierra: «Señor, soy tan pecador, que no soy digno de levantar
mis ojos hacia el cielo». 66Y también aquello del profeta: «He sido totalmente
abatido y humillado».
67Cuando el monje haya remontado todos estos grados de humildad,
llegará pronto a ese grado de «amor a Dios que, por ser perfecto, echa fuera todo
temor»; 68gracias al cual, cuanto cumplía antes no sin recelo, ahora comenzará
a realizarlo sin esfuerzo, como instintivamente y por costumbre; 69no ya por
temor al infierno, sino por amor a Cristo, por cierta santa connaturaleza y por
la satisfacción que las virtudes producen por sí mismas. 70Y el Señor se
complacerá en manifestar todo esto por el Espíritu Santo en su obrero,
purificado ya de sus vicios y pecados.
En todas
partes, en el oratorio, en el huerto o de viaje, creyéndonos siempre indignos,
humildes, en el corazón y en el gesto; sentados o caminando, echando fuera el
temor y sustituyéndolo por el amor de Dios, podremos avanzar sin esfuerzo, como
por costumbre, amando a Cristo, teniendo el bien como hábito y gustando de
vivir las virtudes hasta recibir la fuerza del Espíritu.
La
virtud e la humildad no solo ocupa a san Benito. También estos días nos ha
hablado el Papa Francisco:
La humildad solamente puede arraigar en
el corazón a través de las humillaciones. Sin ellas no hay humildad ni santidad.
Si tú no eres capaz de soportar y ofrecer algunas humillaciones no eres humilde
y no estás en el camino de la santidad. La santidad que Dios regala a su
Iglesia viene a través de la humillación de su Hijo. Éste es el camino. La
humillación te lleva a asemejarte a Jesús, es parte ineludible de la imitación
de Jesucristo: “Ésta es la vocación que habéis recibido, ya que también Cristo
sufrió por vosotros; así os dejaba un ejemplo para que sigáis sus pasos” (1Pe
2,21). Él, a su vez, expresa la humildad del Padre que se humilla para caminar
con su pueblo, que soporta sus infidelidades y murmuraciones (cfr Ex 34,6-9; Sab 11,23-12,2; Lc 6,36). Por esta
razón los Apóstoles salieron “alegres del Sanedrín por haber sido considerado
dignos de sufrir por el nombre de Jesús” (Hech 5,11)
No me refiero solamente a las
situaciones crueles del martirio, sino a las humillaciones cotidianas de
aquellos que callan por salvar a su familia, o evitar de hablar de sí mismos y
prefieren exaltar a otros en lugar de gloriarse, o eligen las tareas menos
brillantes, e incluso, en ocasiones, prefieren soportar la injusticia para
ofrecerlo al Señor: “Si después de obrar bien tenéis que sufrir y lo soportáis
con paciencia, eso es agradable a Dios” (1Pe 2,20). No es caminar con la cabeza
baja, hablar poco o escapar de la sociedad. A veces, precisamente porque está
liberado de egocentrismo, alguno puede atreverse a discutir amablemente, a
reclamar justicia o defender a los débiles delante de los poderosos, aunque eso
comporte consecuencias negativas para su imagen. (GE, 118)
La
humildad es la regla de oro para el cristiano, pues para quien desea progresar
debe hacerlo mediante el amor, pasando por el camino de la humildad, que es el
camino que el Hijo de Dios escogió.
La
Historia de la Salvación está entretejida de humildad y nos habla de humildad.
Nuestro Dios, precisamente porque es verdadero, porque no es un Dios fingido,
hecho de manos humanas, sino verdadero Dios y verdadero hombre, escogió el
camino de la humildad.
Este
capítulo de la Regla es un escalón en una larga tradición. Su referente más
evidente es Casiano por medio de la Regla del Maestro. Pero en muchos aspectos
de su formulación nos puede desconcertar, a pesar de haberlo escuchado muchas
veces. Evoca un mundo que aparece muy lejano del nuestro. A pesar de eso, si
sabemos ir más allá de las palabras para delimitar la experiencia vivida, de la
cual es expresión, permanece como una luz para todos aquellos que deseen vivir
la misma experiencia, en el marco de una comunidad. Se trata de una experiencia
vivida, se trata de vivirla, de que cada uno escuche, más allá de las palabras,
la resonancia que provocan en nuestro interior, a partir de nuestras propia experiencia y de la de los
otros.
Humildad
es la palabra con la que san Benito recapitula toda su doctrina, apoyándose en
el Evangelio, en las palabras de Jesús: “Todo
aquel que se enaltezca será humillado, pero el que se humilla será enaltecido”
(Lc 14,11). A partir de esta idea san Benito concluye que “por la
exaltación se baja y por la humillación se sube” (RB 7,7). Pero como nos dice
el Papa Francisco “no es que la
humillación sea una cosa agradable, pues sería masoquismo, sino que se trata de
imitar a Jesús y crecer unidos a él. Naturalmente, esto no se entiende y el
mundo se burla de una propuesta como ésta. Es una gracia que necesitamos pedir:
“Señor, cuando lleguen las humillaciones, ayúdame a sentirme junto a ti, en tu
camino” (EG 118).
Se trata
de comportarnos humildemente, considerándonos siempre unos servidores, y
hacernos agradable a Dios y a los otros. Pero todo esto solo adquiere sentido
pleno si lo hacemos por Dios, imitando a Cristo, que no sólo lo proclamó, sino
que lo vivió, y hizo que, humillándose por amor, completara la acción redentora
de la salvación.
Según
Casiano, los monjes al despojarse del orgullo y humillarse entran en el
misterio de Cristo. El ejercicio de la obediencia nos conduce a la humildad.
Doce pasos progresivos,
A través
de los cuales podemos aprender de la manera más conveniente la verdad sobre
nosotros mismos, nosotros que no merecemos nada delante de Dios, que todo lo
tenemos por gracia, que es cuando podemos encontrar el perfecto amor que nos
permite alejarnos de la ansiedad. Esta verdadera humildad del hombre ante Dios
es fundamental, y para san Agustín, padre del monacato occidental, como nos
dice en la Ciudad de Dios, es signo de esta humildad la obediencia y la ascesis
que nos educan a ella.
Como
Casiano y san Agustín, también Ignacio de Loyola nos habla de la humildad y
establece tres grados. El primer tipo es
necesario para la salvación eterna, y consiste en rebajarnos y humillarnos para
obedecer en todo a la ley de Dios. El segundo tipo es una humildad más perfecta
que la primera, y consiste en que nos encontramos en un punto que no deseamos,
ni somos propensos a poseer otra riqueza que la pobreza, a querer otra honra
que la deshonra, a desear otra vida que una vida corta, siempre que todo esto
no afecte a nuestro servicio a Dios. El tercer tipo de humildad es la más
perfecta, incluyendo las dos primeras, siendo igual la alabanza y la gloria de
la divina majestad para imitar a Cristo, nuestro Señor. Y para semejarnos a él
más eficazmente deseamos y escogemos la pobreza con Cristo pobre, el oprobio
con Cristo en lugar de honores, y que nos tengan por insensatos y locos por
Cristo, que no ser tenido por sabios y prudentes (cfr Mt 11,25).
Hoy día
nuestro “yo” es el centro del mundo; se trata de nuestro yo soberbio que
se considera superior a los demás. Y se
cree que lo sabe todo.
Decía
san Juan Pablo II que la mansedumbre y la humildad de corazón no es debilidad,
sino al contrario un signo de fortaleza, de la fortaleza de nuestra fe y de
nuestra vida cristiana.
Pero ser
verdaderamente cristiano, para el Papa Benedicto XVI, quiere decir superar esta
tentación original, que es el núcleo del pecado original: querer ser como Dios,
pero sin Dios. Ser cristiano es ser verdadero, sincero, realista. Y la humildad
es, sobre todo, verdad. Vivir en la verdad, aprender la verdad; que nuestra
miseria es precisamente nuestra grandeza, porque reconociendo que somos
únicamente un pensamiento de Dios, una pequeña pieza de la construcción de su
mundo, y que por eso somos insustituibles, solamente de esta forma, somos
grandes, comenzamos a ser cristianos y a vivir en la verdad. (Cfr. Benedicto XVI Lectio Divina, en el encuentro
con el clero de Roma, al inicio de la Cuaresma, 23, febrero de 2012)
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