CAPITULO 2, 30-40
COMO
HA DE SER EL ABAD
Siempre debe tener muy presente el abad lo que es y recordar el
nombre con que le llaman, sin olvidar que a quien mayor responsabilidad se le
confía, más se le exige. 31Sepa también cuan difícil y ardua es la tarea que
emprende, pues se trata de almas a quienes debe dirigir y son muy diversos los
temperamentos a los que debe servir. Por eso tendrá que halagar a unos,
reprender a otros y a otros convencerles; 32y conforme al modo de ser de cada
uno y según su grado de inteligencia, deberá amoldarse a todos y lo dispondrá
todo de tal manera que, además de no perjudicar al rebaño que se le ha
confiado, pueda también alegrarse de su crecimiento. 33Es muy importante, sobre
todo, que, por desatender o no valorar suficientemente la salvación de las
almas, no se vuelque con más intenso afán sobre las realidades transitorias,
materiales y caducas, 34sino que tendrá muy presente siempre en su espíritu que
su misión es la de dirigir almas de las que tendrá que rendir cuentas. 35Y,
para que no se le ocurra poner como pretexto su posible escasez de bienes
materiales, recuerde lo que está escrito: «Buscad primero el Reino de Dios y su
justicia, y todo eso se os dará por añadidura». 36Y en otra parte: «Nada les
falta a los que le temen». 37Sepa, una vez más, que ha tomado sobre sí la
responsabilidad de dirigir almas, y, por lo mismo, debe estar preparado para
dar razón de ellas. 38Y tenga también por cierto que en el día del juicio
deberá dar cuenta al Señor de todos y cada uno de los hermanos que ha tenido
bajo su cuidado; además, por supuesto, de su propia alma. 39Y así, al mismo
tiempo, que teme sin cesar el futuro examen del pastor sobre las ovejas a él
confiadas y se preocupa de la cuenta ajena, se cuidará también de la suya
propia; 40y mientras con sus exhortaciones da ocasión a los otros para
enmendarse, él mismo va corrigiéndose de sus propios defectos.
Que
se acuerde siempre de lo que es y de cómo lo llaman; y que sepa que se le
exigirá más, ya que más se le ha confiado; tener presente que ha aceptado una
tarea ardua. Este es el
primer núcleo de esta última parte del cap. 2º, dedicado por san Benito al
Abad. La salvación del alma de cada uno ya viene a ser complicada, y solamente
la confianza en la misericordia de Dios nos hace concebir esperanza. Se añade
que el abad ha de tener siempre presente el futuro examen de pastor sobre las
ovejas encomendadas; realmente las posibilidades de salvación se reducen
bastante, por no decir mucho.
San Elredo en su oración pastoral sugiere al
abad decir al Señor: “te pido la
sabiduría, para que permanezca en mí, para que trabaje en mí. Que ella disponga
mis pensamientos, mis palabras, mis actos, todas mis decisiones, según tu
designio y para gloria de tu nombre”[1]
En la primera parte del capítulo san Benito
habla del abad en relación con Cristo del que dice que es vicario, y a quien
representa, y que da lugar a su presencia en la comunidad. Por tanto, el abad
ha de esforzarse por encarnar la bondad de Cristo en relación a sus hermanos, y
transmitirles su enseñanza. Mostrando tanto con su comportamiento, y con sus
palabras la recta doctrina. La primera consecuencia es evitar la acepción de
personas, es decir tener la misma actitud de cara a todos sus hermanos. Es importante
decir que en la época de san Benito la sociedad estaba muy estratificada y las
clases sociales tenían un papel muy importante; eran compartimientos estancos
de difícil superación. Entre la procedencia de los que llegaban al monasterio
estaba la antigua nobleza romana, los sirvientes y los esclavos de la nobleza;
hombres libres como tal eran pocos en la sociedad de aquel momento. El abad
debe tener la misma actitud con todos, pues todos son siervos de Cristo. Más tarde, en la Regla se resumirá diciendo
que hemos de servirnos los unos a los otros. San Benito igual por abajo; todos
sirvientes porque el modelo de todos es Cristo, que vino a servir y no a ser
servido. Así Elredo sugiere al abad orar a
Dios diciendo: “hay dones que
necesito no solo para mí, sino para estos que tú me has ordenado servir, más
que `presidir”.
Esta idea está también presente cuando san
Benito habla del orden en la comunidad, correspondiente al día y a la hora de
nuestra llegada, sea el que sea nuestro origen, edad o condición. La única distinción
en la actitud del abad hacia los hermanos ha de corresponder al mérito de la
vida. San Benito lo expresa diciendo que la caridad ha de ser igual para todos
y la disciplina también. Esta mención de la disciplina, introduce otro aspecto
de la carga que san Benito confía al abad y que lo expresa con la recomendación
incisiva que san Pablo a su discípulo Timoteo: “interpela, exhorta (2Tim 4,2)
y otras expresiones menos severas, pero igualmente exigentes. Si en el
pasado se podía caer en la tentación de corregir constantemente, y, a veces,
con excesiva dureza, la tentación más general, hoy, es la de caer en la
tendencia opuesta. Incluso, en la actualidad se nos puede hacer difícil
entender las recomendaciones que hace san Benito en un contexto social muy
diferente del nuestro. San Benito insta a recuperar a los indisciplinados y a
los turbulentos; a exhortar a los obedientes; a amenazar y castigar a los
descuidados y arrogantes; un lenguaje duro para nuestros oídos, hoy; quizás
hasta podríamos decir políticamente incorrecto. San Benito cree que es
suficiente con una o dos advertencias verbales para reprender; pero esto es
insuficiente para algunos, que es lo que san Benito llama “obstinados y
tozudos, orgullosos y desobedientes”. Esto nos indica que san Benito habla de
la experiencia personal, en sus años de vida comunitaria, durante los cuales
había conocido algunos de estos casos.
Aunque hoy vivimos en un contexto cultural muy
diferente el deber de la corrección fraterna continúa siendo una obligación
evangélica. Si todos los hermanos conocen y
se ejercitan con prudencia, hay que decirlo, este deber de la corrección
fraterna, rara vez lo habrá de ejercer el mismo abad, y quizás solamente en
asuntos más graves. No obstante, no puede el abad renunciar a esta obligación.
No es fácil, por eso san Benito, una vez más, recuerda al abad todas sus
obligaciones, con palabras suficientes para desanimar a cualquiera que desee
ser abad. Pero habitualmente, no se trata de que alguno desee ser abad, sino que
el Espíritu sopla sobre la comunidad para que sea ella quien elija el abad. Así
san Elredo añade a su plegaria “enseña a
tu sirviente como debo consagrarme a ellos; concédeme, Señor, por tu gracia, el
soportar pacientemente sus debilidades, sufrir con ellas con amor, ayúdales con
discernimiento. Ya que les has dado este guía sin experiencia, instruidme,
guíame, gobiérname”.
San Benito se preocupa sobre todo para que el
abad no pierda de vista la salvación de las almas que se le encomiendan, y no
se preocupe tanto de lo transitorio, terrestre y obsoleto. Esto puede ser una
tentación para el abad, para justificarse,
que considerando su tarea como un servicio a los hermanos, y no teniendo
grandes habilidades para guiarlos, enseñarles y corregiros se dedique en su
servicio abacial en gran parte de su tiempo a la gestión material de la
comunidad, o simplemente a otra tarea concreta o a algunos hermanos
determinados.
El abad ha de examinarse siempre ante Dios,
para contemplar si la supuesta generosidad al servicio de la comunidad es
sincera. Por este motivo san Benito le recuerda que son almas enfermas las que
tiene que conducir, y que de ellas deberá dar cuenta. Y para que no pierda el
norte, san Benito añade que no utilice el pretexto
del riesgo de pérdida material, y le recuerda que está escrito que primero de
todo debe buscar el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se le dará por
añadidura. Sería fácil corregir a los demás si no se tenían en cuenta las
faltas propias. Pero el hecho de estar uno mismo lejos del objetivo de ser un
buen monje, de vivir bien este o aquel aspecto de la vida cristiana y
monástica, no puede ser un pretexto para no indicar este objetivo a sus
hermanos. Por ello, san Benito acaba este capítulo recordando al abad que estos
son dos aspectos de la misma responsabilidad: trabajar por corregir a los
demás, corrigiéndose a sí mismo en las propias faltas. Y el hecho de que el
abad tenga sus propias faltas y debilidades no puede ser un pretexto para no
exhortar a los hermanos a una conversión continua, ni es para los hermanos un
pretexto legítimo para no prestar atención a sus enseñanzas y exhortaciones.
Todos tenemos el mismo deber de una conversión continua. Como nos enseña el
beato Guerric: “que resucite, pues, y que
reviva el espíritu de cada uno de nosotros tanto en una plegaria atenta como en
una dedicación solícita”. [2]
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