CAPÍTULO 7,51-54
LA HUMILDAD
(Renovación de votos de fray
Joaquín)
El séptimo grado de humildad es que, no contento con reconocerse
de palabra como el último y más despreciable de todos, lo crea también así en
el fondo de su corazón, 52humillándose y diciendo como el profeta: «Yo soy un
gusano, no un hombre; la vergüenza de la gente, el desprecio del pueblo». 53«Me
he ensalzado, y por eso me veo humillado y abatido». 54Y también: «Bien me está
que me hayas humillado, para que aprenda tus justísimos preceptos.
San
Agustín escribe que la humildad es la madre de todas las virtudes. Hace unos
días el filósofo Francisco Torralba afirmaba que la humildad no es una falta de
autoestima, y menos una humillación, sino un ser consciente de las propias
limitaciones, y a partir de aquí ser capaz de buscar la manera de superarlas,
de mejorar, de avanzar. Avanzar, para nosotros monjes, es hacerlo hacia la
propia meta, y meta de todo cristiano que es la santidad, que es Cristo mismo.
Intentamos resolver la frustración que a veces nos produce la limitación, la
fragilidad, intentando de cambiar las circunstancias, ya que pensamos que de
esta forma podemos eliminar las dificultades y los obstáculos, pero lo que
debemos cambiar es a nosotros mismos, viendo que los obstáculos no nos
imposibilitan la unión con Dios, al contrario, son escalones que nos llevan a
él.
Hoy,
querido fray Joaquín, renuevas tu compromiso con esta comunidad, ciertamente,
pero sobre todo lo renuevas con Cristo. Prometes de nuevo, ante la comunidad,
de unirte a ella, de vivir como monje, de ser obediente, y lo haces poniendo
como testimonio a los santos, a Todos los Santos, que hoy celebramos de una
manera especialísima. Todos los bautizados estamos llamados a la santidad. Es
posible alcanzarla; y también reconocer los signos de santidad en quienes viven
a nuestro lado, en nuestra comunidad, y quizás hoy, de manera especial,
pensamos en un monje en concreto a quien todos queremos por su humildad y su
amor total a Cristo.
Todos
participamos de la función profética de Cristo, que es la santidad de la
“puerta del costado”, como la llama el papa Francisco, aquellos que a nuestro
lado reflejan la presencia de Dios, quienes componen, en otra expresión del
Papa, “la clase media de la santidad”. Todos estamos llamados a ser
evangelizadores, a ser portadores de la Buena Nueva, a caminar hacia la
santidad.
Nos dice
el Concilio Vaticano II: “Todos los
fieles cristianos, de la condición que sean están llamados a la santidad, cada
uno de acuerdo a las gracias recibidas, a la perfección de aquella santidad con
la que es perfecto el Padre”. (LG 40)
Para
alcanzarla hay que vivir con amor y ofrecer nuestro testimonio en las tareas de
la vida de cada día. El camino de la santidad es particular, propio para cada
uno; es una llamada individual a dar lo mejor de nosotros, y no es necesario
emular gestas heroicas, sino la heroicidad humilde del día a día, lo cual nos
corresponde a cada uno. Pero este camino, a la vez es colectivo, por lo tanto,
es responsabilidad de toda la comunidad y de toda la Iglesia.
A lo
largo de tu vida de postulante, querido Joaquín, de tu noviciado, de estos tres
años de profesión temporal, has tenido ocasión de conocer las cosas duras y
ásperas, a través de las cuales se va a Dios en el recinto monástico, y
nosotros de conocer que te preocupas de buscar a Dios de verdad, que eres
celoso por el Oficio Divino, por la obediencia y por las humillaciones. Has
tenido tiempo, en definitiva, de ir pensando sobre el camino hecho, y crees,
sinceramente, que Dios te llama a seguirlo en esta comunidad; por esto, vuelves
a prometer tu compromiso. Estás a punto de acabar una etapa importante,
fundamental, de tu formación como monje; pero no olvides que no has llegado al
final del camino, ni lo acabarás con la profesión solemne, que posiblemente
está próxima. El camino que emprendemos los monjes, el camino de todo
cristiano, solamente puede llevarnos a la santidad, a la vida eterna, al
encuentro con Cristo, de lo contrario vendría a ser un fracaso.
Para
continuarlo tenemos armas espléndidas como la paciencia, la obediencia, y sobre
todo la humildad. Esto, en el tiempo que llevas de vida monástica lo has
comprendido bien, y por ello has elegido este grado de la humildad, un grado
plagado de textos bíblicos, porque has comprendido también que el Oficio
Divino, el trabajo y el contacto con la
Palabra de Dios, son los tres pilares de nuestra vida. La Palabra nos
alimenta espiritualmente, pues mediante ella Dios nos habla y nosotros le
escuchamos. En este grado la Escritura nos muestra que su sentido más profundo
crea en nosotros una confianza total en el Señor, incluso en la adversidad, y
así en las dificultades hay siempre una semilla de esperanza. Este grado es un
paso más hacia el conocimiento de la propia vulnerabilidad, de nuestra
fragilidad, y a la vez una aceptación de sufrimientos y obstáculos que se nos
presentan. No aceptando sin más, sino penetrando en lo más profundo de nuestra
miseria, sin querer instalarnos en un menosprecio de nosotros mismos sino como
un medio para adquirir la sabiduría del corazón y la abertura a Dios que actúa
en la debilidad.
La
vocación no la escogemos nosotros; no se trata de hacer un análisis de los
riesgos, sino de dejarnos llevar por Dios, de enamorarnos de Dios. La vida
monástica no es una segunda opción, sino una entrega radical en la búsqueda de
Cristo en el recinto del monasterio. Si no se vive con radicalidad, con pasión,
no es verdadera vocación.
Somos
llamados todos a la santidad, y respondiendo a esta llamada hay una manera de
vivirla en cada vocación, sea el matrimonio, el sacerdocio o la vida
consagrada. Es nuestra entrega a la voluntad de Dios, a fin de sintonizar con
el Hijo.
La
humildad está en el centro mismo de nuestra experiencia en Cristo. En la vida
monástica renunciamos a nuestra antigua manera de vivir, a ideas y deseos de
nuestra vida anterior; es lo que llamamos “conversatio morum”.
Esta
tarea querido Joaquín, es algo para toda la vida, y llevarla a cabo con ayuda
de la comunidad, viviendo en ella junto a los demás hermanos. Estás ya cerca de
plantearte el compromiso con el Señor de una manera definitiva; que el Señor te
sostenga y tú te apoyes en él, porque nuestra experiencia diaria de debilidad e
ineptitud nos mueve a ser humildes; y la humildad es la base de la vida
espiritual, entendida como un principio para centrarnos en la búsqueda de
Cristo pobre y humilde.
Que el Señor
te bendiga y te acompañe siempre, y a nosotros contigo nos conceda acabar la
carrera de llegar a Cristo, nuestra meta.
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