CAPÍTULO 49
LA OBSERVANCIA DE LA CUARESMA
Aunque de
suyo la vida del monje debería ser en todo tiempo una observancia cuaresmal, 2
no obstante, ya que son pocos los que tienen esa virtud, recomendamos que
durante los días de cuaresma todos juntos lleven una vida íntegra en toda
pureza 3 y que en estos días santos borren las negligencias del resto del año.
4 Lo cual cumpliremos dignamente si reprimimos todos los vicios y nos
entregamos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del corazón
y a la abstinencia. 5 Por eso durante estos días impongámonos alguna cosa más a
la tarea normal de nuestra servidumbre: oraciones especiales, abstinencia en la
comida y en la bebida, 6 de suerte que cada uno, según su propia voluntad,
ofrezca a Dios, con gozo del Espíritu Santo, algo por encima de la norma que se
haya impuesto; 7 es decir, que norma que se haya impuesto; 7 es decir, que
prive a su cuerpo algo de la comida, de la bebida, del sueño, de las
conversaciones y bromas y espere la santa Pascua con el gozo de un anhelo
espiritual. 8 Pero esto que cada uno ofrece debe proponérselo a su abad para
hacerlo con la ayuda de su oración y su conformidad, 9 pues aquello que se
realiza sin el beneplácito del padre espiritual será considerado como
presunción y vanagloria e indigno de recompensa; 10 por eso, todo debe hacerse
con el consentimiento del abad.
Escuchábamos
estos días en el refectorio en la lectura del libro “La eternidad de las horas”
sobre la vida cartujana; en concreto el capítulo referido a la larga caminada
anual. Dom Leo, uno de los novicios, dirigiéndose a un postulante le dice: “me
he de acostumbrar al ritmo, todo es cuestión de ritmo”.
San
Benito nos presenta la vida monástica como algo semejante a una larga caminata,
durante la cual subiremos o bajaremos “colinas”, y nuestro ánimo, un día estará
alto y otro bajo; quizás alguna parte se nos hará pesada, y otras, en cambio,
ligeras, pero si mantenemos el ritmo, si no aflojamos, si no desesperamos nunca
de la misericordia de Dios, descubriremos que una vez superamos el momento,
gracias a nuestro esfuerzo, el paisaje se torna mejor que el que hemos dejado
atrás, y así cada etapa.
Para
caminar nos pide san Benito hacerlo esforzándonos, como si en todo tiempo
estuviéramos en Cuaresma, como si siempre tuviéramos delante una colina para
subir, pero con ganas de llevarlo a cabo, sin perder nunca el ritmo ni la
ilusión. Parece fácil, pero a veces, en la práctica, no lo es tanto. La misma
Regla, el mismo ritmo de nuestra vida nos ayuda, pero debemos dejarnos ayudar
aceptando el ritmo que san Benito piensa para nuestra vida, y que es fruto de
una larga experiencia personal. Si empezamos a caminar ahora sí, ahora no, si
un día corremos y otro nos despistamos, corremos el riesgo de perder el ritmo,
y puede pasar que no volvamos a recuperarlo.
¿Qué sucede,
entonces? Que nos atrofiamos
espiritualmente, que vamos cojos y cada día nos cuesta más dar un paso, cada
etapa una misión más imposible, para, finalmente, no llegar nunca a la meta,
víctimas de la artrosis espiritual que nos ganamos a pulso. Nada, dice, de
quejarnos que otro avanza, pues si no ponemos todo el corazón, todo el esfuerzo
por nuestra parte, nunca llegaremos a la meta.
No es
sólo teoría espiritual, sino la cruda realidad. Así podemos tener dificultades
ciertas para participar, por ejemplo, en maitines, que nos cuesta levantarnos…,
entonces necesitamos pedir la ayuda del Señor para discernir si son
dificultades insalvables, y después que nos dé fuerza para levantarnos de la
postración, porque puede suceder que un día no nos podamos levantar para acudir
ni una sola vez, lo cual es triste, muy triste, pues perdemos una etapa del
paseo espiritual diario. Y así en otras muchas cosas.
La
caminata empieza con nuestro ingreso en el monasterio, pero también se inicia
cada día, cuando todavía no se ha desvanecido la noche y cuando nuestra boca
está llamada a proclamar la alabanza al Señor. Si nos incorporamos más tarde
tendremos que correr y vamos a tener la sensación de un ahogo interior que nos
impide avanzar. No hacemos solos el camino cada mañana, sino con una comunidad,
y bajo la guía del Evangelio y de la Regla, que nos marcan la ruta, como
aquellos mapas que fascinaban a uno de los novicios cartujanos de la lectura
del refectorio, porque le permitían conocer la ruta y planear la caminata. Cada
mañana y cada tarde tenemos la ocasión de profundizar por medio de la Lectio en
estos mapas que guían nuestra ruta, profundizando en la Palabra de Dios, porque
no debemos de olvidar que “hacemos sus
caminos siguiendo la guía del Evangelio, a fin de merecer contemplar Aquel que nos
llama a su reino”, como nos dice san Benito (RB Pro,21)
Son
pocos quienes tienen fortaleza, dice la Regla, por lo tanto, es necesario que
nos ayudemos a caminar con la oración, con la lectura y con una alegría plena
de delicia espiritual, celosos por el Oficio divino, no menospreciarlo, no
ausentándonos, perseverando, para no caer en la tentación de lanzar la toalla a
la primera o a la segunda dificultad, abandonando temerosos, o cayendo en una
vida acomodada de baja intensidad espiritual. Entonces, no hacemos camino, no
avanzamos y corremos el riesgo de no llegar a ver nunca a Aquel que nos ha
llamado.
No hay
ningún camino espiritual en el podamos detenernos o descansar a medio camino
como si hubiéramos llegado a la meta. A Dios no llegamos nunca sino es al final
del camino, de la vida. El camino que recorremos es un camino de conversión y
si no vamos avanzando, nuestra vida vendrá a ser estéril, vacía y falsa. Para
avanzar con cierta seguridad no hace falta obsesionarnos por llegar a la meta
ni detenernos para mirar un pasado que ya ha pasado, y seguro que no volverá, y
que podemos idealizar para comodidad nuestra.
Cada día
Dios nos presenta un nuevo reto en donde nos dice lo que quiere de nosotros, y
no nos pide escalar altas montañas, sino la constancia, sin presunción ni
vanagloria. Porque otro riesgo en el camino es considerarnos por encima de los
otros y entonces creer que no necesitamos avanzar más hacia Dios, que ya no es
necesario dar más de nosotros al Señor, porque hemos llegado a la cima, cuando,
de hecho, nos falta mucho para culminar. Intentemos de vivir siempre nuestra
vida con toda pureza, con una intensidad cuaresmal, evitando, tanto como
podamos, las negligencias con la ayuda de Cristo.
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