domingo, 5 de mayo de 2019

CAPÍTULO 27 LA SOLICITUD QUE EL ABAD DEBE TENER CON LOS EXCOMULGADOS


CAPÍTULO 27
LA SOLICITUD QUE EL ABAD DEBE TENER CON
LOS EXCOMULGADOS

El abad se preocupará con toda solicitud de los hermanos culpables, porque «no necesitan médico los sanos, sino los enfermos». 2Por tanto, como un médico perspicaz, recurrirá a todos los medios; como quien aplica cataplasmas, esto es, enviándole monjes ancianos y prudentes, 3quienes como a escondidas consuelen al hermano vacilante y le muevan a una humilde satisfacción, animándole «para que la excesiva tristeza no le haga naufragar», 4sino que, como dice también el Apóstol, «la caridad se intensifique» y oren todos por él. 5Efectivamente, el abad debe desplegar una solicitud extrema y afanarse con toda sagacidad y destreza por no perder ninguna de las ovejas a él confiadas. 6No se olvide de que aceptó la misión de cuidar espíritus enfermizos, no la de dominar tiránicamente a las almas sanas. 7Y tema aquella amenaza del profeta en la que dice Dios: «Tomabais para vosotros lo que os parecía pingüe y lo flaco lo desechabais». 8Imite también el ejemplo de ternura que da el buen pastor, quien, dejando en los montes las noventa y nueve ovejas, se va en busca de una sola que se había extraviado; 9cuyo abatimiento le dio tanta lástima, que llegó a colocarla sobre sus sagrados hombros y llevarla así consigo otra vez al rebaño.
 
Somos enfermos, nuestras almas están enfermizas; nuestra debilidad se nos hace presente cada día, lo cual es algo a tener presente. San Benito es bien consciente de esta realidad, y sabe que el ideal de la vida monástica es posible, o, por lo menos, debemos intentarlo, ya que consciente o inconscientemente, somos también nosotros mismos quienes ponemos la dificultad en el camino hacia ese ideal.

Son nueve los capítulos que san Benito dedica a este tema, a las faltas graves, el llamado Código penal de la Regla, la excomunión, como enmendar nuestras faltas… todo esto que trata con contundencia y a la vez con caridad.

Escribe Dom Guillermo, Abad de Mont des Cats, que a menudo no entendemos la corrección, que imaginamos que no acceder a nuestras pretensiones implica una especie de discriminación, de persecución, y tendemos a demonizar al superior, a otros hermanos o a la comunidad incluso. La cosa se complica más si sucumbimos a la tentación de lavar los trapos sucios fuera de casa, porque entonces implicamos a terceros, y hacemos una verdadero mal a la comunidad. Ante la dificultad de una negativa o de una frustración, real o no real es preciso afrontarla con fortaleza. Nuestra fortaleza no debe ser un reforzar nuestro “ego”, sino que debe venir de la plegaria, de la meditación asidua de la Palabra de Dios, de la práctica del sacramento de la reconciliación… Si descuidamos estas premisas cuando planteamos nuestra situación acabamos por hacer una defensa numantina del nuestro propio “deseo”, que incluso, a veces, los mismos ciudadanos de Numancia envidiarían. Es muy importante, fundamental, llevar al día nuestro cuidado espiritual, esforzarnos por tener una salud espiritual aceptable, pues si fallamos aquí nuestro horizonte se hace más problemático.

Bernarde ad quid venisti?  Bernardo, ¿a qué has venido?

Era la pregunta que san Bernardo se hacía con frecuencia, según dicen los cronistas. Esta misma pregunta quizás nos la deberíamos de plantear nosotros a menudo: cuando siendo todavía noche y suena la campana, mientras, quizás, nosotros, damos media vuelta en el lecho, cuando debemos ir satisfechos al encuentro del Señor en la primera plegaria del día; cuando estamos en el Oficio divino para participar en una alabanza al señor y nos reclinamos como hastiados con la boca cerrada en el coro.

Hemos venido al monasterio para desarrollar una tarea concreta, configurada ya desde siglos, y a ponernos a disposición de una comunidad, es decir del Señor con una total disponibilidad.

No son simples preguntas retóricas. Son preguntas que afectan a nuestra vida y a la de la comunidad, y según sea la respuesta nuestra vida monástica será viva o se irá secando hasta venir a ser un “seco cadáver”.

Para poder avanzar, para poder caminar hacia Cristo, nos debemos sentir débiles, enfermizos, pues si, por el contrario, nos sentimos autosuficientes sería algo grave. Para que nos puedan ayudar debemos sentirnos necesitados de ayuda. Con frecuencia, no es que nos cerremos a la ayuda del superior o de los hermanos, sino que nos cerramos a la ayuda del mismo Dios. Sería absurdo que el superior se sienta el salvador del mundo, pues no es sino un débil entre los débiles. Es entre todos que debemos caminar hacia el Señor, hacia Cristo, nuestro rey verdadero. La ilusión de creernos salvadores del mundo no es una buena compañía, para este camino que nos pide san Benito, y que debe ser realizado con humildad.

Como dice el Papa Francisco “nos hace bien saber que no somos el Mesías… Cuando hay triunfalismo Jesús no está presente. O bien si hay triunfalismo es un paso previo al Viernes Santo. El único triunfalismo real es el del Domingo de Ramos. Aquí está el Señor. Este triunfalismo te dice: “Tú, prepárate para lo que viene… No hay soluciones mágicas, el triunfalismo nunca es de Jesús. El triunfo de Jesús, de verdad es siempre el de la cruz”.

Los celos, el deseo de llamar la atención, y la ilusión de creerse salvadores del mundo son tres agujeros en los que tenemos el peligro de caer en un momento o en otro de nuestra vida monástica; lo bueno es saber que hemos caído, y aceptar la mano que nos ayuda a salir y buscar colaborar por nuestra parte, para hacer real esta ayuda, y no arrastrarle también al pozo.

La verdadera compasión comienza donde acaba nuestro egoísmo, actúa donde retrocede nuestro egoísmo natural, intrínseco a nuestra personalidad, contra el que debemos luchar cada día.

¿A qué hemos venido al monasterio?

A ser monjes, dijimos un día, no a hacer esta u otra cosa que también podíamos hacer fuera del monasterio. No hacía falta que Dios nos llamara aquí. Si nos ha llamado es para hacer su voluntad, pues de lo contrario no tiene sentido nuestra permanencia aquí, ciertamente sin angustias ni anacrónicos sacrificios, pero con generosidad y honradez y limpieza. No sufrimos por nuestros pecados, por nuestras deficiencias, sino sobre todo por nuestra incapacidad de reconocerlos. Esta es la verdadera causa de nuestro sufrimiento. Si no acudimos nunca al sacramento de la reconciliación no parece que tengamos deseos de reconocer nuestras faltas y sentirnos necesitados del perdón de Dios. Cuando acudimos a Dios, pidiendo perdón, como el publicano en el templo, nos sentimos poca cosa. Entonces él nunca nos mira con altivez sino que alarga su mano para sacarnos del pozo de nuestra debilidad, donde nos han llevado nuestras fuerzas enfermizas. La insensibilidad ante nuestra propia debilidad nos paraliza el alma a todos a lo largo de nuestra vida. Lo experimentamos en uno u otro momento de la vida, y cerrándonos no salimos, sino abriéndonos al perdón.

Un judío que había estado en un campo de concentración conociendo que un amigo suyo del campo estaba gravemente enfermo fue a encontrarlo y le preguntó: “¿ya has perdonado a los nazis?”. Él le respondió: -de ninguna manera, los odio todavía con más fuerza”. Quién le visitaba le dice: -“entonces, todavía te tienen prisionero”.

El perdón nos libera, buscar el perdón es ponerse en un camino de libertad, lo mismo que recibir el perdón; aventar las cenizas del rencor, poner el dedo en las llagas de las heridas una y otra vez no nos lleva sino a una vida más enfermiza.

Es lo que nos dice san Gregorio el grande en uno de sus sermones:

“las almas que están en Dios no piden para que se aparte nada de la voluntad de Aquel que contemplan, sino que con más fervor se unen a él, pero se sienten movidas a pedir aquello que saben está dispuesto a hacer… No irían de acuerdo a la voluntad del Creador si no pidieran lo que ven que es su voluntad; y no estarían tan unidas a él, si llamaran con pocos deseos a la puerta de quien está dispuesto a dar”:


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