domingo, 30 de junio de 2019

CAPÍTULO 2, 23-29 COMO HA DE SER EL ABAD

CAPÍTULO 2, 23-29
COMO HA DE SER EL ABAD

El abad debe imitar en su pastoral el modelo del Apóstol cuando dice: «Reprende, exhorta, amonesta». 24Es decir, que, adoptando diversas actitudes, según las circunstancias, amable unas veces y rígido otras, se mostrará exigente, como un maestro inexorable, y entrañable, con el afecto de un padre bondadoso. 25En concreto: que a los indisciplinados y turbulentos debe corregirlos más duramente; en cambio, a los obedientes, sumisos y pacientes debe estimularles a que avancen más y más. Pero le amonestamos a que reprenda y castigue a los negligentes y a los despectivos. Y no encubra los pecados de los delincuentes, sino que tan pronto como empiecen a brotar, arránquelos de raíz con toda su habilidad, acordándose de la condenación de Helí, sacerdote de Silo. 27A los más virtuosos y sensatos corríjales de palabra, amonestándoles una o dos veces; 28pero a los audaces, insolentes, orgullosos y desobedientes reprímales en cuanto se manifieste el vicio, consciente de estas palabras de la Escritura: «Sólo con palabras no escarmienta el necio». 29Y también: «Da unos palos a tu hijo, y lo librarás de la muerte».

Cuando los comentaristas de la Regla hablan del llamado código penal de san Benito, nos viene la reflexión de que son cosas de otros tiempos. En la sociedad de la Alta Edad Media, que es donde vivió san Benito, incluso algunas conquistas fruto del derecho romano se habían perdido y no nos sirven para practicarlas hoy. Pero hay algo que no ha pasado, y es nuestra naturaleza humana, que según esta podemos ser indisciplinados, inquietos, negligentes, o también obedientes, pacíficos, de espíritu delicado…Parece que san Benito, a lo largo de su experiencia de vida monástica se encuentra con esta diversidad de tipologías en las comunidades y saca sus conclusiones.

Si partimos de la base de que hemos venido al monasterio a buscar a Dios, convencidos de que Dios nos ha llamado para estar a su servicio, todo sería más fácil. Buscar a Dios es el objetivo de nuestra vida, de nuestra venida al monasterio, como le decía el P. Francisco a la periodista Pilar Rahola durante el coloquio sobre su libro “SOS Cristians”. Este punto de partida es cierto, pero a esto se añade inevitablemente nuestra fragilidad humana, nuestra imperfección.

¿Cómo afrontarlo?, ¿cómo superarlo? San Benito nos sugiere diversas maneras, tantas como personas y casos, pero el objetivo es la rectitud de nuestro camino, hacernos conscientes de que nos podemos alejar de Dios, que podemos enturbiar nuestra mente buscando nuestra voluntad. Nos cuesta rectificar, y en situaciones mucho más, cuando lo podemos considerar una derrota, una muestra de debilidad de la que creemos que otros se pueden aprovechar.

Y esto sirve para todos, pues el abad no es sino otro monje, imperfecto entre los imperfectos, pues perfecto solamente lo es Dios. Puede ser la causa de que no nos confiemos del todo a Dios, que no nos dejemos llevar por él, y sacamos las manos del timón de la barca de nuestra vida tantas veces como veamos necesario, cuando un mínimo cambio de rumbo no nos agrada o sospechamos que no va en la buena dirección, en la que es más cómoda, es decir, en la que nosotros creemos que nos conviene más. Intentamos controlar al máximo nuestra vida, aunque no siempre podemos controlar todo, pues, por ejemplo, una enfermedad no la elegimos nosotros, ni podemos influir mucho o nada en el tiempo, y en el modo de como lo ven nuestros hermanos mayores.

Ha pasado ya el tiempo de aquellas humillaciones piadosas para unos y no tanto para otros, cuando se imponían con dudosa intencionalidad. Se ha vuelto a la raíz, como nos ha recordado M. Hildegarda esta semana al hablarnos de la Carta de Caridad. Algunos valores de nuestra sociedad democrática son herencia del cristianismo, incluso del monaquismo, que se han desvirtuado.

No debemos disimular los pecados, nos dice san Benito, no minimizar nuestras faltas, pues de aprendeos den nuestros errores, así como también de la reprensión, interpelación o exhortación. Lo que cuenta es es progresar, caminar hacia Cristo. Esto no quiere decir adoptar un continuo sentimiento de culpabilidad, ni tampoco adoptar una moral laxa. Cuando hacemos una cosa mala, cuando no hacemos bien, somo nosotros mismos quienes nos hacemos conscientes, sino es que ya hicimos la falta con cierta premeditación. Y estas faltas viene de nuestra insatisfacción, de una cierta frustración, al no conseguir lo que queríamos, quizás satisfacer nuestro capricho.

Se explica que un santo estaba cansado de las peticiones de un devoto y le dijo: “He decidido concederte las tres cosas que me pides. Después ya no te daré nada más”

El devoto lleno de gozo hizo su primera petición:  que muriese su mujer, pues no podía soportarla. Pero cuando logró esto fue consciente de no haber reconocido lo suficiente las virtudes de su mujer, y ahora la encontraba a faltar. Entonces pidió al santo que le devolviese la vida. Al que no ya más que una petición, pasó unos años atormentado en pensar cual podía ser esta tercera petición, y pedía consejo a los demás. Finalmente pidió consejo al mismo santo, y éste le respondió: “Pide ser capaz de estar satisfecho con lo que el Señor te ofrece, sea lo que sea, sin atormentarte por desear lo de los otros”. Sucede que empleamos muchos esfuerzos en intentar sacarnos de encima lo que nos molesta, más que el mirar de poder aceptarlo.

Tenemos que poner a Dios por delante, en cuanto apuntan las faltas, intentar extirparlas de raíz y dejar que nos ayuden a extirparlas, si nosotros no nos vemos con fuerza o no podemos. No nos agrada que nos corrijan, que nos enmienden la plana, pero debemos confiar en Aquel que está por encima de todo, que quiere nuestro bien, y es a quien hemos venido a buscar al monasterio.

Nos dice san Pablo: “Mirad de no convertir la libertad en un pretexto para hacer vuestra propia voluntad” (Gal 5,14)

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