domingo, 19 de enero de 2020

CAPÍTULO 7,56 – 58 LA HUMILDAD


CAPÍTULO 7,56 – 58
LA HUMILDAD

El noveno grado de humildad es que el monje domine su lengua y, manteniéndose en la taciturnidad, espere a que se le pregunte algo para hablar, 57ya que la Escritura nos enseña que «en el mucho hablar no faltará pecado» 58y que «el deslenguado no prospera en la tierra»

Las palabras silencio y taciturnidad aparecen diversas veces en la Regla. Con la obediencia o la paciencia, el silencio y la taciturnidad, son para san Benito unos instrumentos, que nos permiten acercarnos a Dios. Dedica todo el capítulo VI a la taciturnidad, y también hace una especial referencia a lo largo de la Regla a la práctica del silencio en el refectorio, para escuchar la lectura, al oratorio para orar con atención los salmos, o el gran silencio entre Completas y Laudes.

El silencio y la taciturnidad son el medio para conseguir el objetivo que centre nuestra vida, que no es otro que Cristo, y buscarlo con toda la intensidad de que seamos capaces. El silencio se contrapone, a menudo a palabra ociosa, vana, el peligro de hablar por hablar, con el riesgo de caer en la presunción, la vanagloria, la mentira o la exageración, con tal de centrar la atención. O bien, lo que es peor, que nuestra palabra haga daño a los hermanos. Para san Benito vale más callar que hablar, si este hablar puede comportar un daño para nuestra vida o la de los hermanos.

Pero el silencio no está hecho, lo debemos construir o procurar. A menudo nos resulta más fácil romper lo que ya está que construirlo; es más fácil decir algo que haga reír, o que nos proporcione un talante de ingeniosos, que no guardar silencio. Por eso, en la tradición monástica el silencio constituye un elemento primordial. No es solo una necesidad para la convivencia, o una exigencia para la paz en el claustro. Es necesario para escuchar a Dios, un silencio que nos lleve al recogimiento, a escuchar con atención lo que Dios nos quiera decir, un silencio que viene a ser taciturnidad. Hay un silencio exterior, pero sobre todo un silencio interior, porque un silencio que sea solo ausencia de ruido y de palabras, estaría privado de una utilidad espiritual.

La búsqueda de Dios exige a la vez un silencio integral, la taciturnidad. El silencio exterior solo puede ser fecundo cuando se refleja en un silencio interior; están íntimamente relacionados, son interdependientes, viniendo de esta forma a ser un silencio de labios, de corazón y de mente a la vez. Si este silencio nos predispone a abandonar, por ejemplo, la curiosidad, a no centrarnos en las cosas materiales nos hará más disponibles para vivir la presencia de Dios.

El silencio interior consiste en hacer callar todo aquello que nos puede distraer de la atención a Dios. No es fácil adquirirlo, lograr que con su práctica toda nuestra atención, exterior e interior, se centre en Dios. Por esto, es preciso construir primero el silencio exterior. No vivido como imposición sino deseado para escuchar la voz de Dios, para poder escucharlo con la mayor nitidez posible. Es duro permanecer sordo a los ruidos interiores que nos aturden, sean pensamientos, sentimientos, actitudes, miedos, juicios, complejos; todo aquello que nos agrada de nosotros mismos, y que rechazamos, pero que centra nuestra atención y nos impide escuchar a Dios con claridad. Pero, quizás es más duro todavía, que sean los malos pensamientos y deseos los que nos ensordecen con respecto a los otros.

San Benito hace servir la expresión taciturnidad, que no es lo mismo que el silencio. Aunque la palabra taciturnidad en su uso corriente tenga un perfil peyorativo, y que adjetivar a una persona de taciturna no es precisamente un elogio, san Benito utiliza la palabra de acuerdo a la nitidez de su origen. Nos habla alternativamente de las palabras taciturnidad y silencio. Hace servir la palabra silencio con un matiz más disciplinario, al hablar de un silencio nocturno, durante las comidas. Quiere decir silencio estricto, ausencia de toda palabra, silencio exterior. En cambio, taciturnidad denota sobriedad, sensatez, moderación en el uso de la palabra, e incluso algunas traducciones hablan de amor al silencio. Cuando hablamos de silencio y de taciturnidad nos olvidamos a menudo del silencio como una tarea, como una exigencia de trabajo interior, de conversión.

Para los monjes el silencio no es una técnica de distensión o de profundización como lo es para otras espiritualidades, ni tampoco un método para desconectarse del entorno. El silencio viene a ser una exigencia moral, para eliminar nuestras actitudes viciadas, combatir nuestro egoísmo y poder abrirnos a Dios.

Solo viene a ser un silencio fecundo, si dejamos espacio para la voz de Dios. Un silencio que venga a ser taciturnidad no permite ir subiendo con firmeza los grados de la humildad.


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