domingo, 12 de enero de 2020

CAPÍTULO 7,31-33 LA HUMILDAD


CAPÍTULO 7,31-33

LA HUMILDAD

 El segundo grado de humildad es que el monje, al no amar su propia voluntad, no se complace en satisfacer sus deseos, 32sino que cumple con sus obras aquellas palabras del Señor: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado». 33Y dice también la Escritura: «La voluntad lleva su castigo y la sumisión reporta una corona». 

La vida monástica está dominada por algo que le da sentido pleno, y que es su centro: la búsqueda de Dios, que se nos revela de modo especial en la Palabra. Nada más empezar la subida por los grados de la humildad nos encontramos tres palabras interesantes: voluntad, deseo y hechos.

Si abordamos la vida monástica desde la dimensión exterior, es decir desde la práctica, desde los hechos, nos encontramos que el monje es aquel que renuncia con más o menos dificultad a diversas cosas, con un objetivo claro: “es preciso que él crezca y que yo disminuya (Jn 3,30).  Es decir, adecuar nuestra voluntad a la voluntad del Señor. En este sentido de desprenderse de la propia voluntad para acomodarse a la voluntad de Dios, no se trata de una anulación del propio deseo, tampoco de acomodarse al deseo de otro que no sea el del Señor.
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San Benito no nos dice de renunciar a la propia voluntad, sino de que no la pongamos `por encima de la del Señor, a quien hemos venido a servir, a través de la Regla de san Benito. Podemos tener el peligro, o la tentación de seguir nuestros propios deseos, aun pensando que seguimos la voluntad del Señor, cuando nos hacemos una regla a nuestra medida, o al nuestro deseo, y su medida es el menosprecio de la voluntad de los demás, y de la del Señor. Sería el pecado de una impostura espiritual.

Los monjes no renunciamos a nosotros mismos, ni renunciamos a nada por el mero hecho de renunciar, como dice Luis Bouyer. Esta renuncia no implica condenar nada, sino crear un orden preferencias. Al final, el objetivo es adecuar nuestra voluntad a la del Señor en la mayor medida posible, y esto solo es posible amándole a él y a los demás como a nosotros mismos, y para amarlo es preciso ejercitarse en su presencia, sentirlo cerca, de manera que nuestra voluntad se sienta fortalecida para adecuarse a la suya.

Afirmar en nuestra sociedad que renunciar a la voluntad es bueno puede aparecer como una anomalía, pues estamos educados para un ejercicio de la independencia de la propia voluntad. Eso sería si la concepción de la humildad fuera la de hace unos años, cuando era sinónimo de docilidad, de sumisión, de falta de iniciativa. No es esto el renunciar a los propios deseos, sino más bien poner los dones al servicio del Señor y de los otros.

Situar correctamente, hoy, este grado de humildad, puede no ser fácil, a no ser que lo consideremos en su justo sentido, no como aniquilador de la propia voluntad. No como un renunciar a lo positivo de una voluntad personal, ya que entonces nos deberíamos preguntar la razón de dicha renuncia, y seguramente nos haríamos conscientes, entonces, que era en favor de la voluntad de otros, o de los propios deseos, o del capricho, y eso sería alejarnos de la voluntad del Señor. 

Los monjes venimos al monasterio para seguir a Cristo y volver por el camino de la obediencia al Padre, de quien el hombre se ha alejado por la desobediencia (RB Pro.2).

El Hijo de Dios viene a ser el modelo, y él aprendió la obediencia a través del sufrimiento, “aún siendo el Hijo, aprendió en los sufrimientos que es obedecer (Hebr 5,8). Este es el camino para el cristiano que quiere seguir a Cristo, que es muy explícito en sus exigencias: “Si alguno quiere venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga” (Mt 16,24). Esta es la primera actitud a contrastar por el monje. ¿Estamos dispuestos a esto, a aceptar la cruz? No es hoy rara, en nuestras comunidades, la experiencia de ver marchar a un monje que parecía un excelente candidato; quizás era feliz en la vida monástica, pero mientras se hallaba en un ambiente agradable, donde se valoraban sus talentos, se desarrollaban sus capacidades o, Dios no lo quiera, se le adulaba. Pero cuando llega una prueba con cierto grado de dureza, cuando llega la cruz, toda nuestra vida corre el riesgo de sumergirse en la duda, y entonces, nuestra voluntad corre el riesgo de querer imponerse a la del Señor.

Sin aceptación de la cruz no tiene sentido la vida monástica, la vida cristiana. Una cruz que puede ser grande o pequeña, que de todo hay, pero cargarla de manera gratuita no es la voluntad del Señor; porque, inevitablemente, elegimos la que nos va mejor a nosotros, cuando es preciso cargársela, o dejarla en el camino y huir lo más rápidamente posible. No es una mera cuestión teórica, el conflicto de voluntades, la lucha o la convivencia con nuestros deseos. Es el tema de cada día, la lucha diaria. Escuchar la Palabra en la lectio, sacar “gusto” a los salmos en la Liturgia, llevar una vida equilibrada de plegaria y de trabajo, nutrirnos fundamentalmente de la Eucaristía, nos puede ayudar a discernir qué quiere Dios de nosotros y ver si estamos dispuestos a dar a Dios lo que le corresponde, que es, en definitiva, nosotros mismos.

Como dice el P. Jon Sobrino, se trata de mirar que nos falta de sencillez, y qué nos sobra de orgullo.
Preguntaron a Abba Poemen como obrar, y respondió: “Sed discretos hacia los extraños, respetad a los ancianos y no impongáis vuestro propio punto de vista”, es decir actuar según la voluntad de Dios.

Este segundo grado de humildad se deriva del primero. Si amamos a Dios por encima de todo, si lo tememos en el sentido que da al término san Benito, y lo tenemos siempre presente, amaremos también su voluntad sobre la nuestra. Renunciando a un excesivo afecto por nuestra voluntad, al deseo de imponerla sobre cualquiera otra consideración, y acomodándonos cada vez más al deseo y a la voluntad de Dios, y mirando a nuestro entorno con la mirada de Dios, porque toda la vida depende de la voluntad de Dios y lo hombres imágenes suyas. Desear lo que queremos, querer lo que quiere Dios para nosotros y demostrarlo con hechos.

Como nos dice san Agustín: “Es difícil que viva mal el que cree bien. Creed bien de todo corazón, sin claudicar, sin vacilar, sin argumentar contra esta misma fe con sospechas humanas. Se llama fe, precisamente, porque uno hace lo que dice” (Sermón 49,2-3)


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