CAPÍTULO
7,31-33
LA
HUMILDAD
El
segundo grado de humildad es que el monje, al no amar su propia voluntad, no se
complace en satisfacer sus deseos, 32sino que cumple con sus obras aquellas
palabras del Señor: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la del que me ha
enviado». 33Y dice también la Escritura: «La voluntad lleva su castigo y la
sumisión reporta una corona».
La vida monástica
está dominada por algo que le da sentido pleno, y que es su centro: la búsqueda
de Dios, que se nos revela de modo especial en la Palabra. Nada más empezar la
subida por los grados de la humildad nos encontramos tres palabras
interesantes: voluntad, deseo y hechos.
Si abordamos la
vida monástica desde la dimensión exterior, es decir desde la práctica, desde
los hechos, nos encontramos que el monje es aquel que renuncia con más o menos
dificultad a diversas cosas, con un objetivo claro: “es preciso que él
crezca y que yo disminuya (Jn 3,30).
Es decir, adecuar nuestra voluntad a la voluntad del Señor. En este
sentido de desprenderse de la propia voluntad para acomodarse a la voluntad de
Dios, no se trata de una anulación del propio deseo, tampoco de acomodarse al
deseo de otro que no sea el del Señor.
.
San Benito no nos
dice de renunciar a la propia voluntad, sino de que no la pongamos `por encima
de la del Señor, a quien hemos venido a servir, a través de la Regla de san
Benito. Podemos tener el peligro, o la tentación de seguir nuestros propios
deseos, aun pensando que seguimos la voluntad del Señor, cuando nos hacemos una
regla a nuestra medida, o al nuestro deseo, y su medida es el menosprecio de la
voluntad de los demás, y de la del Señor. Sería el pecado de una impostura
espiritual.
Los monjes no
renunciamos a nosotros mismos, ni renunciamos a nada por el mero hecho de
renunciar, como dice Luis Bouyer. Esta renuncia no implica condenar nada, sino
crear un orden preferencias. Al final, el objetivo es adecuar nuestra voluntad
a la del Señor en la mayor medida posible, y esto solo es posible amándole a él
y a los demás como a nosotros mismos, y para amarlo es preciso ejercitarse en
su presencia, sentirlo cerca, de manera que nuestra voluntad se sienta
fortalecida para adecuarse a la suya.
Afirmar en nuestra
sociedad que renunciar a la voluntad es bueno puede aparecer como una anomalía,
pues estamos educados para un ejercicio de la independencia de la propia
voluntad. Eso sería si la concepción de la humildad fuera la de hace unos años,
cuando era sinónimo de docilidad, de sumisión, de falta de iniciativa. No es
esto el renunciar a los propios deseos, sino más bien poner los dones al
servicio del Señor y de los otros.
Situar
correctamente, hoy, este grado de humildad, puede no ser fácil, a no ser que lo
consideremos en su justo sentido, no como aniquilador de la propia voluntad. No
como un renunciar a lo positivo de una voluntad personal, ya que entonces nos
deberíamos preguntar la razón de dicha renuncia, y seguramente nos haríamos
conscientes, entonces, que era en favor de la voluntad de otros, o de los
propios deseos, o del capricho, y eso sería alejarnos de la voluntad del Señor.
Los monjes venimos
al monasterio para seguir a Cristo y volver por el camino de la obediencia
al Padre, de quien el hombre se ha alejado por la desobediencia (RB Pro.2).
El Hijo de Dios
viene a ser el modelo, y él aprendió la obediencia a través del sufrimiento, “aún
siendo el Hijo, aprendió en los sufrimientos que es obedecer (Hebr 5,8).
Este es el camino para el cristiano que quiere seguir a Cristo, que es muy
explícito en sus exigencias: “Si alguno quiere venir conmigo, que se niegue
a sí mismo, que tome su cruz y que me siga” (Mt 16,24). Esta es la primera
actitud a contrastar por el monje. ¿Estamos dispuestos a esto, a aceptar la
cruz? No es hoy rara, en nuestras comunidades, la experiencia de ver marchar a
un monje que parecía un excelente candidato; quizás era feliz en la vida
monástica, pero mientras se hallaba en un ambiente agradable, donde se
valoraban sus talentos, se desarrollaban sus capacidades o, Dios no lo quiera, se
le adulaba. Pero cuando llega una prueba con cierto grado de dureza, cuando
llega la cruz, toda nuestra vida corre el riesgo de sumergirse en la duda, y
entonces, nuestra voluntad corre el riesgo de querer imponerse a la del Señor.
Sin aceptación de
la cruz no tiene sentido la vida monástica, la vida cristiana. Una cruz que
puede ser grande o pequeña, que de todo hay, pero cargarla de manera gratuita
no es la voluntad del Señor; porque, inevitablemente, elegimos la que nos va
mejor a nosotros, cuando es preciso cargársela, o dejarla en el camino y huir
lo más rápidamente posible. No es una mera cuestión teórica, el conflicto de
voluntades, la lucha o la convivencia con nuestros deseos. Es el tema de cada
día, la lucha diaria. Escuchar la Palabra en la lectio, sacar “gusto” a los
salmos en la Liturgia, llevar una vida equilibrada de plegaria y de trabajo,
nutrirnos fundamentalmente de la Eucaristía, nos puede ayudar a discernir qué
quiere Dios de nosotros y ver si estamos dispuestos a dar a Dios lo que le corresponde,
que es, en definitiva, nosotros mismos.
Como dice el P.
Jon Sobrino, se trata de mirar que nos falta de sencillez, y qué nos sobra
de orgullo.
Preguntaron a Abba
Poemen como obrar, y respondió: “Sed discretos hacia los extraños, respetad
a los ancianos y no impongáis vuestro propio punto de vista”, es decir
actuar según la voluntad de Dios.
Este segundo grado
de humildad se deriva del primero. Si amamos a Dios por encima de todo, si lo
tememos en el sentido que da al término san Benito, y lo tenemos siempre
presente, amaremos también su voluntad sobre la nuestra. Renunciando a un
excesivo afecto por nuestra voluntad, al deseo de imponerla sobre cualquiera
otra consideración, y acomodándonos cada vez más al deseo y a la voluntad de
Dios, y mirando a nuestro entorno con la mirada de Dios, porque toda la vida
depende de la voluntad de Dios y lo hombres imágenes suyas. Desear lo que
queremos, querer lo que quiere Dios para nosotros y demostrarlo con hechos.
Como nos dice san
Agustín: “Es difícil que viva mal el que cree bien. Creed bien de todo
corazón, sin claudicar, sin vacilar, sin argumentar contra esta misma fe con
sospechas humanas. Se llama fe, precisamente, porque uno hace lo que dice”
(Sermón 49,2-3)
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