CAPÍTULO
29
SI
DEBEN SER READMITIDOS LOS HERMANOS QUE MARCHARON DEL MONASTERIO
Si un hermano que por su culpa ha salido del
monasterio quiere volver otra vez, antes debe prometer la total enmienda de
aquello que motivó su salida, 2y con esta condición será recibido en el último
lugar, para probar así su humildad. 3Y, si de nuevo volviere a salir, se le
recibirá hasta tres veces; pero sepa que en lo sucesivo se le denegará toda
posibilidad de retorno al monasterio.
Los monjes, como
todos los mortales hacemos las cosas bien, lo que no está tan bien, y también
llegamos a hacer las cosas que están mal. Es la misma naturaleza humana, que al
haber perdido la imagen de Dios que tenía en su origen, nos deja a merced de
nuestro arbitrio, cuando no a nuestro capricho. No siempre hacemos bien, lo
sabe bien san Benito, y es así porque no dejamos que nuestra manera de obrar se
vaya identificando con nuestro modelo que es Cristo. Deberíamos repetirnos con
frecuencia la frase de Juan Bautista: “él ha de crecer, y yo disminuir” (Jn
3,30), pero nos cuesta, y a menudo somos nosotros los que buscamos crecer,
imponiendo nuestra voluntad. Para hacernos conscientes de que no vamos bien e
intentar cambiar el rumbo tenemos como referencia nuestra propia vida, en
nuestro contacto con la Palabra de Dios, en la plegaria, en el trabajo.
San Benito tiene
dispuesto como ir recuperando esa imagen con la que Dios nos creó. La
recuperaremos, como enseña san Agustín: “no digas nunca basta; siempre
adelante, camina siempre, progresa siempre; no te quedes en el mismo lugar, no
retrocedas, no te desvíes”. Tenemos otros recursos. Por ejemplo, el examen
de conciencia, de la nuestra, ya que éste no es el momento de hacer un memorial
de agravios contra los hermanos de comunidad, o contra amigos, o parientes; más
bien es un momento que nos debe ayudar a dirigirnos al descanso en paz, después
de analizar el transcurso de nuestro día, mirando sobre todo donde hemos
fallado.
Por otro lado, la
Iglesia nos ofrece el sacramento de la Penitencia, para reconciliarnos con Dios
y hacerlo con el propósito de enmienda. En otros tiempos había el Capítulo de
faltas, dedicado esencialmente a acusarse o bien a ser acusado de faltas contra
la Regla. Y no olvidemos que la Regla nos habla de buenas obras o de grados de
humildad, lo que nos da un amplio margen de análisis de nuestra vida ordinaria.
Pero Dios nos ha
hecho libres, no quiere que hagamos esto forzados, sino conscientes de lo que
hacemos, haciéndolo por amor a Dios. Fruto de esta libertad podemos llegar a
caer en una culpa contumaz, deseada, recalcitrante.
Es de esta
situación límite que nos habla este capítulo de la Regla: Cuando obramos mal
por culpa propia y esto nos lleva a sentirnos mal en el monasterio o a
abandonarlo e incumplir, de esta forma la ofrenda de nuestra vida, que son los
votos monásticos a los que nos comprometemos con la cedula que depositamos
sobre el altar el día de nuestra Profesión solemne, como muestra de la ofrenda
de nuestra vida.
Por esto, cuando
deliberada y reiteradamente, nos deberíamos preguntar qué ofrecimos al Señor
hace una semana, cinco, diez veinte o cincuenta años… Si era un compromiso “sub
conditione”. Que no fuera contra nuestra voluntad, o bien era una promesa seria
de conformar nuestra vida con la de Cristo, o por lo menos de intentarlo. La
historia de la nuestra comunidad, si miramos el libro de las vesticiones o las
listas de quienes han sido miembros en un momento u otro, está repleta de
abandonos, de salidas. “Quien se comía el mundo” acababa por dejarlo, o por
buscar otra manera de vivir alternativa, que, evidentemente, puede ser legítima.
Por esto, como dice san Agustín, no nos podemos detener, ni bajar la guardia,
no podemos relajarnos. Nada tenemos ganado por delante, todo lo tenemos por
hacer en nuestra vida de monjes, siempre hay camino para hacer.
Si nos creemos
perfectos, si pensamos que hemos llegado hasta una cierta posición, no es la
muestra de lo mucho que nos queda por recorrer. Ahora bien, siempre debemos tener
presente de no desesperar nunca de la misericordia de Dios; aquella
misericordia que, junto con la de la Orden pedimos al vestir el hábito o hacer
la profesión.
Hoy, en este
capítulo san Benito, nos la hace explícita, pero nos la presenta no como un
cheque en blanco, sino como una parte de camino a recorrer. Nos habla de una
culpa personal deseada, fruto de nuestra voluntad que pide entonces otra
voluntad, la de prometer el corregirnos de aquello que nos llevó a abandonar.
Si no hay voluntad de corrección, no hay retorno. Y como Pedro negó tres veces
a Cristo la noche del Jueves a Viernes Santo, y también tres veces la oportunidad
de conformar su amor junto al lago de Tiberiades, san Benito nos ofrece la
posibilidad de ser admitidos hasta tres veces, pero siendo conscientes de que
agotadas éstas se niega la posibilidad de retorno; porque como se dice cuando
se habla de la admisión de los hermanos, hemos tenido tiempo para pensarlo.
Escribe Louis
Bouyer que siempre debemos tener delante de los ojos aquella frase que atribuye
a san Bernardo: ¿a qué viniste?
Si no somos capaces de dar una respuesta desde el alma, la cosa empieza
a complicarse, porque estamos en falso delante del Señor a quien buscamos, y a
quien hemos venido a buscar al monasterio. No hemos venido a buscar una vida
cómoda, ni a convivir con este o aquel hermano porque nos cae bien, y que no hemos
de hacer una vida incomoda para nosotros y para los demás, y todavía menos
estar en malas relaciones con ningún hermano. Es preciso buscar el equilibrio;
no buscar un aspecto positivo con unos y de cara agria con otros.
Tampoco
buscar mortificaciones fruto de épocas poco centradas en la Regla, en Cristo.
Es el Cristo, que a lo largo de nuestra vida nos presenta las pruebas, no somos
nosotros quien las tenemos que crear, o crearlas para probar a los otros. El
Señor siempre nos espera, siempre perdona, pero debemos poner también por
nuestra parte, la corrección de las faltas, y para esto nos hace falta
reconocernos como pecadores delante de él, no detenernos en el camino
hacia Cristo, para que nos pueda
conducir a todos a la vida eterna.
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