domingo, 9 de febrero de 2020

CAPÍTULO 36 LOS HERMANOS ENFERMOS

CAPÍTULO 36
LOS HERMANOS ENFERMOS

 Ante todo y por encima de todo lo demás, ha de cuidarse de los enfermos, de tal manera que se les sirva como a Cristo en persona, 2 porque él mismo dijo: «Estuve enfermo, y me visitasteis»; 3 y: «Lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis». 4 Pero piensen también los enfermos, por su parte, que se les sirve así en honor a Dios, y no sean impertinentes por sus exigencias caprichosas con los hermanos que les asisten. 5 Aunque también a éstos deben soportarles con paciencia, porque con ellos se consigue un premio mayor. 6 Por eso ha de tener el abad suma atención, para que no padezcan negligencia alguna. 7 Se destinará un lugar especial para los hermanos enfermos, y un enfermero temeroso de Dios, diligente y solícito. 8 Cuantas veces sea necesario, se les concederá la posibilidad de bañarse; pero a los que están sanos, y particularmente a los jóvenes, se les permitirá más raramente. 9 Asimismo, los enfermos muy débiles podrán tomar carne, para que se repongan; pero, cuando ya hayan convalecido, todos deben abstenerse de comer carne, como es costumbre. 10 Ponga el abad sumo empeño en que los enfermos no queden desatendidos por los mayordomos y enfermeros, pues sobre él recae la responsabilidad de toda falta cometida por sus discípulos. 
    

La salud y la enfermedad, la juventud y la vejez, la vida y la muerte, no son conceptos antitéticos como nos puede parecer a primera vista, sino que ellos conforman nuestra existencia. La sociedad actual, que tanto valora las ideas de éxito, de belleza de poder y de tantas otras semejantes en su carácter temporal, tiene la tendencia a esconder o a obviar todo aquello que nos enturbié una imagen pensada como idílica de nuestra vida, cuando de hecho no lo es, ya sea irreal e incompleta. El joven de hoy es el viejo de mañana, el sano de hoy es el enfermo de mañana, y no hay nada tan cierto como que si hemos nacido, hemos de morir.

Esto sirve para toda la humanidad. En cuanto se refiere a nosotros como monjes, debemos vivirlo de una manera determinada, porque Cristo, que muriendo y resucitando ha vencido a la muerte, es el centro de nuestra vida y punto referente, lo cual debemos tenerlo presente en todas las etapas de nuestra vida: en la que calificamos de buenas y en las adjetivamos como malas. Mientras nuestra sociedad busca esconder ciertas realidades que no le agradan, nosotros convivimos con nuestros ancianos, y cuando nos llega la muerte no la escondemos, al contrario, la tenemos como algo que es para todo creyente: el paso de la vida terrena a la vida plena y verdadera, la que nos ofrece el mismo Cristo.

Ante la enfermedad, la vejez o la muerte ya hemos visto a muchos hermanos nuestros, seguramente también a familiares o amigos. Hay actitudes diferentes, como diversas son nuestras vidas. La serenidad confiada de unos nos sirve de modelo; la angustia no disimilada de otros debe ser para nosotros causa de compasión y de comunión fraterna con el que sufre. A lo largo de nuestra vida podemos elegir ciertas cosas, pero ante la enfermedad, la vejez o la muerte, es Dios quien dispone, nosotros no escogemos.

Esta semana la prensa recogía la celebración mundial contra el cáncer, una de las enfermedades más extendidas en nuestra sociedad. Algunos de los testimonios hablaban de las preguntas que surgían ante la noticia de esta enfermedad, cuando el paciente escucha de boca del médico el diagnóstico y el anuncio del proceso médico subsiguiente. Es un momento clave, que marca un antes y un después en la vida del protagonista. Y esto es solo un ejemplo porque lo mismo puede servir para otras circunstancias similares, sea la enfermedad que sea, o la degeneración que nos lleva a la vejez.

No es fácil controlar las reacciones ni los sentimientos, pero no deberíamos olvidar que en nuestra vida el centro es Cristo, y esto por un lado nos ha de dar una confianza, lo que no quiere decir resignados, y, sobre todo, ser esperanzados. Parece que san Benito ya lo tenía presente todo esto, pues en este capítulo nos habla de los enfermos y de los hermanos que nos rodean, de toda la comunidad, pero de manera especial de quienes tienen necesidad de un cuidado especial. Recomienda servirlos como al mismo Cristo, con paciencia; y al enfermo les pide también ser pacientes, no ser exigentes, no contristar, y esto tanto para quienes tienen enfermedades físicas, como psicológicas o espirituales.

San Benito nos pone en el lugar de los enfermos y de quienes tiene el cuidado de ellos, directa o indirectamente, pues sabe bien que los papeles son intercambiables y pueden ir de uno a otro sin anuncios previos. La enfermedad vivida desde la fe, vivida en comunidad, debería ser una referencia, un toque de atención acerca de como vive estas situaciones el resto de la sociedad; bien con familiares o amigos volcados en una atención y soporte, bien dejando al anciano o enfermo en un abandono deseado o inconsciente.

En nuestra comunidad contemplamos a quien se esfuerza por superar sus limitaciones físicas, propias de la edad o de la enfermedad, para no abandonar la vida comunitaria en la medida de sus posibilidades. Todos tenemos presentes a hermanos nuestros, hoy o ayer, asistiendo a la totalidad del Oficio Divino, incluso siendo los primeros en llegar a coro, trabajando tanto como dan de sí las fuerzas, y siendo todo un ejemplo. Porque tentados a menudo de despreciar un aspecto u otro de nuestra vida diaria, en razón de una enfermedad, que puede ser en parte de aspecto psicosomático, la tentación procura apartarnos de nuestra vida plena. Cada uno sabe, si eso tiene una fuerza determinante, o si podría hacer algo más para rechazar la tentación: pero siempre es enriquecedor ver como, por ejemplo, algunos hermanos nuestros mayores, son fieles en la asistencia a Maitines; para ellos es como acudir a la fuente de donde brota la energía que les permite sostener su vida espiritual a un buen ritmo.

La enfermedad, la vejez, la pérdida de fuerzas, por la edad u otros motivos, viene, de este modo, a ser una parte de la riqueza de la vida monástica, y en este capítulo vemos como san Benito nos habla de todo esto. Aquí sí que el paso de la teoría a la práctica es fácil: servir o acompañar a los hermanos enfermos, a nuestros mismos familiares… Dios nos lo tiene reservado para un momento u otro de nuestra vida, porque en este tema no hay excepciones; cualquiera de nosotros puede tener necesidad de atención o de atender; de estar en la cama de un hospital, o de estar atendiendo a quien sufre la enfermedad.

En cualquiera situación, miremos a Cristo, pues él, siervo sufriente, sabe estar al lado de los enfermos, con paciencia, con compasión, y sobre todo con amor. Es preciso dar las gracias a nuestros hermanos que tienen cuidado de los enfermos, con eficacia y paciencia, diligentes, solícitos y temerosos de Dios; y también de darlas a los hermanos que en medio de limitaciones propias de la edad o de la enfermedad, son capaces de no entristecer-nos, de ser, para nosotros un modelo y un estímulo para superar cualquier tentación que nos pueda asaltar. 

Como nos dice san Clemente en su Carta a los cristianos de Corinto, cortando de raíz todo resentimiento y envidia: “la necesidad de agradar a Dios omnipotente, viviendo piadosamente en la justicia, en la verdad, en la generosidad, manteniendo la concordia con el perdón de las ofensas, la caridad, la paz y una equidad asidua… con espíritu de humildad hacia Dios, Padre y Creador, y hacia todos los hombres”.

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