PRÓLOGO
DE LA REGLA, 8-20
Levantémonos, pues,
de una vez; que la Escritura nos espabila, diciendo: «Ya es hora de
despertarnos del sueño». 9y, abriendo nuestros ojos a la luz de Dios,
escuchemos atónitos lo que cada día nos advierte la voz divina que clama: 10«Si
hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros corazones». 11y también: «Quien
tenga oídos, oiga lo que dice el Espíritu a las Iglesias». 12¿Y qué es lo que
dice? «Venid, hijos; escuchadme; os instruiré en el temor del Señor». 13«Daos
prisa mientras tenéis aún la luz de la vida, antes que os sorprendan las
tinieblas de la muerte». 14Y, buscándose el Señor un obrero entre la multitud a
la que lanza su grito de llamamiento, vuelve a decir: 15«¿Hay alguien que
quiera vivir y desee pasar días prósperos?» 16Si tú, al oírle, le respondes:
«Yo», otra vez te dice Dios: 17Si quieres gozar de una vida verdadera y
perpetua, «guarda tu lengua del mal; tus labios, de la falsedad; obra el bien,
busca la paz y corre tras ella». 18Y, cuando cumpláis todo esto, tendré mis
ojos fijos sobre vosotros, mis oídos atenderán a vuestras súplicas y antes de
que me interroguéis os diré yo: «Aquí estoy». 19Hermanos amadísimos, ¿puede
haber algo más dulce para nosotros que esta voz del Señor, que nos invita?
20Mirad cómo el Señor, en su bondad, nos indica el camino de la vida.
En doce versos san
Benito toma nueve textos de la Escritura, seis de Salmos, uno de san Pablo,
otro del Apocalipsis y uno del cuarto Evangelio. Toda una muestra de cómo se
inspira en la Escritura, se la apropia, la concreta y hace norma para nuestra
vida.
Dios, mediante la
Escritura, nos invita a despertarnos. Por eso la Palabra es el centro de
nuestra vida de monjes, la fuente primera de nuestro contacto con Dios, porque
es la voz de Dios. San Benito la utiliza para mostrarnos que es Dios mismo
quien nos exhorta, quien nos llama y nos pide levantarnos y seguirlo. La vida
de todo cristiano se centra en la relación personal e intransferible con Dios. La
relación de la criatura con su creador, no puede ser nada más grande.
Por Jesucristo somos
hijos con el Hijo, y es el Padre quien nos llama a través del Espíritu que
actúa en el pueblo de Dios que es la Iglesia; vivimos nuestra relación con Dios
formando parte de una comunidad, formando parte de la Iglesia. En la llamada la
iniciativa siempre es de Dios que nos invita a abrirnos a su gracia. El abece
de la Regla es que siempre utiliza verbos que implican acción, movimiento,
decisión por parte nuestra. Tenemos que levantarnos, despertarnos, escuchar,
caminar, abandonando la pereza espiritual. Por esto debemos amar la vida que
hemos recibido de Dios, aquella a la que Dios nos llama, vivirla felizmente;
desear la vida verdadera y perpetua. Por esto nuestros corazones no pueden
endurecerse, sino abrirse a Dios nuestro Creador, por medio de su Hijo, y
abrirse a la gracia que se nos da por el Espíritu.
Dios nos pide una
respuesta a su llamada; no podemos permanecer callados, impasibles, sino decir
“yo”, dar un paso adelante con hechos, guardando la lengua del mal, no decir
nada falso, abandonando el mal para tender al bien; en definitiva, buscar la
paz de espíritu, pues por ella podemos llegar a Cristo.
Estas premisas que
nos pide el Señor para seguirlo no es algo vacuo. Nuestra respuesta debe ser
personal, libre, decidida; es lo que quiere decir responder con un “yo” a la
llamada. Una llamada que empieza ya por el bautismo, y, además, por nuestra
vocación de monjes, por lo que no podemos ni debemos enturbiar nuestra ruta con
la niebla de la falsedad, de la exageración que limita a la mentira, ni decir
ni querer nada falso que tiende a consolidad nuestra voluntad al precio que sea
y no la de Dios. Falsedad y mal van de la mano; una es instrumento de la otra,
y en ocasiones no somos conscientes del mal que hacemos al fallar, en uno u
otro grado, a la verdad; aquella que se corresponde con la vida verdadera, que
acompaña a la paz, que nos ayuda a abandonar el mal y a cambiarlo por el bien,
pues los dos pueden ser obra nuestra, y está en nuestras manos abrirnos o
cerrarnos a la gracia de Dios. Es cuando dice el Apóstol: “no hago lo que
quiero, sino aquello que detesto” (Rom 7,15).
Cumplidos estos
requisitos es cuando Dios nos mira, nos escucha y nos dice: “Aquí estoy”. La
misma voz del Señor nos invita, y todo bondadoso como es por naturaleza, nos
muestra el camino de la vida, el camino de la paz.
Escribe san
Bernardo: “Esta sumisión a la voluntad de Dios se presenta bajo un triple
aspecto: querer de manera absoluta aquello que nos consta que Dios quiere;
detestar sin contemplaciones lo que Dios no quiere; y lo que no sabemos si lo
quiere o no, tampoco lo queramos ni lo rechacemos de manera categórica” (Sermón
26,2).
Dios cuida de
todas sus criaturas, tanto que ha enviado a su Hijo para ser una más, sin dejar
de ser Dios a la vez; por esto nos da la posibilidad, nos ofrece, nos llama a
crecer y a avanzar en el camino de la paz.
San Benito nos
dice “levantémonos pues”. Esta conjunción, traducción del latín “ergo” que
emplea cuatro veces en la Regla, es una conclusión, el punto donde después de
un discernimiento, debemos dar una respuesta. Ya no toca esperar, ya no toca
diferir la decisión, sino responder de una vez por todas, tomar una decisión
irrevocable, firme y libre. Este “pues/ergo” no es un hablar por hablar, es una
conversión de costumbres, un abandono del mal, de la falsedad, para caminar,
quizás lentamente, pero decididamente, por el camino de la paz que nos lleva a
la vida verdadera y perpetua.
Dios nos llama
siempre, pero si nos alejamos de Él su voz queda debilitada, y nos cuesta cada
vez más escucharlo, ya que el ruido de nuestro “yo” es tan grande que deja en
la oscuridad la voz del mismo Dios. No es que Dios se aleje, pero si que lo
hacemos nosotros, o bien nos detenemos, o estancamos en nuestra comodidad,
mientras Él avanza. Entonces, la eficacia de su palabra viene a ser cada vez
menos vivificante. Si no respondemos a su llamada, al alejarnos cada vez más de
Él, no llegaremos a entender lo que nos dice.
La respuesta,
decir “yo”, no es otra cosa que acercarnos a Dios, hacer la experiencia de
Dios, entra en relación con Él, ser iluminados por la luz deifica, aquella de
la que dice el salmista: “Tu palabra es luz para mis pasos, es la claridad
que me ilumina el camino” (Sal 119, 105)
San Benito nos da
en estos versos del Prólogo una pincelada de toda la Regla, de aquel camino que
el Señor nos convida a recorrer al llamarnos; del camino que hemos escogido de decirle
“yo”. En palabras del papa Benedicto: “hoy el seguimiento de Cristo es arduo;
significa aprender a tener la mirada en Jesús, a conocerlo íntimamente, a
escucharlo en la Palabra y a encontrarlo en los sacramentos. Es decir, aprender
a conformar la propia voluntad con la Suya” (Benedicto XVI, Mensaje para la
XLIII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, 2011)
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